Hacia frío. Por más que intentaba acostumbrarme al clima áspero
y complicado de esa ciudad fascinante, en realidad opinaba que el cuento de las
cuatro estaciones de New York era mentira. Yo sentía un frio muy intenso todo
el tiempo, que se suavizaba un poco en algunas semanas del año, y un horrible
calor, muy húmedo, durante pocos días alrededor de Agosto, en los que la ciudad
se quedaba vacía de amigos y el parque se llenaba de gente rara y operas.
Para redondear mis gastos, compartía mi beca de Repertorio Español con algunas horas de mesero en un lugar divertidísimo del Village, un restaurante más o menos brasilero, famoso por su noches de reggae y samba y su comida más o menos caribeña, todo un hallazgo para la clase media alta de un Manhattan que intentaba poner de moda lo latino sin conseguirlo de un todo. Se llamaba Sounds of Brazil, aunque, of course, todo el mundo lo conocía como SOB.
Una amiga me consiguió unas horas como bus-boy y yo, rápidamente, me ocupé del resto. Pasé una corta temporada en la barra aprendiendo a preparar tragos, pero me despacharon al romper la segunda botella de tequila (nunca supe por que las margaritas habían destronado las caipirinhas más apropiadas al gentilicio del sitio) y, gracias a mis buenos modales gochos, comparables a los del Butler de la Reina de Inglaterra, fui asignado a la zona VIP del restaurante. Atendíamos artistas relativamente desconocidos que actuaban en el bar y, algunas veces, gente realmente VIP que se mezclaba con el lumpen latino para pasar un buen rato.
Una noche tuve la emoción irrepetible de servirle agua con gas a Celia Cruz despues de una breve actuación (no existían las selfies, si no imagínense) y otra, con toda corrección, traje bandejas y bandejas de batata dulce frita a una mesa en la que estaba sentado el mismísimo Tito Puentes, disminuido y envejecido meses antes de la operación horrible que le costó la vida. En seis meses de permanencia en el lugar, lo mas VIP que había visto llegar a esa especie de reservado privadísimo del cual yo tenia llaves y dominio absoluto, era a la bellísima IMAN del brazo de David Bowie (juro por Dios que no sabía cómo hacer para quitarle a ambos la mirada de encima) hasta la noche perfecta en que llegó La Minelli con un combo de cuatro o cinco caballeros tan antipáticos y amanerados como solo pueden serlo las locas high de Manhattan (Con mi perdón por el termino)
Para redondear mis gastos, compartía mi beca de Repertorio Español con algunas horas de mesero en un lugar divertidísimo del Village, un restaurante más o menos brasilero, famoso por su noches de reggae y samba y su comida más o menos caribeña, todo un hallazgo para la clase media alta de un Manhattan que intentaba poner de moda lo latino sin conseguirlo de un todo. Se llamaba Sounds of Brazil, aunque, of course, todo el mundo lo conocía como SOB.
Una amiga me consiguió unas horas como bus-boy y yo, rápidamente, me ocupé del resto. Pasé una corta temporada en la barra aprendiendo a preparar tragos, pero me despacharon al romper la segunda botella de tequila (nunca supe por que las margaritas habían destronado las caipirinhas más apropiadas al gentilicio del sitio) y, gracias a mis buenos modales gochos, comparables a los del Butler de la Reina de Inglaterra, fui asignado a la zona VIP del restaurante. Atendíamos artistas relativamente desconocidos que actuaban en el bar y, algunas veces, gente realmente VIP que se mezclaba con el lumpen latino para pasar un buen rato.
Una noche tuve la emoción irrepetible de servirle agua con gas a Celia Cruz despues de una breve actuación (no existían las selfies, si no imagínense) y otra, con toda corrección, traje bandejas y bandejas de batata dulce frita a una mesa en la que estaba sentado el mismísimo Tito Puentes, disminuido y envejecido meses antes de la operación horrible que le costó la vida. En seis meses de permanencia en el lugar, lo mas VIP que había visto llegar a esa especie de reservado privadísimo del cual yo tenia llaves y dominio absoluto, era a la bellísima IMAN del brazo de David Bowie (juro por Dios que no sabía cómo hacer para quitarle a ambos la mirada de encima) hasta la noche perfecta en que llegó La Minelli con un combo de cuatro o cinco caballeros tan antipáticos y amanerados como solo pueden serlo las locas high de Manhattan (Con mi perdón por el termino)
Ese día, poco antes de entrar a preparar mi salón VIP al que - TOC mediante - le dedicaba tanta atención
como podía hacerlo para una fiesta en mi casa, convirtiéndolo en un lugar envidiable dentro del barullo de un
restaurante que no destacaba por su belleza; entré en la tienda del pakistaní
de la esquina a comprarme un dulce con el que combatir el sweet teth que me producía el frio. Como siempre, allí estaba la torta de chocolate de apariencia
casera que me pareciá exactamente lo que quería comer. Compré una porción y
entré a mi trabajo comiendo; la torta era realmente deliciosa.
Han debido ser como las 11 de la noche cuando uno de los
segurosos del lugar, entró desaforado preguntando por mí. Salí a su encuentro,
con voz casi entrecortada por la emoción me decía que tenía que “parir” una
buena mesa para sentar a Miss Minelli. No entendí, pero, había adquirido la
costumbre de guardar una mesa los viernes y sábados en la noche en el salón VIP,
pues frecuentemente alguien con
suficiente dinero en su cuenta bancaria ponía en aprietos a Martina, la
bellísima morena martiniqueña que manejaba las noches de rumba del SOB,
exigiéndole una mesa de postín. Le respondí
que no había problemas, que trajera a Miss Minelli al reservado y aunque ese nombre, dicho de esa forma por un
brasilero buenmozo que tenia pésimo acento, me sonó a amiguita del jefe, estaba
comprometido a atender a quien fuera con la misma excelencia que lo había hecho
con Celia Cruz (el rasero con el que mido la idolatría)
Unos minutos mas tarde, segundos tal vez, la tuve en frente: Era la misma Ms. Bowles de Cabaret. Liza, el último de los íconos de la noche neoyorquina, sobreviviente de mil guerras, amiga de Andy Warhol, adicta, problemática gran actriz premiada con un Oscar, hija de Judy Garland y Vincent Minelli. My particular end of the rainbow: Liza Minelli.
La mujer que en ese momento llenaba las noches del Radio City Music Hall con un espectáculo maravilloso al que había ido un par de veces juntando las exiguas propinas de mis pichirres clientes VIP saludo con corrección y voz ronca a todos. Disimulando como pude los problemas de acento que se exacerbaban en cada ocasión en que tenía que parecer completamente asimilado, le pregunté que podía servirle y ella ¡me miró! con sus ojos inolvidables y solo atinó a soltar que se moría de hambre, literalmente, se moría de hambre y quería la mejor y mas grande hamburguesa brasilera que pudiera servirle; un plato que no figuraba en nuestro menú, ecléctico, pero no tanto. Volé a la cocina, le supliqué al cocinero de malas pulgas que se inventara algo para Liza (solo los gringos dicen lai-z-za) y regresé a su mesa con una botella de champagne que sus acompañantes habían pedido. Ella pidió “water, you know” (yes I knew…I knew your bouts with rehab) y yo entré en pánico, era indispensable que en esa cocina inventaran la mejor hamburguesa del mundo. Entré a la cocina cien veces en 10 minutos, hasta que el cocinero - mal encarado - me presentó una bandeja preciosa, con una hamburguesa de carne de cerdo, bañada en una salsa de frijoles rojos y acompañada de batatas dulces fritas y ensalada de rúgula con mango que, estaba tan sabrosa y era tan bella, que no le quedo otra alternativa que entrar a formar parte de nuestro ecléctico, pero no tanto, menú.
Unos minutos mas tarde, segundos tal vez, la tuve en frente: Era la misma Ms. Bowles de Cabaret. Liza, el último de los íconos de la noche neoyorquina, sobreviviente de mil guerras, amiga de Andy Warhol, adicta, problemática gran actriz premiada con un Oscar, hija de Judy Garland y Vincent Minelli. My particular end of the rainbow: Liza Minelli.
La mujer que en ese momento llenaba las noches del Radio City Music Hall con un espectáculo maravilloso al que había ido un par de veces juntando las exiguas propinas de mis pichirres clientes VIP saludo con corrección y voz ronca a todos. Disimulando como pude los problemas de acento que se exacerbaban en cada ocasión en que tenía que parecer completamente asimilado, le pregunté que podía servirle y ella ¡me miró! con sus ojos inolvidables y solo atinó a soltar que se moría de hambre, literalmente, se moría de hambre y quería la mejor y mas grande hamburguesa brasilera que pudiera servirle; un plato que no figuraba en nuestro menú, ecléctico, pero no tanto. Volé a la cocina, le supliqué al cocinero de malas pulgas que se inventara algo para Liza (solo los gringos dicen lai-z-za) y regresé a su mesa con una botella de champagne que sus acompañantes habían pedido. Ella pidió “water, you know” (yes I knew…I knew your bouts with rehab) y yo entré en pánico, era indispensable que en esa cocina inventaran la mejor hamburguesa del mundo. Entré a la cocina cien veces en 10 minutos, hasta que el cocinero - mal encarado - me presentó una bandeja preciosa, con una hamburguesa de carne de cerdo, bañada en una salsa de frijoles rojos y acompañada de batatas dulces fritas y ensalada de rúgula con mango que, estaba tan sabrosa y era tan bella, que no le quedo otra alternativa que entrar a formar parte de nuestro ecléctico, pero no tanto, menú.
Liza disfrutó la hamburguesa con deleite. Podía verlo desde
mi esquina mientras moría de taquicardias frenando mi deseo de pedirle mil autógrafos
y hacerme doscientas fotografías (cosa que teníamos terminantemente prohibida)
en un momento, casi al final de la cena, ella levantó su cara y sus ojos,
maravillosos, muy maquillados, se
encontraron con los míos por segunda vez. Acudí a su llamado en microsegundos,
para que ella entre bocado y bocado, con la boca llena y fascinada, me pidiera
servirle un buen pedazo de torta de chocolate. El único postre tradicional que
nunca había estado en el menú del SOB. Atormentado por la idea de no poder complacerla,
fui a la cocina a decir que Liza quería comerse una torta de chocolate, a lo
que el cocinero respondió diciendo que no había, que le ofreciera otra cosa.
En ese momento tuve una epifanía. Sin ponerme un abrigo ni quitarme el delantal con que servíamos las mesas, abrí de un manotazo la puerta de atrás y pegué una carrera hasta la tienda del pakistaní abierta 24 horas. Lustrosa, sobre el mostrador, la última porción de su torta de chocolate estaba en la bandeja. La serví yo mismo en un envase para llevar, arrojándole a Pavel un billete de diez dólares. Regresé al restaurante, tome un plato de postre, coloque la porción de torta y con la poca gracia que me permitieron mis nervios, decoré con sirope de chocolate y algunas fresas frescas el plato. Llegué a la mesa de la Minelli en el momento justo en que un compañero retiraba el plato vacío de la hamburguesa. Con suficiente aprehensión, presenté el postre, al que ella de un zarpazo arrancó un pedazo con la cuchara. Su cara de satisfacción fue el paraíso. Comió hasta el último bocado de la torta sin dejar que ninguno de sus acompañantes la probara. Regresé a mi esquina a mirar la noche. Un par de horas después de bailar, tomarse fotografías, firmar autógrafos y provocar un verdadero revolú en el restaurant, la Minelli mando a llamarme (Yo había pasado la noche llenando su copa de agua desde una botella de San Pelegrino que mantenía fría a mi lado) Me entregó un billete de 100 dólares, me dio la mano diciéndome Thank you, darling y me pidió que la escoltara hasta la salida.
En la puerta, Martina le ayudo a poner su abrigo; en ese momento, Liza le dijo que lo mejor de la noche había sido la torta de chocolate. Martina abrió los ojos sorprendida y me miró, estuvo a punto de desmentir a Liza diciendo que nosotros no vendíamos nada que contuviera chocolate. Con un gesto le hice saber que le explicaría luego.
En ese momento tuve una epifanía. Sin ponerme un abrigo ni quitarme el delantal con que servíamos las mesas, abrí de un manotazo la puerta de atrás y pegué una carrera hasta la tienda del pakistaní abierta 24 horas. Lustrosa, sobre el mostrador, la última porción de su torta de chocolate estaba en la bandeja. La serví yo mismo en un envase para llevar, arrojándole a Pavel un billete de diez dólares. Regresé al restaurante, tome un plato de postre, coloque la porción de torta y con la poca gracia que me permitieron mis nervios, decoré con sirope de chocolate y algunas fresas frescas el plato. Llegué a la mesa de la Minelli en el momento justo en que un compañero retiraba el plato vacío de la hamburguesa. Con suficiente aprehensión, presenté el postre, al que ella de un zarpazo arrancó un pedazo con la cuchara. Su cara de satisfacción fue el paraíso. Comió hasta el último bocado de la torta sin dejar que ninguno de sus acompañantes la probara. Regresé a mi esquina a mirar la noche. Un par de horas después de bailar, tomarse fotografías, firmar autógrafos y provocar un verdadero revolú en el restaurant, la Minelli mando a llamarme (Yo había pasado la noche llenando su copa de agua desde una botella de San Pelegrino que mantenía fría a mi lado) Me entregó un billete de 100 dólares, me dio la mano diciéndome Thank you, darling y me pidió que la escoltara hasta la salida.
En la puerta, Martina le ayudo a poner su abrigo; en ese momento, Liza le dijo que lo mejor de la noche había sido la torta de chocolate. Martina abrió los ojos sorprendida y me miró, estuvo a punto de desmentir a Liza diciendo que nosotros no vendíamos nada que contuviera chocolate. Con un gesto le hice saber que le explicaría luego.
Liza Minelli salió del SOB satisfecha. Mi pana pakistaní,
desde ese día, se vio obligado a vendernos una torta de chocolate entera cada
dos noches (que se convirtió en el postre insignia del SOB) y yo fui promovido
a dueño y señor de los clientes VIP del restaurante con un aumento del 5% de mi sueldo. La emoción de esa noche no
se me borró de la mente nunca más, y si,
verdaderamente, me costó mucho trabajo lavar de mi mano el aroma de las manos
perfumadas y suaves de esa gran mujer que acaba de cumplir 70 años.
Ojala y haya tenido alguien cerca que le haya regalado una
torta de chocolate para apagar sus velitas.
Excelente crónica de una noche, sin duda, memorable.
ResponderEliminarSimplemente lloré de emoción con este relato. Te felicito grandemente, eres un maravilloso de la cróncia, sauve, directa, sin explicaciones superfluas y a la vez con mucha gracia y detalles. Un abrazo fuerte. Alberto Veloz
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