Su salud, deteriorada por la insidia de la enfermedad que se
ceba en la vejez, había empezado a presagiar el final. Sabíamos, porque todos
cargamos con la desafortunada experiencia de la despedida, que al último
suspiro no le faltaba demasiado tiempo para materializarse. Aun así, la
familia, con sus hijos a la cabeza, echaba por tierra el mito de la preparación. Es mentira, nadie se
prepara para dejar de ver a su madre para siempre. Por eso, la lucha contra la
enfermedad no conoce cansancios. Somos así y probablemente estemos equivocados,
está inscrito en nuestro ADN: No nos dejamos arrebatar los nuestros, sin
plantarle cara al infortunio con intención de doblarle la mano, cuando el
infortunio nos lo permite.
Antes de la enfermedad, Tía Josefa era una mujer de muchos
quilates. Divertida, ocurrente, empeñada. Adeca, como muy pocas; católica
inquebrantable, buenamoza y entrañable amiga. De las de antes. Tía Josefa, por
encima del estrecho vinculo consanguíneo que la unía a mi madre, fue su amiga
incondicional. Su compañera de muchas penas y su pana de miles de alegrías. La
casa de Tía Josefa era la casa de nuestras Nocheviejas y era, también, la casa
de muchas tardes de domingo conversado, de muchas celebraciones improvisadas y
de muchas Paraduras de Niño. Tía Josefa tenía manos prodigiosas, ojos
expresivos, buen gusto y una risa grande que resonaba sus pasos. Tenía,
asimismo, el genio atravesado de las mujeres de mi familia; pero, lo exhibía
poco. Prefería reír nuestros cuentos y escuchar alborozada los chistes de mi
madre.
Después, fue vejez y desazones y, aunque poco vivimos sus pesares, los de afuera sabíamos de ellos pues encontrábamos mecanismos para no forzarnos a romper el pudor con que las mujeres andinas protegen las miserias de la mala hora. También, y como no, porque para muchos de nosotros, se trataba de revivir un dolor de los que no se repiten. Sin estarlo, estuvimos cerca en una periferia amorosa, hasta que llegó el momento de su destino en esta Venezuela que golpea y fustiga a su gente de bien. En este país desalmado de humillaciones.
La Tía se puso mala, muy mala, en algún momento de la noche del miércoles pasado. Incapaz de identificar por sí misma la índole de sus dolencias, mi tía recibió una primera evaluación médica cuyos resultados fueron muy preocupantes. Sus hijos, entonces, decidieron lo que cualquier persona normal decide ante ese trance: llevarla a una clínica. Nadie pensó en lo mucho que eso tiene de viacrucis. Contratada la ambulancia y preparado el auxilio médico, Josefa fue trasladada a la clínica de siempre, la que escogemos los merideños por simple descarte. Allí se dictaminó que, sin más demora, la enferma requería terapia intensiva, una facilidad que, aunque existente, se encontraba impedida de recibirla. Fue entonces transferida a otra clínica y de esa a otra, y de esa, también, a otra. No era un problema de dinero. Era un problema de carencias, de camas llenas, de medicinas que no nos despacharon, de insumos que se terminaron hace semanas. Era un problema de esto-que-nos-está-pasando.
Pasadas las horas - y sin solución en el horizonte - a una de mis primas le recomendaron acudir al hospital público, debido básicamente a que allí se cuenta con una unidad de cuidados intensivos que ha sido reinaugurada varias veces, con gran fanfarria. Allá llegaron, con su madre moribunda, mis primos. Allá fueron recibidos por el país en emergencia y una funcionaria en plan de proteger el legado.
A mi tía no pasaron de darle engañifas de vida y un peloteo hospitalario que reconocía la urgencia de cuidados intensivos; pero, no terminaba de proceder en consecuencia. Es probable que esos minutos perdidos en burocracia (¿o fueron horas?) hayan sido determinantes. No lo sé. Lo cierto es que en algún momento de la madrugada la funcionaria de bata blanca, seguramente egresada de alguna universidad venezolana, informó a los hijos de mi tía - aquí entre nos - que el ingreso a la Unidad de Cuidados Intensivos sería mucho más expedito si mediaba "una palanca chavista". Si, así, tal cual.
Nadie de la familia podía parir en ese momento (y quizás tampoco más tarde) una palanca del color que la funcionaria de bata blanca exigía. Mi tía, en un pasillo adyacente a la UCI, languidecía mientras se intentaban diligencias vanas.
Casi al amanecer y sin que un poquito de pudor acompañara su tránsito, en ese pasillo en el que habían ido a parar sus huesos, Tía Josefa murió.
Puedo jurar, entonces, que el llanto inconsolable que acompañó a mis primos en las horas siguientes, sin duda, tuvo tanto que ver con el dolor de la perdida como con verificar, con hechos, cuanto nos odian aquellos que están puestos allí para cuidarnos.
Después, fue vejez y desazones y, aunque poco vivimos sus pesares, los de afuera sabíamos de ellos pues encontrábamos mecanismos para no forzarnos a romper el pudor con que las mujeres andinas protegen las miserias de la mala hora. También, y como no, porque para muchos de nosotros, se trataba de revivir un dolor de los que no se repiten. Sin estarlo, estuvimos cerca en una periferia amorosa, hasta que llegó el momento de su destino en esta Venezuela que golpea y fustiga a su gente de bien. En este país desalmado de humillaciones.
La Tía se puso mala, muy mala, en algún momento de la noche del miércoles pasado. Incapaz de identificar por sí misma la índole de sus dolencias, mi tía recibió una primera evaluación médica cuyos resultados fueron muy preocupantes. Sus hijos, entonces, decidieron lo que cualquier persona normal decide ante ese trance: llevarla a una clínica. Nadie pensó en lo mucho que eso tiene de viacrucis. Contratada la ambulancia y preparado el auxilio médico, Josefa fue trasladada a la clínica de siempre, la que escogemos los merideños por simple descarte. Allí se dictaminó que, sin más demora, la enferma requería terapia intensiva, una facilidad que, aunque existente, se encontraba impedida de recibirla. Fue entonces transferida a otra clínica y de esa a otra, y de esa, también, a otra. No era un problema de dinero. Era un problema de carencias, de camas llenas, de medicinas que no nos despacharon, de insumos que se terminaron hace semanas. Era un problema de esto-que-nos-está-pasando.
Pasadas las horas - y sin solución en el horizonte - a una de mis primas le recomendaron acudir al hospital público, debido básicamente a que allí se cuenta con una unidad de cuidados intensivos que ha sido reinaugurada varias veces, con gran fanfarria. Allá llegaron, con su madre moribunda, mis primos. Allá fueron recibidos por el país en emergencia y una funcionaria en plan de proteger el legado.
A mi tía no pasaron de darle engañifas de vida y un peloteo hospitalario que reconocía la urgencia de cuidados intensivos; pero, no terminaba de proceder en consecuencia. Es probable que esos minutos perdidos en burocracia (¿o fueron horas?) hayan sido determinantes. No lo sé. Lo cierto es que en algún momento de la madrugada la funcionaria de bata blanca, seguramente egresada de alguna universidad venezolana, informó a los hijos de mi tía - aquí entre nos - que el ingreso a la Unidad de Cuidados Intensivos sería mucho más expedito si mediaba "una palanca chavista". Si, así, tal cual.
Nadie de la familia podía parir en ese momento (y quizás tampoco más tarde) una palanca del color que la funcionaria de bata blanca exigía. Mi tía, en un pasillo adyacente a la UCI, languidecía mientras se intentaban diligencias vanas.
Casi al amanecer y sin que un poquito de pudor acompañara su tránsito, en ese pasillo en el que habían ido a parar sus huesos, Tía Josefa murió.
Puedo jurar, entonces, que el llanto inconsolable que acompañó a mis primos en las horas siguientes, sin duda, tuvo tanto que ver con el dolor de la perdida como con verificar, con hechos, cuanto nos odian aquellos que están puestos allí para cuidarnos.
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