Una noche de mi juventud la vi por primera vez, salió a mi
encuentro en la esquina de la Catedral yendo hacia la casa de Las Golondras para empezar a subir por
la Avenida 4 de entonces. Vestía de verde, un recatado traje de amplias
hombreras en el más definitivo tono de la esmeralda, llevaba zapatillas de alto
tacón de intenso tono carrubio y un discreto bolsito de los que en esa época
llamaban sobres, apretado en su mano
izquierda, contra el muslo (¿o era la derecha?...no lo sé, es imposible ser tan
exacto) su estatura, aumentada por el efecto stilletto y sus ademanes, excesivamente femeninos, revelaron
tímidamente una verdad incómoda: posiblemente era esa la primera vez en mi vida
que caminaba detrás de una "transfor".
No lo sabia seguro, pero comencé a intuirlo cuando sus ojos, inmensamente
negros y hermosos debajo del espeso maquillaje, se encontraron con los míos. Ella caminaba
midiendo calculadamente sus pasos sinuosos. Yo la seguía, más por inventar una
historia que por saberla. Yo, quizás tendría 17 años, ella podía tenerlos
todos. O ninguno. Yo era un adolescente precoz y curioso. Ella, una mujer de
mundo, a pesar de Mérida
En la esquina del Edif. Valero, apoyada en la vidriera de la
Zapatería Rex, me enfrentó. Su voz, de matices roncos y pesados, me pidió un cigarrillo, de los que llevaba en
el bolsillo de mi camisa. Lo saqué, se lo di y lo encendí. Ella notó el temblor
de mis manos y empezó a parir una sonrisa que pronto convirtió en carcajada. Se
rompió el hielo, un rato más tarde eran las 4 de la mañana y nosotros
continuábamos hablando y fumándonos nuestras cuitas, sentados en el pretil de
una jardinera de la Plazoleta del Carmen.
Esa madrugada, María Isabel dejó salir, una a una, las secuencias del guión que acompañaba su vida: nacida biológicamente varón, siempre había sentido sus atributos masculinos un accesorio de incómoda presencia. Criada por una madre de inmenso corazón y cartera más bien vacía, había tenido que enfrentar la popularidad de una hermana bella y los vericuetos de una clase a la que su madre servía, para sacar adelante la familia. Por tener, María Isabel tenía la frustración de saberse certera en las equivocaciones que poblaban su andrógina existencia y muchas artes para disimularlas. Era una mujer. Una mujer muy guapa, para su desgracia, a la que hacían falta dosis diarias de hormonas para ejercer femineidades y le sobraba un decente pedazo de carne que había convertido en estorbo.
Esa fue la única vez que le hablé. Aunque me hubiese gustado ser su amigo (tengo tendencia a adoptar descastados) Mérida pudo más. Era realmente una desgracia ser un niño bien que ansia portarse mal, pero le faltan cojones. No obstante, esa no fue la última vez que la vi, a partir de esa noche, María Isabel y su fútil mala fama se hicieron parte del inventario de postigos abiertos de esta ciudad de todos, que castiga. María Isabel y sus mitos, María Isabel y sus atuendos correctos, María Isabel y sus largas caminatas, María Isabel y su transformación, poblaron de cuentos la ciudad que despertaba escandalizada a la arremetida de La Casita de Las Rosas. Quizás no sea un título que tenga rigor histórico, pero siempre diré que María Isabel fue la primera persona públicamente transgénero de Mérida; aunque para mí y en homenaje a aquella madrugada de cigarrillos compartidos, siempre haya sido una mujer de fascinante historia.
Un día, pasados los años de Las Rosas, enterrada la frivolidad de aquellas noches en las que mis amigos celebraban mis habilidades para enrolar tabacos perfectos, sentado en el Old Town Tabern de la calle 27 en Manhattan, con amigos del terruño, pregunté por María Isabel. Si mal no recuerdo, un matrimonio convenientemente feliz la había convertido en ama de casa alejándola de la av. 4 de mi juventud. Nunca más supe de ella. Nunca más la vi. Nunca más estuvo en el inventario de mis cuitas. Pero, siempre, aquella noche de mi juventud se asomaba para contarme necesarias tolerancias.
El zarpazo me arañó los ojos hace algunos días; frente a la estantería de una anodina librería, María Isabel pasaba las páginas de una revista colombiana de chismes, que exhibía con profusión sensacionalista el photoshop de Bruce Jenner "Llámenme Caitlyn". Habían transcurrido muchos años desde una vez que, oh casualidad, también vestida de verde, María Isabel apuraba tramites de embarque en el mostrador de un aeropuerto patrio. Ese día, otra vez, mi arrogancia y yo estábamos detrás de ella en la fila. Ella con el gesto frio y antipático con que se defiende del mundo, yo con la curiosidad del primer día. Muchas maromas después, vi su cédula, ese pedacito de papel plastificado que en este pueblo de errores certifica lo que somos. Dos apellidos iguales (los mismos de su progenie) y el nombre clarísimo: María Isabel. Era ella, en el anonimato de una fila de aeropuerto sin miradas que escruten nada más que a la hembra, nos volvimos a ver, sin saludarnos, como siempre; como en la estantería de la librería a la que entré a no poder comprar nada y maravillarme con la sorpresa: así como a mí, a María Isabel le han caído los años. Aun puede adivinarse cierta guapura pasada, aunque la mujer de entonces ahora sea una señora malhumorada que viste mocasines planos y pantalón de kaki, mientras mira con sorna las fotos de Caitlyn Jenner.
Ella también tuvo la oportunidad de lucir trajes de gran gala y excederse en el maquillaje. Ella también estuvo en el ojo del huracán que daba vueltas alrededor del pueblo de postigos abiertos cerrado a la modernidad por montañas asfixiantes. Ella también dejó de pronunciar un nombre de varón, para pedir que la llamaran María Isabel, el nombre con el que todos la hemos conocido desde que su valentía estremeció las cimientes de una Mérida que hoy ve sus madrugadas pobladas de transvestidas prostitutas. María Isabel espantó los horrores con los que convivió en la escuela primaria, respondiendo a lista por un nombre que nunca le perteneció. María Isabel lo supo siempre, a pesar de Catedrales e imposibles parentescos políticos con la rancia aristocracia de una ciudad rancia, Sergio no permitió a la mujer que lo habitaba todo, dormirse en una espera aletargada. Sergio la hizo realidad cuando eso parecía un imposible despropósito.
A Sergio lo impulsó su necesidad de comprender la mentira que por vida le había dado el destino. Tal vez por eso su rostro, ese día que la vi hojear las páginas de una revista que más tarde no llevó consigo, decía tantas cosas que su voz ronca y amanerada prefirieron callar. María Isabel no ha sido nunca protagonista de un mediodía merideño. Tal vez, lo fue del italiano que la desposó y la convirtió en viuda; poco más. Nunca ha tenido más reality show que su vida privadísima. María Isabel no es mejor ni peor que Caitlyn; solo que ese día en la librería, cuando nuestros ojos volvieron a encontrarse después de 37 años, ella supo que yo sabía lo que ella estaba pensando. Por eso, las fotos de Caitlyn me han parecido un embuste photoshopeado. Detrás de la sombrilla negra, los zapatos planos y el cabello recogido de María Isabel me pareció ver una verdad, muy irónica por cierto, que no he logrado conseguir en el glasé de las hojas que ella estudiaba con desgano. No es una verdad mejor o peor. Una más mía, solo eso.
Esa madrugada, María Isabel dejó salir, una a una, las secuencias del guión que acompañaba su vida: nacida biológicamente varón, siempre había sentido sus atributos masculinos un accesorio de incómoda presencia. Criada por una madre de inmenso corazón y cartera más bien vacía, había tenido que enfrentar la popularidad de una hermana bella y los vericuetos de una clase a la que su madre servía, para sacar adelante la familia. Por tener, María Isabel tenía la frustración de saberse certera en las equivocaciones que poblaban su andrógina existencia y muchas artes para disimularlas. Era una mujer. Una mujer muy guapa, para su desgracia, a la que hacían falta dosis diarias de hormonas para ejercer femineidades y le sobraba un decente pedazo de carne que había convertido en estorbo.
Esa fue la única vez que le hablé. Aunque me hubiese gustado ser su amigo (tengo tendencia a adoptar descastados) Mérida pudo más. Era realmente una desgracia ser un niño bien que ansia portarse mal, pero le faltan cojones. No obstante, esa no fue la última vez que la vi, a partir de esa noche, María Isabel y su fútil mala fama se hicieron parte del inventario de postigos abiertos de esta ciudad de todos, que castiga. María Isabel y sus mitos, María Isabel y sus atuendos correctos, María Isabel y sus largas caminatas, María Isabel y su transformación, poblaron de cuentos la ciudad que despertaba escandalizada a la arremetida de La Casita de Las Rosas. Quizás no sea un título que tenga rigor histórico, pero siempre diré que María Isabel fue la primera persona públicamente transgénero de Mérida; aunque para mí y en homenaje a aquella madrugada de cigarrillos compartidos, siempre haya sido una mujer de fascinante historia.
Un día, pasados los años de Las Rosas, enterrada la frivolidad de aquellas noches en las que mis amigos celebraban mis habilidades para enrolar tabacos perfectos, sentado en el Old Town Tabern de la calle 27 en Manhattan, con amigos del terruño, pregunté por María Isabel. Si mal no recuerdo, un matrimonio convenientemente feliz la había convertido en ama de casa alejándola de la av. 4 de mi juventud. Nunca más supe de ella. Nunca más la vi. Nunca más estuvo en el inventario de mis cuitas. Pero, siempre, aquella noche de mi juventud se asomaba para contarme necesarias tolerancias.
El zarpazo me arañó los ojos hace algunos días; frente a la estantería de una anodina librería, María Isabel pasaba las páginas de una revista colombiana de chismes, que exhibía con profusión sensacionalista el photoshop de Bruce Jenner "Llámenme Caitlyn". Habían transcurrido muchos años desde una vez que, oh casualidad, también vestida de verde, María Isabel apuraba tramites de embarque en el mostrador de un aeropuerto patrio. Ese día, otra vez, mi arrogancia y yo estábamos detrás de ella en la fila. Ella con el gesto frio y antipático con que se defiende del mundo, yo con la curiosidad del primer día. Muchas maromas después, vi su cédula, ese pedacito de papel plastificado que en este pueblo de errores certifica lo que somos. Dos apellidos iguales (los mismos de su progenie) y el nombre clarísimo: María Isabel. Era ella, en el anonimato de una fila de aeropuerto sin miradas que escruten nada más que a la hembra, nos volvimos a ver, sin saludarnos, como siempre; como en la estantería de la librería a la que entré a no poder comprar nada y maravillarme con la sorpresa: así como a mí, a María Isabel le han caído los años. Aun puede adivinarse cierta guapura pasada, aunque la mujer de entonces ahora sea una señora malhumorada que viste mocasines planos y pantalón de kaki, mientras mira con sorna las fotos de Caitlyn Jenner.
Ella también tuvo la oportunidad de lucir trajes de gran gala y excederse en el maquillaje. Ella también estuvo en el ojo del huracán que daba vueltas alrededor del pueblo de postigos abiertos cerrado a la modernidad por montañas asfixiantes. Ella también dejó de pronunciar un nombre de varón, para pedir que la llamaran María Isabel, el nombre con el que todos la hemos conocido desde que su valentía estremeció las cimientes de una Mérida que hoy ve sus madrugadas pobladas de transvestidas prostitutas. María Isabel espantó los horrores con los que convivió en la escuela primaria, respondiendo a lista por un nombre que nunca le perteneció. María Isabel lo supo siempre, a pesar de Catedrales e imposibles parentescos políticos con la rancia aristocracia de una ciudad rancia, Sergio no permitió a la mujer que lo habitaba todo, dormirse en una espera aletargada. Sergio la hizo realidad cuando eso parecía un imposible despropósito.
A Sergio lo impulsó su necesidad de comprender la mentira que por vida le había dado el destino. Tal vez por eso su rostro, ese día que la vi hojear las páginas de una revista que más tarde no llevó consigo, decía tantas cosas que su voz ronca y amanerada prefirieron callar. María Isabel no ha sido nunca protagonista de un mediodía merideño. Tal vez, lo fue del italiano que la desposó y la convirtió en viuda; poco más. Nunca ha tenido más reality show que su vida privadísima. María Isabel no es mejor ni peor que Caitlyn; solo que ese día en la librería, cuando nuestros ojos volvieron a encontrarse después de 37 años, ella supo que yo sabía lo que ella estaba pensando. Por eso, las fotos de Caitlyn me han parecido un embuste photoshopeado. Detrás de la sombrilla negra, los zapatos planos y el cabello recogido de María Isabel me pareció ver una verdad, muy irónica por cierto, que no he logrado conseguir en el glasé de las hojas que ella estudiaba con desgano. No es una verdad mejor o peor. Una más mía, solo eso.
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