Casi a las 9 de la noche, Raúl y yo terminamos de comernos
uno de los ricos shawarmas que están
dando tanto de que hablar en los alrededores de El Llano, un barrio de lo más
agradable, convertido, por obra y gracia de la expansión geográfica, en el
nuevo “centro” de esta ciudad que ya no
se reconoce. Es la obra (el shawarma,
no El Llano) de una familia siria, radicada en esa zona desde hace montones de
años, que no renuncia a sus sabores, ni a su lengua, ni a su costumbre de
vender más o menos cualquier cosa que pueda ser comprada; por ahora, shawarmas, en un carrito callejero que
apostan a las puertas del edificio donde han vivido los últimos 20 años, mas kibbe frito y horneado los fines de
semana. Es el rebusque de unos “turcos” integrados, a los que todo el mundo
trata de tu y les arranca risas, chismes y generosidades. Excepto un “fiado” estos
sirios encantadores son amigos de hacer favores y conversar, en su media lengua
castellana con acento, casi de cualquier tema. Raúl y yo, cansados después de
un largo y poco productivo ensayo, teníamos hambre y ganas de relax, por lo que, sin dudar, enfilamos
hacia el Llano a pesar de que prefiero morir antes que comer “en plena calle”.
Comimos sabroso, conversamos mejor y nos reímos un rato, pagamos la cuenta (muy
solidaria por cierto) y con un vaso de té de yerbabuena con cardamomo, que la
buena señora reserva para obsequiar a los “amigos” emprendimos camino hacia mi
auto, estacionado a media cuadra de distancia, en una esquina de la avenida 3
que no es ni buena ni mala, sino todo lo contrario, dados los peligros que
entraña la antigua Ciudad de los Caballeros.
A medio camino fuimos, literalmente, paralizados por una
horda de enardecidos habitantes de ese sector clase media-universitaria típico
de nuestra ciudad de estudiantes. Al principio no entendimos bien de que se
trataba, aunque rápidamente el instinto de supervivencia - propio de estos
tiempos - nos hizo pensar en varias alternativas poco gratas, todas
relacionadas con la delincuencia que nos azota o con el mal humor de estos días
calamitosos. Raúl me lanzó las llaves
(que él había tomado para jugar con el llavero) y en un segundo lo vi
esconderse el teléfono en “salva sea la parte” con una destreza envidiable.
Hice lo mismo, por supuesto, e intenté descubrir lo que ocurría. No había
escape; aunque hubiese querido encender mi auto y salir pitando, la turba
enloquecida hubiese impedido la maniobra. Soy gocho, de modo que la única
opción que me vino a la mente fue encomendarme a La Inmaculada y permitirle al
destino seguir su rumbo. Entonces comprendí todo: un par de malandros habían
sido agarrados in fraganti robándose baterías en el estacionamiento de
un edificio cercano. Un vecino entró a buscar su automóvil, notó que algo raro
acontecía y dio voz de alarma, algunos otros se apersonaron rápidamente, en
medio de gran bullaranga, acorralando a los choritos, quienes no habían tenido
la inteligencia de planificar una ruta de escape, facilidad que el
estacionamiento en cuestión no ofrece. Los ladrones de calle suelen ser muy ágiles,
de modo que huir corriendo, escabulléndose entre la misma turba que intentaba
impedirlo, no fue tan difícil. Lo difícil fue que la huida tuviera éxito,
¿Hacia dónde corren un par de malandrines acorralados en pleno centro de Mérida,
sin el auxilio de Pueblo Nuevo en cercanías? Hacia la desgracia. Esa es la
respuesta.
Nunca vi una golpiza igual. Nunca, en todos los años de mi vida vi tanta violencia en una pelea tan absolutamente desigual. Eran, quizás, unas 27 o 30 personas con odio feliz en sus ojos, golpeando sin piedad a dos zagaletones de barrio que, juntos, no llegaban a contar 80 kilos. Los azotaron con palos, los azotaron con cables, los azotaron con correas, los apedrearon y los patearon, sin mostrar la menor compasión (sea que se la merezcan o no) por el desvaído género humano que nos habita. De pronto, la voz de una mujer destacó entre la gritería, pedía que alguien trajera gasolina, que alguien buscara un fósforo
Nunca vi una golpiza igual. Nunca, en todos los años de mi vida vi tanta violencia en una pelea tan absolutamente desigual. Eran, quizás, unas 27 o 30 personas con odio feliz en sus ojos, golpeando sin piedad a dos zagaletones de barrio que, juntos, no llegaban a contar 80 kilos. Los azotaron con palos, los azotaron con cables, los azotaron con correas, los apedrearon y los patearon, sin mostrar la menor compasión (sea que se la merezcan o no) por el desvaído género humano que nos habita. De pronto, la voz de una mujer destacó entre la gritería, pedía que alguien trajera gasolina, que alguien buscara un fósforo
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Vamos a quemar esos desgraciados…gritaba
Desde la esquina, protegido por mi auto y mi inmovilidad, la
vi. Es una mujer que conozco. Una mujer de edad cercana a la mía, probablemente
merideña, comerciante de la zona, madre de dos hijos veinteañeros que la ayudan
en un prospero negocio de “novedades” en el que alguna vez me he detenido a
comprar chucherías. La vi. Ella no me vio, ocupada como estaba en perpetrar su
venganza. La vi. Era ella la que pedía fuego, carbón ardiente en el sitio de su pecado, habría dicho García
Lorca…
Abrí mi auto sin decir palabra, hice entrar a Raúl y encendí el motor, dispuesto a salir en retroceso. Empecé a sentir que el buen sabor del shawarma se me revolvía en las entrañas. Se me salieron un par de lágrimas que limpié en silencio. Pedí a todos los santos que Raúl (amigo de nueva data) no hiciera ningún comentario chistoso. Retrocedí. Al hacerlo, casi choco con una patrulla que llegaba a disolver la turba. Les di paso. Fue así como me di cuenta que, por segundos, los dos desdichados se habían salvado de morir quemados.
No supe nada más. Eche a andar en silencio, estremecido. Entonces recordé aquello que decía Andrés Eloy sobre los hijos del mundo: aquello de cuando se tiene un hijo y todos los hijos, de todas las madres, todos los colores y todo eso. Me golpearon los ojos saltones de la mujer pidiendo a gritos gasolina y fósforos y caí en cuenta que, una mayoría de esa horda enloquecida, eran mujeres de eso que llaman mediana edad. Entonces sentí pesar por las palabras perdidas de Andrés Eloy. Entonces sentí la letra muerta de Andrés Eloy, la estética aborrecida, los versos que no se aplican a las madres venezolanas del siglo XXI. Agradecí a los santos que mi amigo de nueva data no hizo en todo el camino un comentario chistoso, para no verme yo en la desagradable necesidad de pedirle que se bajara de mi auto.
Abrí mi auto sin decir palabra, hice entrar a Raúl y encendí el motor, dispuesto a salir en retroceso. Empecé a sentir que el buen sabor del shawarma se me revolvía en las entrañas. Se me salieron un par de lágrimas que limpié en silencio. Pedí a todos los santos que Raúl (amigo de nueva data) no hiciera ningún comentario chistoso. Retrocedí. Al hacerlo, casi choco con una patrulla que llegaba a disolver la turba. Les di paso. Fue así como me di cuenta que, por segundos, los dos desdichados se habían salvado de morir quemados.
No supe nada más. Eche a andar en silencio, estremecido. Entonces recordé aquello que decía Andrés Eloy sobre los hijos del mundo: aquello de cuando se tiene un hijo y todos los hijos, de todas las madres, todos los colores y todo eso. Me golpearon los ojos saltones de la mujer pidiendo a gritos gasolina y fósforos y caí en cuenta que, una mayoría de esa horda enloquecida, eran mujeres de eso que llaman mediana edad. Entonces sentí pesar por las palabras perdidas de Andrés Eloy. Entonces sentí la letra muerta de Andrés Eloy, la estética aborrecida, los versos que no se aplican a las madres venezolanas del siglo XXI. Agradecí a los santos que mi amigo de nueva data no hizo en todo el camino un comentario chistoso, para no verme yo en la desagradable necesidad de pedirle que se bajara de mi auto.
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