Frank vive en un edificio clase media – media. Lleva más de
30 años residenciado allí, todos sus vecinos lo conocen, saben de él, han visto
crecer sus hijos y alguna vez han obtenido de él algún favor para resolver
emergencias. Frank es un buen vecino. Se supone que el resto de las 21 familias
que habitan el edificio también lo son; para ser un edificio merideño, Frank
cuenta con la dicha de no tener en el vecindario apartamentos convertidos en “residencia
estudiantil”, cosa que no es que sea mala, sino que ocasiona algún problemita,
según puede atestiguar la ciudad entera. El edificio de Frank está habitado por
familias, o lo que así puede llamarse en estos tiempos de diversidades y
amplitud de conceptos.
Hace un par de días, Frank dedicó el día entero a recorrer
pueblos merideños con el fin de abastecerse. En alguno consiguió azúcar, en
otro consiguió arroz y poco a poco, fue llenando la despensa familiar gracias
al vía crucis que todos conocemos y todos realizamos para mantener nuestras
familias tan alimentadas como “la crisis” lo permite. Frank regresó a su
edificio aproximadamente a las 5 de la tarde, estacionó su vieja camioneta en
un lugar cercano a la zona de entrada del ascensor y comenzó a bajar las tres
cajas de víveres que había podido conseguir. Hizo el desembarco en la puerta
del ascensor sin recordar que, últimamente, el aparato ha estado medio
embromado, actuando por la libre la mayoría de las veces. Frank, en un olvido
propio de la confianza de estar en casa, metió dentro del ascensor sus compras
y se alejó un segundo para cerrar la puerta del garaje. El ascensor arrancó. Frank no pudo hacer nada por detenerlo. Pasaron unos minutos que a él se le antojaron
muy largos, tras los cuales, el ascensor regresó a planta baja, vacio. Detenido
en algún piso imposible de descubrir pues, entre otros, el problemita del
ascensor incluye haber dañado el marcador de pisos, el mercado que tanto
esfuerzo y dinero habían significado para Frank, se evaporó en un vecindario
que ha sido peinado hasta donde la decencia lo permite. Los vecinos “ho-rro-ri-za-dos” han comentado lo
sucedido al buen señor, pero nadie ha permitido que este le eche un vistazo a
la nevera o a la despensa de nadie. La compra extraviada en el ascensor, se
perdió para siempre en el ascensor. Fin del asunto,
Lina, una profesora universitaria de economía tan menguada como la de cualquier profesor universitario, se dedica entre otras tareas penosas, a cuidar de su madre aquejada de una grave enfermedad mental propia de la edad. Para palear los síntomas, la madre de Lina consume una buena cantidad de medicamentos, cuya presencia en las farmacias locales sería motivo de risa, si no fuera tan grave. Cada cierto tiempo, Lina y su único hermano se ven en verdaderos aprietos para agenciarse las dosis necesarias, lo han logrado hasta ahora, pero cada día se hace mas cuesta arriba y más complicado. Hace una semana llegó el momento – aciago – de realizar inventario y dictaminar que es hora de abastecerse nuevamente. Cuentas sacadas, Lina obtuvo un préstamo de su caja de ahorros (medida in extremis a la que solo ha acudido una vez al principio de la enfermedad de la madre) y juntó dineritos guardados con la alcancía del hermano, para comprar los medicamentos necesarios para cuatro meses de tranquilidad. Empezaron las averiguaciones, pues nunca habían tenido que hacerlo de manera tan especial y decidieron acudir a los servicios de una mujer, venezolana, sufrida victima de la crisis, que decidió poner los pies en polvorosa y se dedica, según sus propios anuncios a “ayudar a sus paisanos venezolanos” desde su exilio panameño. Lina la consiguió en una red social, hizo algunas llamadas para verificar su existencia, gustándole lo que encontró, hasta que finalmente la llamó personalmente. Cari, (así se hace llamar la paisana) resulto encantadora, comprensiva, buenísima gente. No hizo otra cosa que ponderar la obligación que “tenemos los que vivimos afuera de ayudar a los que padecen esta horrible dictadura” Lina le contó de sus problemas con las medicinas de su madre, Cari le aseguró que ese mandado estaba hecho, pues ella contaba con una “red humanitaria” especialmente diseñada para Venezuela y le pidió una lista detallada de medicinas. Lina se la envió de inmediato. Cari respondió dos días después con las buenas nuevas “tengo todo en mis manos, cuatro meses y medio de medicamentos para tu mamíta, mi amor” Lina agradecida, preguntó el precio, Cari se lo dio. A Lina le dio un soponcio. Era bastante más de lo que ella pensaba que sería. Le pidió un par de horas para replantearse la compra, Cari respondió que sí, pero lo hizo de muy mal humor (No vayas a salirme con que no las vas a comprar porque yo ya las compré y te las tengo aquí listas para mandártelas) y en fin, la cosa se empasteló un poquito. Vencida por la necesidad, Lina pagó lo que Cari le dijo muchas veces en sucesivas llamadas perfectamente pensadas para presionar la realización del pago y cinco días más tarde recibió los medicamentos. Vencidos. Con más de un año de vencimiento. TODOS. Marcados como medicamentos regalados por una organización de caridad debido a su condición de poco aptos (la fecha de vencimiento de un medicamento es tema de muchas teorías encontradas, pero de que asusta, asusta) Entonces Lina decidió averiguar un poco más: el precio que ella había pagado por esos medicamentos “poco aptos” era - en más del 600% - superior al precio de venta del mismo medicamento en una farmacia Internacional que se anuncia por Internet y en otra y en otra. Hace más de una semana, Lina trata infructuosamente de hablar con Cari. El número de la venezolana benefactora de sus pobres paisanos en problemas, ha sido misteriosamente desconectado. Fin del asunto.
Federico tiene 56 años. Por la razón que sea, a esa edad, no ha podido obtener vivienda propia. En realidad, su suerte no ha sido tan buena. Digamos que es muy difícil que un venezolano de bien obtenga lo que hace falta para comprarse una casa, dedicándose como él ha hecho a escribir, pintar y dar clases de literatura en un liceo secundario. Todo con mucho éxito, pero más nada. Hace como un año Federico recibió una herencia (algo que quienes lo han vivido lo celebran tanto como una lotería) que comprendía un pedazo de terreno en una zona muy bonita de Mérida y algún dinero, suficiente como para construir, sin pretensiones, una modesta casita. Federico se puso a ello. Sabía perfectamente lo que quería hacer y por lo tanto empezó a permitirse el sueño, hasta que descubrió que, para poder hacerlo realidad, necesitaba el auxilio de un arquitecto que, entre otras cosas, pusiera en orden la burocracia con la que debe enfrentar la burocracia. Lo pensó mucho, después de cierto trabajo de “casting” Federico se decidió por un amigo de infancia. No digamos - como los “chamos” de hoy – su mejor amigo, ni mucho menos. Un arquitecto a quien él conoce “desde que estaban chiquitos” y a quien ve con frecuencia en las reuniones de los compañeros de colegio o en las casuales rumbas de la gente de toda la vida. Federico se reunió con él, él le puso por delante unos honorarios muy decentes, (solidarios, de pana, dirían algunos) con los que Federico estuvo muy de acuerdo. La reunión terminó con un cheque extendido a nombre del arquitecto por aquello de que “entre usted y yo hay confianza”. Unos días después, el arquitecto le entregó a Federico unas hojas, a mano alzada, con bocetos informales de lo que él consideraba una propuesta. Ninguna de esa hojas pintaba ni remotamente lo que Federico había dicho y redicho mil veces en la reunión previa; pero, además, no servían para empezar a tramitar permisos, ni para echar a andar la construcción. Federico le hizo un reclamo de amigos. El arquitecto nunca más respondió sus llamadas, nunca más hizo el menor esfuerzo por cumplir con el trabajo encargado, ni el menor intento de dar una explicación coherente sobre lo que piensa hacer para retribuir el dinero recibido, del cual Federico se olvidó completamente, por cierto. Fin del asunto.
Hace pocos días, el grupo de amigos de ambos, que suele reunirse para celebraciones casuales, decidió no invitar a Federico a una de esas fiestitas, para evitarle tener que encontrarse con el arquitecto, al que, por supuesto, invitaron y celebraron ¿sin recordar? la estafa que había cometido.
Cuanta razón tenía un gran amigo mío, intelectual de verdad, quien solía decir que en este "país" la única forma de vivir, era caminando por la acera del frente...solo
Lina, una profesora universitaria de economía tan menguada como la de cualquier profesor universitario, se dedica entre otras tareas penosas, a cuidar de su madre aquejada de una grave enfermedad mental propia de la edad. Para palear los síntomas, la madre de Lina consume una buena cantidad de medicamentos, cuya presencia en las farmacias locales sería motivo de risa, si no fuera tan grave. Cada cierto tiempo, Lina y su único hermano se ven en verdaderos aprietos para agenciarse las dosis necesarias, lo han logrado hasta ahora, pero cada día se hace mas cuesta arriba y más complicado. Hace una semana llegó el momento – aciago – de realizar inventario y dictaminar que es hora de abastecerse nuevamente. Cuentas sacadas, Lina obtuvo un préstamo de su caja de ahorros (medida in extremis a la que solo ha acudido una vez al principio de la enfermedad de la madre) y juntó dineritos guardados con la alcancía del hermano, para comprar los medicamentos necesarios para cuatro meses de tranquilidad. Empezaron las averiguaciones, pues nunca habían tenido que hacerlo de manera tan especial y decidieron acudir a los servicios de una mujer, venezolana, sufrida victima de la crisis, que decidió poner los pies en polvorosa y se dedica, según sus propios anuncios a “ayudar a sus paisanos venezolanos” desde su exilio panameño. Lina la consiguió en una red social, hizo algunas llamadas para verificar su existencia, gustándole lo que encontró, hasta que finalmente la llamó personalmente. Cari, (así se hace llamar la paisana) resulto encantadora, comprensiva, buenísima gente. No hizo otra cosa que ponderar la obligación que “tenemos los que vivimos afuera de ayudar a los que padecen esta horrible dictadura” Lina le contó de sus problemas con las medicinas de su madre, Cari le aseguró que ese mandado estaba hecho, pues ella contaba con una “red humanitaria” especialmente diseñada para Venezuela y le pidió una lista detallada de medicinas. Lina se la envió de inmediato. Cari respondió dos días después con las buenas nuevas “tengo todo en mis manos, cuatro meses y medio de medicamentos para tu mamíta, mi amor” Lina agradecida, preguntó el precio, Cari se lo dio. A Lina le dio un soponcio. Era bastante más de lo que ella pensaba que sería. Le pidió un par de horas para replantearse la compra, Cari respondió que sí, pero lo hizo de muy mal humor (No vayas a salirme con que no las vas a comprar porque yo ya las compré y te las tengo aquí listas para mandártelas) y en fin, la cosa se empasteló un poquito. Vencida por la necesidad, Lina pagó lo que Cari le dijo muchas veces en sucesivas llamadas perfectamente pensadas para presionar la realización del pago y cinco días más tarde recibió los medicamentos. Vencidos. Con más de un año de vencimiento. TODOS. Marcados como medicamentos regalados por una organización de caridad debido a su condición de poco aptos (la fecha de vencimiento de un medicamento es tema de muchas teorías encontradas, pero de que asusta, asusta) Entonces Lina decidió averiguar un poco más: el precio que ella había pagado por esos medicamentos “poco aptos” era - en más del 600% - superior al precio de venta del mismo medicamento en una farmacia Internacional que se anuncia por Internet y en otra y en otra. Hace más de una semana, Lina trata infructuosamente de hablar con Cari. El número de la venezolana benefactora de sus pobres paisanos en problemas, ha sido misteriosamente desconectado. Fin del asunto.
Federico tiene 56 años. Por la razón que sea, a esa edad, no ha podido obtener vivienda propia. En realidad, su suerte no ha sido tan buena. Digamos que es muy difícil que un venezolano de bien obtenga lo que hace falta para comprarse una casa, dedicándose como él ha hecho a escribir, pintar y dar clases de literatura en un liceo secundario. Todo con mucho éxito, pero más nada. Hace como un año Federico recibió una herencia (algo que quienes lo han vivido lo celebran tanto como una lotería) que comprendía un pedazo de terreno en una zona muy bonita de Mérida y algún dinero, suficiente como para construir, sin pretensiones, una modesta casita. Federico se puso a ello. Sabía perfectamente lo que quería hacer y por lo tanto empezó a permitirse el sueño, hasta que descubrió que, para poder hacerlo realidad, necesitaba el auxilio de un arquitecto que, entre otras cosas, pusiera en orden la burocracia con la que debe enfrentar la burocracia. Lo pensó mucho, después de cierto trabajo de “casting” Federico se decidió por un amigo de infancia. No digamos - como los “chamos” de hoy – su mejor amigo, ni mucho menos. Un arquitecto a quien él conoce “desde que estaban chiquitos” y a quien ve con frecuencia en las reuniones de los compañeros de colegio o en las casuales rumbas de la gente de toda la vida. Federico se reunió con él, él le puso por delante unos honorarios muy decentes, (solidarios, de pana, dirían algunos) con los que Federico estuvo muy de acuerdo. La reunión terminó con un cheque extendido a nombre del arquitecto por aquello de que “entre usted y yo hay confianza”. Unos días después, el arquitecto le entregó a Federico unas hojas, a mano alzada, con bocetos informales de lo que él consideraba una propuesta. Ninguna de esa hojas pintaba ni remotamente lo que Federico había dicho y redicho mil veces en la reunión previa; pero, además, no servían para empezar a tramitar permisos, ni para echar a andar la construcción. Federico le hizo un reclamo de amigos. El arquitecto nunca más respondió sus llamadas, nunca más hizo el menor esfuerzo por cumplir con el trabajo encargado, ni el menor intento de dar una explicación coherente sobre lo que piensa hacer para retribuir el dinero recibido, del cual Federico se olvidó completamente, por cierto. Fin del asunto.
Hace pocos días, el grupo de amigos de ambos, que suele reunirse para celebraciones casuales, decidió no invitar a Federico a una de esas fiestitas, para evitarle tener que encontrarse con el arquitecto, al que, por supuesto, invitaron y celebraron ¿sin recordar? la estafa que había cometido.
Cuanta razón tenía un gran amigo mío, intelectual de verdad, quien solía decir que en este "país" la única forma de vivir, era caminando por la acera del frente...solo
Te leo, no dejo de hacerlo. Pero en la mayoría de las lecturas quedo triste... y huyo. Tomo lo que aprendí y ya, como a no dejar un mercado "pagando" porque los tiempos no están para eso, hay mucha necesidad y la necesidad tiene cara de perro (de choro en este caso)... también recordé lo de "música paga no suena" eso para los dos últimos casos del escrito. En fin, vainas que pasan pero no solo aquí en Venezuela, en todas partes ! Creo que cuando uno se sumerge en la fatalidad, cada vaina que le suceda sera una fatalidad y atraerá mas fatalidad, creo que a eso se refiere el pana al decir "Invitacional", no se trata de que escribas que todo sea bonito... pero algo asi como un equilibrio, un ratico salado, otro dulce, otro crocante, otro acido... como en la cocina ! Si todo fuera con el mismo sabor seria muy aburrida. Hazle caso al pana por raticos... y veras como la realidad deja de ser "un dolor enorme" para convertirse solo en realidad vivible y aceptada sin necesidad que signifique resignacion. Abrazos, Danitza Suarez
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