In my village in Zimbabwe, surrounded by wildlife conservation areas, no
lion has ever been beloved, or granted an affectionate nickname. They are
objects of terror.
Goodwell Nzou (Zimbabwe) is a doctoral student in molecular and cellular
biosciences at Wake Forest University.
Mi casa de Houston estaba ubicada en un tranquilo – césped
manicureado – conjunto residencial cerrado, compuesto por unos 40 townhomes en
los que habitaban, principalmente, parejas jóvenes empezando su andadura por la
vida. Aunque nunca los conocí íntimamente (cercanamente o de ninguna forma,
tampoco) mis vecinos eran la más variada representación de eso que se llama la
clase media norteamericana: un par de buenos automóviles en sus garajes, una
decente hipoteca en sus bancos, una casa tranquilita y bien montada, uno o dos
niños en edad casi escolar (rubiecitos y lindos como salidos de aquella canción
de Rubén Blades) y una señora mexicana que llegaba en las mañanas a ocuparse de
mantener la mesa en su santo lugar, y se iba en la tardecita con la
satisfacción en el rostro de algunos pesos en el bolsillo. Sus vidas, la de mis
vecinos, transcurrían plácidamente puertas adentro, en una ciudad demasiado
caliente para que sea de otro modo y, si acaso, un leve ladrido de mascotas
bien entrenadas era todo lo que interrumpía ese idílico paraíso en el que
estaban prohibidas un montón de actividades perturbadoras de la paz vecinal.
Mi hora de comenzar el día solía ser un poco más tarde que el resto de la humanidad, por lo que paseaba las calles de mi urbanización, la mayoría de las veces, un rato después que los abnegados madres y padres del barrio lo hacían. Día tras día, mi primera impresión de las mañanas, me la daba un grupo parlanchín y simpático de Lupitas caminando bajo ese solazo inclemente de Houston al mando de cochecitos infantiles – último modelo – en el que retozaban fascinados los rubiecitos que les dejaban a cargo. Formaban un grupo muy divertido que hablaban un delicioso spanglish y saludaban con alborozo el paso de mi automóvil. A mi regreso, casi siempre cerca de las 6 o 7 de la tarde, ese panorama de Lupitas, se transformaba en Kathleens and Marys, aun trajeadas de oficina (no hay nada más feo que un taller del rack de remates de Saks Fifth Avenue combinado con sneakers, por cierto) corriendo con idéntico alborozo tras TODO el muestrario de la existencia canina de este mundo, a los que limpiaban sus desperdicios, enseñaban lo poco que puede enseñárseles y carantoñeaban con alegrías dignas de mejor causa. Los rubiecitos divinos, perfectamente alimentados y atendidos por Lupita y sus tamales, nunca formaban parte de ese panorama. Seguramente ya habían recibido su dosis de amor maternal y estaban adentro (como debe ser) lo que pasa es que poquísimas veces los vi en otras manos que no fueran las de su Lupita de turno.
Un día, mi vecindario se estremeció por una tragedia pavorosa. Una de las Lupitas, una que yo había comenzado a “cortejar” para que me incluyera en su lista de compradores de tamales de elote (los hacia exquisitos) dejó la puerta de servicio abierta, permitiendo el escape a toda carrera de Cookie, una Pomerania espantosamente escandalosa que vivía en mi lado de la calle. La desgracia hizo que Cookie se tropezara de frente con un automovilista foráneo que pasaba por el camino y resultara tan mal herida, que fue necesario ponerla a dormir. Creo que esa fue la única vez que vi a mis vecinos congregarse en las áreas comunes del complejo residencial. Su objetivo: responsabilizar a Lupita (me permito aclarar que no es un nombre ficticio, Lupita se llama Lupita) de la absurda muerte de Cookie. Desde mi porche los vi increparla, amenazarla e incluso llegué a escuchar a una china insoportable que vivía a mi lado, sugerir que llamaran a “la migra” para dar cabida al consabido argumento de que seguramente Lupita era ilegal. La muerte accidental de Cookie, dio al traste - a gritos comunitarios - con el trabajo, las referencias y la esperanza de futuro mejor de la mujer mexicana que daba la vida por el niño parido por la “mamá” de Cookie.
Han pasado algunos años de ese día que no he podido olvidar. He vivido incidentes parecidos ante los que levanto una ceja tolerante; hasta que al Doctor Walter Palmer, se le ocurre, en ejercicio legitimo de su derecho a tener mucha plata bien ganada, gastarse 50 mil dólares en irse de cacería a Zimbabwe y tropezarse, para su desgracia, con un león (posiblemente) protegido por la Universidad de Oxford al que le metió un par de plomazos para después posar orgulloso frente a su trofeo de caza (igualito como William Phelps posa junto a sus medallas de natación) Pobrecito imbécil, ese gesto egocéntrico de macho rico, le costó su vida. Si en este momento hay un hombre odiado en Norteamérica, ninguno lo es más que Dr. Palmer. Ninguno, y eso que imbéciles los hay de todo tipo y alguno podría incluso sentarse a imbecilizar la misma silla que cubrió de gloria a Abraham Lincoln. La foto de Dr. Palmer al lado del león, le ha dado la vuelta al mundo varias veces disparando tales arranques de odio, que el pobre hombre ha tenido que cerrar su consulta odontológica y desaparecer de la vista pública. Supongo que en este momento, ser hijo o hermano de Walter Palmer es la peor cosa que puede sucederle a norteamericano alguno.
Entre tanto, en Zimbabwe, el 39% de los niños que tienen la suerte de nacer sanos mueren porque no tienen alimento que llevarse a la boca. En Zimbabwe, con frecuencia, un adolescente que logra sobrevivir a su hambruna, muere convertido en alimento de leones. En Zimbabwe, un ciudadano normal vive con menos de 150 dólares al mes. En Zimbabwe un dictador horroroso llamado Robert Mugabe, amasa una fortuna personal que sobrepasa los 150 millones de dólares y ejerce la más sangrienta represión que se conozca, mientras celebra - asando elefantes bebé – banquetes a todo trapo para cantarse las mañanitas. En Zimbabwe, como bien lo escribe Goodwell Nzou en el New YorkTimes, la vida es extraordinariamente difícil y un león es objeto de terror.
Eso no quiere decir que haya que exterminarlos todos, como seguramente algún destemplado pensará que estoy sugiriendo, tampoco quiere decir que haya que darle rueda libre a los placeres mediáticos de los millonarios cazadores norteamericanos (o de cualquier nacionalidad) que pagan cifras astronómicas por dispararle tanto a leones como a jirafas y/o pequeños animales herbívoros. No. Después de todo, cazar es un acto violento que no tiene mayor recompensa que el ego inflamado del que dispara; pero, ni tanto que quemen el santo, ni tanto que no lo alumbren. Si van a arruinarle la vida a Walter Palmer por haber matado un león cuyo estrellato existía solo en la vida de un puñado de norteamericanos desocupados, hagan el mismo escándalo para ver si ponemos un freno, entre todos, al hambre terrible que padecen los niños de Zimbabwe y de una buena parte de África.
Yo se que una vida es una vida y vale mucho. Pero la de Goodwell Nzou, por ejemplo, un estudiante Zimbabwense de doctorado en la Universidad de Wake Forest, que perdió su pierna por la mordedura de una serpiente cuando era pobre y jovencito en su villa natal africana, (una serpiente, reino animal, como Cecil) quizá sea un poquito más vida que la de una manada de leones africanos y de eso, nadie ha dicho nada. Perdon, sí: Jimmy Kimmel (hablando de imbéciles) pidió en su show de TV que se haga una donación al Wildlife Conservation Research Unit de la Universidad de Oxford, en Norteamérica for God´s sake!!
Lamentamos mucho la muerte de Cecil, está bien lo entiendo; pero me hubiera gustado más que cada tweet incendiario pidiendo la cabeza de Dr. Palmer estuviese acompañado de mil, pidiendo la de Mugabe y que, los niños de Zimbabwe, victimas de horrores mucho más graves que un cazador furtivo, recibieran la misma atención que el dentista; pero, ni modo, ellos no tienen la “suerte” de mis preciosos rubiecitos de Houston y sus amadas Lupitas, ni mamás que se ven divinas recogiendo la caca de sus perros en los jardines de sus casas clase media…
Mi hora de comenzar el día solía ser un poco más tarde que el resto de la humanidad, por lo que paseaba las calles de mi urbanización, la mayoría de las veces, un rato después que los abnegados madres y padres del barrio lo hacían. Día tras día, mi primera impresión de las mañanas, me la daba un grupo parlanchín y simpático de Lupitas caminando bajo ese solazo inclemente de Houston al mando de cochecitos infantiles – último modelo – en el que retozaban fascinados los rubiecitos que les dejaban a cargo. Formaban un grupo muy divertido que hablaban un delicioso spanglish y saludaban con alborozo el paso de mi automóvil. A mi regreso, casi siempre cerca de las 6 o 7 de la tarde, ese panorama de Lupitas, se transformaba en Kathleens and Marys, aun trajeadas de oficina (no hay nada más feo que un taller del rack de remates de Saks Fifth Avenue combinado con sneakers, por cierto) corriendo con idéntico alborozo tras TODO el muestrario de la existencia canina de este mundo, a los que limpiaban sus desperdicios, enseñaban lo poco que puede enseñárseles y carantoñeaban con alegrías dignas de mejor causa. Los rubiecitos divinos, perfectamente alimentados y atendidos por Lupita y sus tamales, nunca formaban parte de ese panorama. Seguramente ya habían recibido su dosis de amor maternal y estaban adentro (como debe ser) lo que pasa es que poquísimas veces los vi en otras manos que no fueran las de su Lupita de turno.
Un día, mi vecindario se estremeció por una tragedia pavorosa. Una de las Lupitas, una que yo había comenzado a “cortejar” para que me incluyera en su lista de compradores de tamales de elote (los hacia exquisitos) dejó la puerta de servicio abierta, permitiendo el escape a toda carrera de Cookie, una Pomerania espantosamente escandalosa que vivía en mi lado de la calle. La desgracia hizo que Cookie se tropezara de frente con un automovilista foráneo que pasaba por el camino y resultara tan mal herida, que fue necesario ponerla a dormir. Creo que esa fue la única vez que vi a mis vecinos congregarse en las áreas comunes del complejo residencial. Su objetivo: responsabilizar a Lupita (me permito aclarar que no es un nombre ficticio, Lupita se llama Lupita) de la absurda muerte de Cookie. Desde mi porche los vi increparla, amenazarla e incluso llegué a escuchar a una china insoportable que vivía a mi lado, sugerir que llamaran a “la migra” para dar cabida al consabido argumento de que seguramente Lupita era ilegal. La muerte accidental de Cookie, dio al traste - a gritos comunitarios - con el trabajo, las referencias y la esperanza de futuro mejor de la mujer mexicana que daba la vida por el niño parido por la “mamá” de Cookie.
Han pasado algunos años de ese día que no he podido olvidar. He vivido incidentes parecidos ante los que levanto una ceja tolerante; hasta que al Doctor Walter Palmer, se le ocurre, en ejercicio legitimo de su derecho a tener mucha plata bien ganada, gastarse 50 mil dólares en irse de cacería a Zimbabwe y tropezarse, para su desgracia, con un león (posiblemente) protegido por la Universidad de Oxford al que le metió un par de plomazos para después posar orgulloso frente a su trofeo de caza (igualito como William Phelps posa junto a sus medallas de natación) Pobrecito imbécil, ese gesto egocéntrico de macho rico, le costó su vida. Si en este momento hay un hombre odiado en Norteamérica, ninguno lo es más que Dr. Palmer. Ninguno, y eso que imbéciles los hay de todo tipo y alguno podría incluso sentarse a imbecilizar la misma silla que cubrió de gloria a Abraham Lincoln. La foto de Dr. Palmer al lado del león, le ha dado la vuelta al mundo varias veces disparando tales arranques de odio, que el pobre hombre ha tenido que cerrar su consulta odontológica y desaparecer de la vista pública. Supongo que en este momento, ser hijo o hermano de Walter Palmer es la peor cosa que puede sucederle a norteamericano alguno.
Entre tanto, en Zimbabwe, el 39% de los niños que tienen la suerte de nacer sanos mueren porque no tienen alimento que llevarse a la boca. En Zimbabwe, con frecuencia, un adolescente que logra sobrevivir a su hambruna, muere convertido en alimento de leones. En Zimbabwe, un ciudadano normal vive con menos de 150 dólares al mes. En Zimbabwe un dictador horroroso llamado Robert Mugabe, amasa una fortuna personal que sobrepasa los 150 millones de dólares y ejerce la más sangrienta represión que se conozca, mientras celebra - asando elefantes bebé – banquetes a todo trapo para cantarse las mañanitas. En Zimbabwe, como bien lo escribe Goodwell Nzou en el New YorkTimes, la vida es extraordinariamente difícil y un león es objeto de terror.
Eso no quiere decir que haya que exterminarlos todos, como seguramente algún destemplado pensará que estoy sugiriendo, tampoco quiere decir que haya que darle rueda libre a los placeres mediáticos de los millonarios cazadores norteamericanos (o de cualquier nacionalidad) que pagan cifras astronómicas por dispararle tanto a leones como a jirafas y/o pequeños animales herbívoros. No. Después de todo, cazar es un acto violento que no tiene mayor recompensa que el ego inflamado del que dispara; pero, ni tanto que quemen el santo, ni tanto que no lo alumbren. Si van a arruinarle la vida a Walter Palmer por haber matado un león cuyo estrellato existía solo en la vida de un puñado de norteamericanos desocupados, hagan el mismo escándalo para ver si ponemos un freno, entre todos, al hambre terrible que padecen los niños de Zimbabwe y de una buena parte de África.
Yo se que una vida es una vida y vale mucho. Pero la de Goodwell Nzou, por ejemplo, un estudiante Zimbabwense de doctorado en la Universidad de Wake Forest, que perdió su pierna por la mordedura de una serpiente cuando era pobre y jovencito en su villa natal africana, (una serpiente, reino animal, como Cecil) quizá sea un poquito más vida que la de una manada de leones africanos y de eso, nadie ha dicho nada. Perdon, sí: Jimmy Kimmel (hablando de imbéciles) pidió en su show de TV que se haga una donación al Wildlife Conservation Research Unit de la Universidad de Oxford, en Norteamérica for God´s sake!!
Lamentamos mucho la muerte de Cecil, está bien lo entiendo; pero me hubiera gustado más que cada tweet incendiario pidiendo la cabeza de Dr. Palmer estuviese acompañado de mil, pidiendo la de Mugabe y que, los niños de Zimbabwe, victimas de horrores mucho más graves que un cazador furtivo, recibieran la misma atención que el dentista; pero, ni modo, ellos no tienen la “suerte” de mis preciosos rubiecitos de Houston y sus amadas Lupitas, ni mamás que se ven divinas recogiendo la caca de sus perros en los jardines de sus casas clase media…
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