Posiblemente es un signo inequívoco de madurez. Uno de esos
síntomas que acompañan mis canas y me convierten en un señor mayor; pero, no
puedo pasar este día sin admitir cuan dura es la orfandad. Lo digo sin
problemas de conciencia, sin deseos de despertar en alguien deseos de darme un
abrazo de pésame. De esos he recibido cientos desde el día que Celinita cometió
la indiscreción de marcharse; lo digo, meramente, porque ha llegado, otra vez,
ese día en que a muchos como yo nos toca tragar grueso.
Celebré muchos Días de la Madre. Mamá adoraba este día aunque, por supuesto, en alarde de poca originalidad, empezaba a pedir un mes antes, "que no celebráramos nada" y "no se nos ocurriera regalarle algo". Esto último lo decía seguramente para evitarnos creatividades desoladoras: Mamá tenía maneras muy particulares de dejarnos saber con claridad meridiana lo que se le antojaba recibir; nunca voy a olvidar, por ejemplo, la forma en que nos convenció para que la obsequiáramos con su primer teléfono celular. Mamá era una fanática obsesiva del teléfono, usaba indiscriminadamente, y por muchísimas “urgentes” razones, el de casa o el de cualquier lugar al que llegara aunque fuera de visita; para Celinita, pedir un teléfono prestado era su comportamiento natural, al extremo que sus amigas más cercanas, al recibirla, lo primero que hacían era señalarle el sitio donde estaba el aparato. Mamá que hablaba sin parar, necesitaba del teléfono como del aire; por lo tanto, el advenimiento de los teléfonos celulares fue simple y llanamente lo mejor que le pudo pasar, solo que se tardó un poquito en anotarse a la moda; hasta que, superado su temor a la tecnología, nos volvió literalmente locos a punta de comentarios directamente dirigidos a enterarnos que, ese Día de la Madre, ningún otro regalo sería bien visto. En realidad, mamá siempre aceptó de buena gana los regalos que le dábamos (nunca se nos ocurrió darle una licuadora, o nos hubiera metido dentro) pero, creo que se debía a que siempre le regalábamos cosas para ella, no electrodomésticos ni artefactos para la cocina ya que, sencillamente, mi mamá nunca en su vida cocinó ni siquiera un tetero. Yo no guardo en mi memoria el recuerdo de un arroz con pollo hecho por mamá pues ella nunca pisó la cocina. Cuando digo nunca, quiero decir jamás. Hoy, por cierto, lo agradezco muchísimo, si a todas las memorias que me dejó, tendría que sumarle la nostalgia de ciertos platos preparados por ella, creo que no hubiera podido soportarlo. Si, el Día de la Madre, al lado de mi madre, era una historia escrita en mayúsculas que, no pocas veces, nos llevó (a sus hijos) al borde de la exasperación y fue hermoso y divertido y especialísimo, porque ella lo hacía así.
Tal vez por eso, pertenezco a los hijos que darían lo que tienen y lo que no, por volver a amanecer haciendo las payasadas con que solíamos despertarla ese segundo domingo de mayo en el que ella se había despertado muchísimo antes para esperarnos y que incluían todas las cosas cursis relacionadas con el Día de Mamá y que, creo, en el fondo, ella encontraba irresistiblemente enternecedoras; porque, a pesar de que en muchos momentos de nuestra vida, estar a su lado tuvo sus bemoles, Celina era una excelente madre, de acuerdo a todos los arquetipos con que el oficio se ha medido desde siempre. Cierto que era una mujer muy demandante y con unos humores un poco extraños que, según como se vivieran, podían ser una montaña rusa divertida o ensordecedora; pero, en esencia, era una mujer dispuesta a todo por sus hijos. Sobre todo dispuesta a permitir (a veces a regañadientes) que sus hijos caminaran su propio camino y en lo posible, no lo hicieran en solitario. Cuando me fui de Venezuela por primera vez, por ejemplo, nos despedimos al pie de su cama, ella casi dormida y sin ganas de despertar demasiado y yo con el corazón estrujado; sin embargo, nunca me dijo que no me fuera. Sucedió en todas nuestras despedidas pues, a pesar de la distancia, nunca nos alejamos realmente. Mi madre era mi ancla a tierra: hablábamos por lo menos una vez al día y, en esa llamada, yo me enteraba de todos los sucesos de la ciudad que había dejado atrás. Gracias a mi mamá, nunca me fui realmente. Gracias a mi mamá, nunca tuve sensación de desamparo, nunca pasé necesidades y nunca, pero nunca, se quedó sin solución una dificultad práctica de mi vida. Cierto, no cocinó nunca para nosotros, pero hay que ver lo que hizo para que nuestra vida fuera más fácil y entretenida.
Toda la simpatía que sus innumerables amigos continúan ponderando, esa maravillosa manera de convivir en sociedad que era su marca de fábrica, esos ojos verdes, curiosos y divertidos que distinguían su buenamozura encantadora y esa cosa suya de ser señora de todos los rincones de una ciudad repleta de escondrijos, aun sin serlo realmente, es lo que me hace sentir, con toda la libertad de quien sabe lo que siente, que yo extraño mucho a Celinita, aunque haya aprendido a vivir con su eternidad, celebrando este día en su ausencia, con el corazón magullado y el talante amargado.
Por eso, permítaseme decir algo que casi nadie dice, junto a las múltiples frases hechas con que se festeja el Día de la Madre en esta marabunta matriarcal: Hoy, también (o sobre todo) es el día de los que no tenemos madre que abrazar, ni regalar, ni llevar a almorzar y eso, necesita ocupar en espacio en nuestra vida. No un espacio de conmiseración. Un espacio - incluso agradecido por tanta bondad y tanta suerte - que debemos vivir en la orfandad del que solo celebra recuerdos inmortales y sigue adelante.
Y como seguir adelante es la norma: Feliz Día de las Madres, a las tías que han hecho este camino en solitario más fácil, a las madres que admiro y atesoro como amigas, y a los hijos, que como yo, hoy lo que tienen es ir a ninguna parte, a celebrar con quien no está.
Celebré muchos Días de la Madre. Mamá adoraba este día aunque, por supuesto, en alarde de poca originalidad, empezaba a pedir un mes antes, "que no celebráramos nada" y "no se nos ocurriera regalarle algo". Esto último lo decía seguramente para evitarnos creatividades desoladoras: Mamá tenía maneras muy particulares de dejarnos saber con claridad meridiana lo que se le antojaba recibir; nunca voy a olvidar, por ejemplo, la forma en que nos convenció para que la obsequiáramos con su primer teléfono celular. Mamá era una fanática obsesiva del teléfono, usaba indiscriminadamente, y por muchísimas “urgentes” razones, el de casa o el de cualquier lugar al que llegara aunque fuera de visita; para Celinita, pedir un teléfono prestado era su comportamiento natural, al extremo que sus amigas más cercanas, al recibirla, lo primero que hacían era señalarle el sitio donde estaba el aparato. Mamá que hablaba sin parar, necesitaba del teléfono como del aire; por lo tanto, el advenimiento de los teléfonos celulares fue simple y llanamente lo mejor que le pudo pasar, solo que se tardó un poquito en anotarse a la moda; hasta que, superado su temor a la tecnología, nos volvió literalmente locos a punta de comentarios directamente dirigidos a enterarnos que, ese Día de la Madre, ningún otro regalo sería bien visto. En realidad, mamá siempre aceptó de buena gana los regalos que le dábamos (nunca se nos ocurrió darle una licuadora, o nos hubiera metido dentro) pero, creo que se debía a que siempre le regalábamos cosas para ella, no electrodomésticos ni artefactos para la cocina ya que, sencillamente, mi mamá nunca en su vida cocinó ni siquiera un tetero. Yo no guardo en mi memoria el recuerdo de un arroz con pollo hecho por mamá pues ella nunca pisó la cocina. Cuando digo nunca, quiero decir jamás. Hoy, por cierto, lo agradezco muchísimo, si a todas las memorias que me dejó, tendría que sumarle la nostalgia de ciertos platos preparados por ella, creo que no hubiera podido soportarlo. Si, el Día de la Madre, al lado de mi madre, era una historia escrita en mayúsculas que, no pocas veces, nos llevó (a sus hijos) al borde de la exasperación y fue hermoso y divertido y especialísimo, porque ella lo hacía así.
Tal vez por eso, pertenezco a los hijos que darían lo que tienen y lo que no, por volver a amanecer haciendo las payasadas con que solíamos despertarla ese segundo domingo de mayo en el que ella se había despertado muchísimo antes para esperarnos y que incluían todas las cosas cursis relacionadas con el Día de Mamá y que, creo, en el fondo, ella encontraba irresistiblemente enternecedoras; porque, a pesar de que en muchos momentos de nuestra vida, estar a su lado tuvo sus bemoles, Celina era una excelente madre, de acuerdo a todos los arquetipos con que el oficio se ha medido desde siempre. Cierto que era una mujer muy demandante y con unos humores un poco extraños que, según como se vivieran, podían ser una montaña rusa divertida o ensordecedora; pero, en esencia, era una mujer dispuesta a todo por sus hijos. Sobre todo dispuesta a permitir (a veces a regañadientes) que sus hijos caminaran su propio camino y en lo posible, no lo hicieran en solitario. Cuando me fui de Venezuela por primera vez, por ejemplo, nos despedimos al pie de su cama, ella casi dormida y sin ganas de despertar demasiado y yo con el corazón estrujado; sin embargo, nunca me dijo que no me fuera. Sucedió en todas nuestras despedidas pues, a pesar de la distancia, nunca nos alejamos realmente. Mi madre era mi ancla a tierra: hablábamos por lo menos una vez al día y, en esa llamada, yo me enteraba de todos los sucesos de la ciudad que había dejado atrás. Gracias a mi mamá, nunca me fui realmente. Gracias a mi mamá, nunca tuve sensación de desamparo, nunca pasé necesidades y nunca, pero nunca, se quedó sin solución una dificultad práctica de mi vida. Cierto, no cocinó nunca para nosotros, pero hay que ver lo que hizo para que nuestra vida fuera más fácil y entretenida.
Toda la simpatía que sus innumerables amigos continúan ponderando, esa maravillosa manera de convivir en sociedad que era su marca de fábrica, esos ojos verdes, curiosos y divertidos que distinguían su buenamozura encantadora y esa cosa suya de ser señora de todos los rincones de una ciudad repleta de escondrijos, aun sin serlo realmente, es lo que me hace sentir, con toda la libertad de quien sabe lo que siente, que yo extraño mucho a Celinita, aunque haya aprendido a vivir con su eternidad, celebrando este día en su ausencia, con el corazón magullado y el talante amargado.
Por eso, permítaseme decir algo que casi nadie dice, junto a las múltiples frases hechas con que se festeja el Día de la Madre en esta marabunta matriarcal: Hoy, también (o sobre todo) es el día de los que no tenemos madre que abrazar, ni regalar, ni llevar a almorzar y eso, necesita ocupar en espacio en nuestra vida. No un espacio de conmiseración. Un espacio - incluso agradecido por tanta bondad y tanta suerte - que debemos vivir en la orfandad del que solo celebra recuerdos inmortales y sigue adelante.
Y como seguir adelante es la norma: Feliz Día de las Madres, a las tías que han hecho este camino en solitario más fácil, a las madres que admiro y atesoro como amigas, y a los hijos, que como yo, hoy lo que tienen es ir a ninguna parte, a celebrar con quien no está.
Juan Carlos, me declaro, tu FAN, me gusta todo lo que escribes, me gusta compartir la politica de altura que haces, tu educación y respeto, me gusta que eres hijo de Celina, nunca supe que no sabia cocinar... muy simpática, murió muy joven, QEPD. Espero volver a trabajar contigo, en impunidad cero...un abrazo, te quiero...
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