Morelia vive hace algunos años en Miami. Un día se cansó de
tanto padecimiento y vendió todo lo que tenia, inscribió a su hija en una
escuela de verano y se consagró a buscarse la vida en el mismo lugar en que
miles de venezolanos se dedican a otro tanto. Parte de su familia todavía no
sabe si seguirla, por lo que Morelia (muy) de cuando en cuando, viene a pasarse unos días en el país
que desconoce. En esas estaba cuando se armó la trifulca en San Antonio del Táchira.
Morelia, como la mayoría de los andinos que todavía pueden permitirse un
viajecito, opina que es bastante más
fácil entrar y salir de Venezuela a través de Colombia. Tiene toda la razón: Mérida,
por ejemplo, está a tres horas y media de Cúcuta, desde donde un vuelo para Bogotá
cuesta alrededor de 60 dólares y es muy fácil de conseguir. Entre una y otra
cosa, salir de viaje por Colombia, es muchísimo más cómodo, sobre todo cuando
se piensa en lo que se ha convertido Maiquetía. Eso es exactamente lo que ella
hizo. Voló de Miami hasta Bogotá, de allí conecto con Cúcuta, donde su hermano
la esperaba para traerla hasta Mérida por
carretera. Vino por tres semanas.
Alberto y Sarita se casaron después de 16 meses de un
noviazgo fulminante cuando apenas habían cumplido 25 años de edad los dos.
Tuvieron una boda muy sencilla, la que pudieron pagarse con parte de sus
menguados ahorros, y decidieron buscar
fortuna en algún lugar que no fuera Mérida. Alberto, un vendedor excepcional,
contaba con el apoyo de un tío suyo, próspero comerciante radicado en San Cristóbal,
la capital del estado Táchira, quien solo necesitó calentarle la oreja por un
ratico; allá fueron a dar el par de
recién casados, cuando aun todo era lunas y mieles. No fue difícil, a pesar de
los pesares; pero, San Cristóbal no era la ciudad que a ambos los convencía de
un futuro feliz. El mismo Alberto no sabe explicar bien porque, pero un buen día
descubrió San Antonio del Táchira, un pueblo fronterizo en el que vivir es una
odisea complicada. Tal vez encandilado
por el reto, convenció a Sarita y mudó el hogar, aumentado con la llegada de
Alberto Enrique, el primogénito por quien ambos chorrean babas. Al poco de haberse instalado, una simple regla de
tres le dio la solución a sus problemas: Vivir en San Antonio, haciendo la
mayor parte de sus gastos en bolívares, pero trabajar en Cúcuta y Bucaramanga
distribuyendo equipos médicos, vendidos y pagados en pesos colombianos. San Antonio, de este lado del puente Simón Bolívar,
alcanza para ser dormitorio y patio de fin de semana; Cúcuta, de aquel lado del
mismo puente, es curtidero doméstico del día a día. Sarita, entusiasmada con el
ventajoso cambio de la moneda colombiana, consiguió trabajo como secretaria de
un sonado médico colombiano y el niño se pasa el día en la excelente guardería
de una zona muy bacana de Cúcuta; pero, la casa de la familia, la compraron y
la pusieron bonita en San Antonio del Táchira, tierra venezolana, porque ellos
son de aquí. De lunes a viernes salen antes de las 7 de la mañana y regresan
pasadas las 6 de la tarde. En el ínterin, han aprendido a sortear el trapicheo
entre ambas ciudades y con esa obsesión enfermiza que le proporciona a Alberto
haber nacido bajo el signo Virgo, tienen los más importantes problemas
resueltos. Saben cómo abastecerse de gasolina y obtienen buen provecho – legal
– de su condición de habitantes de un pueblo de frontera. Jamás habían pensado
cambiar de modo de vida.
Magdalena tiene años tratando de tener un hijo. Ninguna de las “formas tradicionales” le ha dado resultado. Pensando que su reloj biológico está a punto de impedir el éxito de su empeño, hace algún tiempo que Magdalena acudió a la fertilización asistida. Empezó por pesados viajes a Caracas, estresantes por sus tribulaciones para conseguir un boleto aéreo cada vez que le tocaba y por sus paranoias – muy gochas – a la hora de moverse en una ciudad hostil, considerada una de las diez más peligrosas del mundo. Además, los tratamientos resultaban cada vez más caros y más complicados. Hacerse una simple prueba de sangre, exigía rondar varios laboratorios en busca de aquel que pudiera ofrecerle todos los resultados en un solo reporte. La última vez que se sometió al “asunto” (como gusta llamarlo) fue asaltada un par de veces y su especialista le advirtió que empezaban a mermar las condiciones para seguir intentándolo, debido a carencias de muchos tipos. Magdalena regresó a Mérida muy desalentada, hasta que se enteró de un médico milagroso ubicado en Cúcuta. Allá se fue, la primera vez manejando su propio automóvil, sorteando las dificultades para surtirse de gasolina y con el corazón llenecito de fe. El médico aceptó convertirla en su paciente y (para hacer el cuento corto) desde hace unos 8 meses los viajes entre Cúcuta y Mérida son cada vez más frecuentes para la esperanzada futura madre. La semana pasada, Magdalena cumplió un nuevo ciclo de preparación, cuyos resultados eran más prometedores que de costumbre. El miércoles, su doctor la mando a “rezarle a los santos” y prepararse para el implante de los embriones. Fijaron cita para el viernes a media mañana y Magdalena, feliz, se fue a Ureña a casa de unas piadosas monjitas a descansar y preparase para el gran día.
El viernes, las cosas en la frontera se pusieron, literalmente, color de hormiga; todos sabemos – o creemos saber – porque; ante el peligro de una asonada – inminente - muchos habitantes de la frontera empezaron a medir las horas con cautela. En Mérida, Morelia buscaba noticias con angustia, hasta que finalmente pudo confirmar que el vuelo de regreso a su hogar partiría sin ella. Todas las gestiones realizadas para permitirle atravesar – aunque fuera caminando – el puente fronterizo y llegar a tiempo al aeropuerto, para tomar el avión de regreso a Miami, fueron infructuosas. Morelia perdió el vuelo y, entre horas de máxima preocupación, terminó endeudándose con una buena cantidad de dólares para poder finalmente tomar un vuelo a Miami saliendo de Barquisimeto con escala en Curazao, cuatro días después de lo previsto.
Magdalena salió del hospicio con las bendiciones de sus monjitas protectoras y se encontró con un gran alboroto en la entrada del puente. A pesar de que el cierre no había sido decretado, un par de Guardias Nacionales le impidieron el paso. Las horas transcurrieron en medio de una enorme confusión. Finalmente, en algún momento del día, se hizo efectiva la medida de cierre de las fronteras. Los embriones que Magdalena iba a recibir ese día y que pudieron haber crecido en su vientre convirtiéndola en madre, se perdieron para siempre. Ella no solo perdió una oportunidad única de realizar su maternidad, también una importante suma de dinero. Está en su casa de Mérida cumpliendo con un duelo al que no puede adjudicarle responsables, aunque los tenga clarísimos. Las cosas no están como para atreverse a volver a Cúcuta, ni siquiera cuando todo se normalice, si es que para ella algo vuelve a ser normal alguna vez.
Sarita estaba con su marido almorzando en un restaurante de Cúcuta cuando escucharon la noticia. Se llenaron de pánico: Alberto Enrique, por una de las primeras veces en su vida, estaba en San Antonio a cargo de una vecina cuyo hijo de la misma edad, mantiene la mejor amistad con su bebe de tres años. Pensando que se resolvería pronto, Sarita llamó a la vecina y esta le dio razones para mantener la calma; pero, empezaron a amontonarse las horas y el otro lado lucía cada vez más distante. El domingo, desesperada por rescatar a su hijo, Sarita tomo un avión desde Cúcuta hasta Bogotá, en Bogotá pagó carísimo un vuelo hasta Caracas y en Caracas, después de sufrir todo el maltrato que pudo soportar, logró pagar (bajo la mesa) una comisión, equivalente en bolívares al precio del boleto, para volar hasta Mérida. Allí, contrató un taxi casi tan caro como el boleto Bogotá Caracas, para llegar a San Antonio del Táchira. Después de 26 horas de haber salido de Cúcuta, Sarita pudo volver a darle un tetero a su bebé. Mientras tanto, Alberto está cerrando la negociación para alquilar una casita en el lado más lejano de la frontera con Venezuela del Norte de Santander y Sarita está pensando en volver a hacer el largo recorrido de regreso a Colombia. Ambos tienen muy claro que para ellos se acabó Venezuela.
Estas tres historias, auténticas, las conocí durante el fin de semana que lleva el conflicto Colombo Venezolano, de cuyas causas se ha hablado hasta la saciedad. Supongo que, las que no he sabido, se cuentan por miles. Como las que pueden contar los mil doce colombianos deportados de Venezuela en las últimas horas. Cómo las que pueden contar los cientos de venezolanos atrapados en una frontera que (siempre tuvo sus bemoles, es verdad) pero, cubría de soluciones LEGALES, la vida - y el fracaso de otros - mucho más allá del pedacito de tierra y desconsuelo que nosotros, los gochos de bien, conocemos como San Antonio del Táchira. Mucho, muchísimo más.
Magdalena tiene años tratando de tener un hijo. Ninguna de las “formas tradicionales” le ha dado resultado. Pensando que su reloj biológico está a punto de impedir el éxito de su empeño, hace algún tiempo que Magdalena acudió a la fertilización asistida. Empezó por pesados viajes a Caracas, estresantes por sus tribulaciones para conseguir un boleto aéreo cada vez que le tocaba y por sus paranoias – muy gochas – a la hora de moverse en una ciudad hostil, considerada una de las diez más peligrosas del mundo. Además, los tratamientos resultaban cada vez más caros y más complicados. Hacerse una simple prueba de sangre, exigía rondar varios laboratorios en busca de aquel que pudiera ofrecerle todos los resultados en un solo reporte. La última vez que se sometió al “asunto” (como gusta llamarlo) fue asaltada un par de veces y su especialista le advirtió que empezaban a mermar las condiciones para seguir intentándolo, debido a carencias de muchos tipos. Magdalena regresó a Mérida muy desalentada, hasta que se enteró de un médico milagroso ubicado en Cúcuta. Allá se fue, la primera vez manejando su propio automóvil, sorteando las dificultades para surtirse de gasolina y con el corazón llenecito de fe. El médico aceptó convertirla en su paciente y (para hacer el cuento corto) desde hace unos 8 meses los viajes entre Cúcuta y Mérida son cada vez más frecuentes para la esperanzada futura madre. La semana pasada, Magdalena cumplió un nuevo ciclo de preparación, cuyos resultados eran más prometedores que de costumbre. El miércoles, su doctor la mando a “rezarle a los santos” y prepararse para el implante de los embriones. Fijaron cita para el viernes a media mañana y Magdalena, feliz, se fue a Ureña a casa de unas piadosas monjitas a descansar y preparase para el gran día.
El viernes, las cosas en la frontera se pusieron, literalmente, color de hormiga; todos sabemos – o creemos saber – porque; ante el peligro de una asonada – inminente - muchos habitantes de la frontera empezaron a medir las horas con cautela. En Mérida, Morelia buscaba noticias con angustia, hasta que finalmente pudo confirmar que el vuelo de regreso a su hogar partiría sin ella. Todas las gestiones realizadas para permitirle atravesar – aunque fuera caminando – el puente fronterizo y llegar a tiempo al aeropuerto, para tomar el avión de regreso a Miami, fueron infructuosas. Morelia perdió el vuelo y, entre horas de máxima preocupación, terminó endeudándose con una buena cantidad de dólares para poder finalmente tomar un vuelo a Miami saliendo de Barquisimeto con escala en Curazao, cuatro días después de lo previsto.
Magdalena salió del hospicio con las bendiciones de sus monjitas protectoras y se encontró con un gran alboroto en la entrada del puente. A pesar de que el cierre no había sido decretado, un par de Guardias Nacionales le impidieron el paso. Las horas transcurrieron en medio de una enorme confusión. Finalmente, en algún momento del día, se hizo efectiva la medida de cierre de las fronteras. Los embriones que Magdalena iba a recibir ese día y que pudieron haber crecido en su vientre convirtiéndola en madre, se perdieron para siempre. Ella no solo perdió una oportunidad única de realizar su maternidad, también una importante suma de dinero. Está en su casa de Mérida cumpliendo con un duelo al que no puede adjudicarle responsables, aunque los tenga clarísimos. Las cosas no están como para atreverse a volver a Cúcuta, ni siquiera cuando todo se normalice, si es que para ella algo vuelve a ser normal alguna vez.
Sarita estaba con su marido almorzando en un restaurante de Cúcuta cuando escucharon la noticia. Se llenaron de pánico: Alberto Enrique, por una de las primeras veces en su vida, estaba en San Antonio a cargo de una vecina cuyo hijo de la misma edad, mantiene la mejor amistad con su bebe de tres años. Pensando que se resolvería pronto, Sarita llamó a la vecina y esta le dio razones para mantener la calma; pero, empezaron a amontonarse las horas y el otro lado lucía cada vez más distante. El domingo, desesperada por rescatar a su hijo, Sarita tomo un avión desde Cúcuta hasta Bogotá, en Bogotá pagó carísimo un vuelo hasta Caracas y en Caracas, después de sufrir todo el maltrato que pudo soportar, logró pagar (bajo la mesa) una comisión, equivalente en bolívares al precio del boleto, para volar hasta Mérida. Allí, contrató un taxi casi tan caro como el boleto Bogotá Caracas, para llegar a San Antonio del Táchira. Después de 26 horas de haber salido de Cúcuta, Sarita pudo volver a darle un tetero a su bebé. Mientras tanto, Alberto está cerrando la negociación para alquilar una casita en el lado más lejano de la frontera con Venezuela del Norte de Santander y Sarita está pensando en volver a hacer el largo recorrido de regreso a Colombia. Ambos tienen muy claro que para ellos se acabó Venezuela.
Estas tres historias, auténticas, las conocí durante el fin de semana que lleva el conflicto Colombo Venezolano, de cuyas causas se ha hablado hasta la saciedad. Supongo que, las que no he sabido, se cuentan por miles. Como las que pueden contar los mil doce colombianos deportados de Venezuela en las últimas horas. Cómo las que pueden contar los cientos de venezolanos atrapados en una frontera que (siempre tuvo sus bemoles, es verdad) pero, cubría de soluciones LEGALES, la vida - y el fracaso de otros - mucho más allá del pedacito de tierra y desconsuelo que nosotros, los gochos de bien, conocemos como San Antonio del Táchira. Mucho, muchísimo más.
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