De Liana Hergueta se conocen dos cosas básicas: que en algún
momento quiso comprar unos dólares (da igual si fueron 30 o 5.000) siendo
estafada y que militaba en Voluntad
Popular. Todo lo demás es información
policial relacionada con la abominable forma en que encontró la muerte. La
mujer, de 53 años de edad, fue violada, asfixiada y desmembrada por un par de sicarios,
contratados a tal efecto por el hombre que días antes la había timado al
proponerle una negociación – vía mercado negro – en la que la hoy occisa, (última página dixit)
obtendría los dólares que quería. De Liana Hergueta se desconoce casi todo. Una
búsqueda – no muy exhaustiva, debo admitir – deja a esta victima de su propio
afán tremendista de justicia, en el limbo de los desconocidos que adquieren efímera
fama por las causas más equivocadas y monstruosas. La mujer que era Liana, su vida, sus
aspiraciones, sus sueños, sus metas; lo que hace a una persona ser gente, ha
sido borrado de los informes periodísticos para darle paso a lo que parece ser
la más importante revelación tras el crimen que acabó con su vida: las posibles
motivaciones políticas de quien encargó el trabajito. La basura politiquera de
siempre.
De los asesinos de Liana se conoce mucho más: principalmente porque se conocen dos versiones completamente opuestas – como el país – según la cual, son patriotas cooperantes infiltrados en las filas de la oposición, o son brazos armados de una sección muy oscura de la oposición venezolana, dedicada a cobrarse con horrible saña las afrentas que impiden, a ciertos líderes de poca monta, escalar los peldaños de su “carrera política”. De los asesinos de Liana se han escrito y publicado más centímetros de prensa que de cualquier otro criminal de nuestro tiempo. Las fotografías de ambos, en una descarada exhibición de cercanía con el poder, han circulado sin freno por todas las vías imaginables, abarrotando las redes sociales hasta viralizarse de manera grotesca. Son los “bad boys” del momento. Fotografías que, por cierto, muestran a un par de muchachos jóvenes, sonrientes y con cara de pasarla muy bien, incapaces de toda la maldad desplegada en el momento de cumplir con el “encarguito” que le costó la vida a una desconocida mujer venezolana de 53 años de edad, cuyas fotos, aunque no tan famosas como las de sus verdugos, muestran una mujer en el esplendor de esa belleza voluptuosa que tanto éxito tiene por estos lados.
En su monumental e imprescindible obra “Y Salimos a matar gente” el padre Alejandro Moreno dedica un espacio importante a la personalidad narcisista del hombre que es capaz de semejante tipo de atrocidades. La siquiatría, en muchísimas oportunidades, ha dado fe de las motivaciones exhibicionistas que potencian el comportamiento de la mayoría de los criminales. Hoy, es un hecho aceptado que, una buena parte de los crímenes que se cometen en nuestro diario convivir con la desgracia, esconden un deseo de estrellato inmediato (tan fugaz como el que más) impulsador de conductas completamente vergonzantes para la raza humana. Es algo de lo que hablamos sin ninguna pena cuando nos referimos a esto-que-nos-está-pasando; aun así, continuamos abonando el sendero de fama que nunca debería transitar quien comete una barbaridad como esa de la que fue víctima la Sra. Hergueta y que, hoy, ha convertido en tema de conversación a tres muchachos menores de 30 años, ansiosos de las dos razones que parecen ser primordiales en la construcción de un criminal: figuración y poder. Súmele a eso la asquerosa manipulación politiquera de estos tiempos y tendrá en sus manos un coctel tan peligroso como la bomba que cayó sobre Hiroshima.
¿En qué momento nos convertimos en eso? ¿Qué pasó para que un criminal vendiera más periódicos y obtuviera más “likes” que su víctima? ¿Alguno de nosotros entiende lo que hace cada vez que pulsa el botón de “me gusta” que acompaña la mayoría de las redes sociales? ¿Alguno de nosotros es capaz de hacer buen uso de la sección comentarios de la prensa virtual? Puesto a hacerlo, tendría millones más de preguntas a las que, seguramente, muy poca gente puede darles una respuesta. Del mismo modo como nos alegramos por la cornada sufrida por un torero, del mismo modo como aplaudimos el linchamiento de un malandro cogido en falta, del mismo modo como aceptamos que un suicida “estaba loco”, del mismo modo como damos gracias a Dios porque el tiro que recibimos en intercambio por el celular, solo nos dejó ciegos; de ese mismo modo, despojamos de sus vidas a todas las Lianas Herguetas que diariamente caen en esta escalada interminable del hampa como si, verdaderamente, esas fueran historias de vida prescindibles. Nadie sabe a quién amaba Liana, por ejemplo. Todos sabemos en qué pasos andaba el monstruo que la descuartizó.
El crimen de Liana, la imprudencia que le costó la vida a Liana, empezó en la misma red social que decidió borrarla para siempre de la memoria del colectivo, mancillarla doblemente después del estupro (en este país todo el mundo compra y vende dólares en mercado negro) descuartizar sus pasos vitales con la misma maldad con la que fue cercenado su cuerpo, convertir los logros de su vida en un currículo ligado a guarimbas y otras de esas palabras que espeluznan al régimen. La muerte de Liana se convirtió en una discusión tan estéril como innecesaria: a qué bando pertenecían sus asesinos.
Da grima constatar que, estar en un bando o en otro, es la única cosa que iguala las dos partes desiguales de país en que convertimos esta cosa que algunos llaman patria.
De los asesinos de Liana se conoce mucho más: principalmente porque se conocen dos versiones completamente opuestas – como el país – según la cual, son patriotas cooperantes infiltrados en las filas de la oposición, o son brazos armados de una sección muy oscura de la oposición venezolana, dedicada a cobrarse con horrible saña las afrentas que impiden, a ciertos líderes de poca monta, escalar los peldaños de su “carrera política”. De los asesinos de Liana se han escrito y publicado más centímetros de prensa que de cualquier otro criminal de nuestro tiempo. Las fotografías de ambos, en una descarada exhibición de cercanía con el poder, han circulado sin freno por todas las vías imaginables, abarrotando las redes sociales hasta viralizarse de manera grotesca. Son los “bad boys” del momento. Fotografías que, por cierto, muestran a un par de muchachos jóvenes, sonrientes y con cara de pasarla muy bien, incapaces de toda la maldad desplegada en el momento de cumplir con el “encarguito” que le costó la vida a una desconocida mujer venezolana de 53 años de edad, cuyas fotos, aunque no tan famosas como las de sus verdugos, muestran una mujer en el esplendor de esa belleza voluptuosa que tanto éxito tiene por estos lados.
En su monumental e imprescindible obra “Y Salimos a matar gente” el padre Alejandro Moreno dedica un espacio importante a la personalidad narcisista del hombre que es capaz de semejante tipo de atrocidades. La siquiatría, en muchísimas oportunidades, ha dado fe de las motivaciones exhibicionistas que potencian el comportamiento de la mayoría de los criminales. Hoy, es un hecho aceptado que, una buena parte de los crímenes que se cometen en nuestro diario convivir con la desgracia, esconden un deseo de estrellato inmediato (tan fugaz como el que más) impulsador de conductas completamente vergonzantes para la raza humana. Es algo de lo que hablamos sin ninguna pena cuando nos referimos a esto-que-nos-está-pasando; aun así, continuamos abonando el sendero de fama que nunca debería transitar quien comete una barbaridad como esa de la que fue víctima la Sra. Hergueta y que, hoy, ha convertido en tema de conversación a tres muchachos menores de 30 años, ansiosos de las dos razones que parecen ser primordiales en la construcción de un criminal: figuración y poder. Súmele a eso la asquerosa manipulación politiquera de estos tiempos y tendrá en sus manos un coctel tan peligroso como la bomba que cayó sobre Hiroshima.
¿En qué momento nos convertimos en eso? ¿Qué pasó para que un criminal vendiera más periódicos y obtuviera más “likes” que su víctima? ¿Alguno de nosotros entiende lo que hace cada vez que pulsa el botón de “me gusta” que acompaña la mayoría de las redes sociales? ¿Alguno de nosotros es capaz de hacer buen uso de la sección comentarios de la prensa virtual? Puesto a hacerlo, tendría millones más de preguntas a las que, seguramente, muy poca gente puede darles una respuesta. Del mismo modo como nos alegramos por la cornada sufrida por un torero, del mismo modo como aplaudimos el linchamiento de un malandro cogido en falta, del mismo modo como aceptamos que un suicida “estaba loco”, del mismo modo como damos gracias a Dios porque el tiro que recibimos en intercambio por el celular, solo nos dejó ciegos; de ese mismo modo, despojamos de sus vidas a todas las Lianas Herguetas que diariamente caen en esta escalada interminable del hampa como si, verdaderamente, esas fueran historias de vida prescindibles. Nadie sabe a quién amaba Liana, por ejemplo. Todos sabemos en qué pasos andaba el monstruo que la descuartizó.
El crimen de Liana, la imprudencia que le costó la vida a Liana, empezó en la misma red social que decidió borrarla para siempre de la memoria del colectivo, mancillarla doblemente después del estupro (en este país todo el mundo compra y vende dólares en mercado negro) descuartizar sus pasos vitales con la misma maldad con la que fue cercenado su cuerpo, convertir los logros de su vida en un currículo ligado a guarimbas y otras de esas palabras que espeluznan al régimen. La muerte de Liana se convirtió en una discusión tan estéril como innecesaria: a qué bando pertenecían sus asesinos.
Da grima constatar que, estar en un bando o en otro, es la única cosa que iguala las dos partes desiguales de país en que convertimos esta cosa que algunos llaman patria.
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