Debo admitir que entre mis numerosas manías, las relacionadas
con el arte de la mesa, ocupan un lugar bastante destacado. En parte porque
padezco de algunas intolerancias, en parte porque verdaderamente soy muy
exigente, a mí, lo de comer, cualquier cosita, no se me da. Entre mis amigos
soy tenido por bicho raro pues, entre otras cosas, no me gusta la pizza (tengo
una razón importantísima para ello que no voy a contar por decente) no soy
fanático del chocolate (puesto ante una carta de postres, impepinablemente, voy
a pedir el que no contenga cacao) no me gusta el café y soy experto en
desmontarle a cualquier chef, por muy cinco estrellas que sea, su más famosa propuesta gastronómica. He
tenido momentos de gloria en eso: memorable es la noche en que sentado ante la
mesa de uno de los más famosos sushi bar
de Manhattan, me dediqué a exigir combinaciones para mis rolls que no estaban en el menú (o si estaban, pero no como yo las
quería) muy para desconsuelo (y disgusto) de los encargados de la cocina,
quienes me complacieron por pura suerte de principiante. Es una de mis tantas
peculiaridades: me encanta comer, pero a mi modo. A lo mejor se lo debo a mi
mamá, quien después de escuchar varias veces las explicaciones del Maître en cualquier
restaurant en que se sentaba, pedía algún platillo que no figuraba en la carta.
Ir a restaurantes, conmigo, puede no ser la mejor experiencia
del mundo. No soporto al comensal snob
que pide el plato más caro de la carta por dárselas de sofisticado (sobre todo
si no ha de pagarlo) para no saber luego cómo se come y, mucho menos, aguanto
callado un mal servicio o un plato desangelado, ambas por cierto, calamidades
del yantar diario de esta tierra de gracias. Sin embargo, me encanta un
restaurante. Desde siempre. Me encanta el rito de ir a comer con gente querida
y convertir la ocasión en una fiesta. He llegado, además, a una edad en que eso
es lo que mejor se me da. Me siento fuera de lugar en un bar de copas (tomo muy
poco alcohol) y creo que fingiría un virus mortal contagioso antes de entrar a
una discoteca “de las de ahora”. Supongo que es la edad; no hace mucho era yo,
quien bajaba la santamaría del ICE PALACE cada fin de semana. Ya no dudo que, como bien lo escribió García Márquez,
la nostalgia es una trampa; por eso le he agradecido tanto a mi querido Alberto
Veloz, que me haya llamado la atención sobre su impecable serie de artículos publicados
en la revista Bienmesabe sobre los “comederos” que engalanaban la ciudad que dejamos
perder pues, ante el desaguisado, es un auténtico privilegio saber que, haber aprendido a comer visitando los lugares que dieron forma a la Caracas perdida,
es una de las tantas maravillas que me acompañarán en el cajón de la eternidad.
“No es tomar champagne,
que cualquiera toma, es el dedo, la cultura….” Dice Cabrujas en la voz de Herminia Briceño
viuda de Petit, en uno de los memorables monólogos de esa oda a la
venezolanidad bien contada que es ACTO CULTURAL. Los lugares se graban en la memoria no solo
porque sirven buena comida, sino porque - Brillat Savarín mediante - se hacen cargo de nuestra felicidad durante
todo el tiempo en que permanecemos bajo su techo. Y eso, por ejemplo, hizo
que algunos lugares de los mencionados por Alberto en sus magnificas crónicas,
revolvieran mis mejores recuerdos: El Parque, por mencionar uno, un restaurante
que hizo por la vida cultural de Caracas, mucho más de lo que hicimos los que
nos tocaba, por cualquier razón,
dedicarnos a darle vida a la cultura que se hacía (mucha, por cierto) en una ciudad
que permitimos se fuera despedazando en el tiempo y convirtiéndose en
territorio de hostilidades incomprensibles.
Estaba situado en lo que una gran amiga mía llamó una vez, “el punto desde donde se abre el compas para
darle forma al círculo que es Caracas”: el centro de ese magnífico entorno
urbano llamado Parque Central. Era un jardín tropical, poblado de mesas
decoradas en tonos beige y marrón, algunas bajo un esplendido toldo amarillo,
con mucha formal informalidad, una excelente carta que no decepcionaba cuando
se materializaba en tu mesa y gente, toda la gente culturosa de este mundo.
Amigos que brincaban de mesa en mesa para tomar un trago contigo, meter la
cuchara en tu postre o hacerte reír por un buen rato mientras se convertían en
parte del inventario. Era habitual ver a Sofía Imber (creo que ese era su
comedor personal) robándole horas a su museo para hacerlo más museo, o a José Antonio Abreu agilizar su frugalidad
de monasterio mientras pergeñaba las primeras notas de su Sistema, o a Elías Pérez
Borjas fruncir el ceño en una mesa muy bien atendida mientras hacía del Teresa
aquello que ya no existe. Tuve la suerte de sentarme (por
orden de Isaac Chocrón) en una mesa con
Gloria Zea de Uribe y Patty Cisneros para sonreírles amable, mientras las dos
se ponían de acuerdo en lo que fue el patrocinio de uno de los más ambiciosos
proyectos de intercambio artístico - cultural latinoamericano, cuya firma
finalmente se celebró con una gran comilona presidida por Sergio Renan en la
terraza del Parque. Incontables veces, un viernes, mudé mi oficina a una mesa del Restaurante El
Parque, en Parque Central, para desde allí sentir que pertenecía a un mundo que
se formaba ante mis ojos sin otro presentimiento que un futuro brillante.
De entre miles, rescato una anécdota premonitoria que se me
ha instalado en la mente desde que el recuerdo de ese magnífico restaurante
revivió mis morriñas. Un día, Isaac Chocrón me pidió que me uniera a un
almuerzo que ofrecía para un pequeño grupo de personas en homenaje a Enrique
Iglesias, entonces presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (no el
cantante famoso hijo de Isabel Presyler) a celebrarse - donde más - en El Parque. En realidad, como siempre lo
exigió mi trabajo a su lado, mi presencia en ese almuerzo se debía más bien a
su interés en que todo saliera de manera impecable, como merecía el ilustre
visitante. Sentados a la mesa, un buen
grupo de pesos pesados de las finanzas y las artes de entonces (materias ambas
que el anfitrión dominaba con éxito) las horas transcurrían sin que nadie diera
ninguna señal de que el condumio llegaba a su fin. Postres, cafés y bajativos más
tarde, los invitados seguían llenando sus vasos de whisky y hablando a todo pulmón
de cosas cada vez más estridentes; de
pronto, el Dr. Iglesias se volteó y le dijo a Isaac (su amigo desde hacía
muchos años)
-
Chocrón, esto es increíble, un país
no puede paralizarse un viernes completo por causa de un buen restaurante, esto no va a durarles mucho tiempo; aunque sea viernes….la gente tiene que
trabajar!!!
Entonces se levantó de
la mesa, se despidió con toda amabilidad y dio por terminado el convite.
Ha sido ahora, unos 25 años después que he entendido su vaticinio lapidario: “La gente tiene que trabajar”….es cierto, Dr. Iglesias; la gente tendría que trabajar….
Ha sido ahora, unos 25 años después que he entendido su vaticinio lapidario: “La gente tiene que trabajar”….es cierto, Dr. Iglesias; la gente tendría que trabajar….
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