Para mi generación, tal vez para la de mis padres también, El
Seminario Arquidiócesano de San Buenaventura de Mérida siempre ha estado en el
mismo lugar. Es un hermoso edificio, un poco desvencijado, que lleva años al
final de la calle 25, un poco mas allá de la avenida 7, en un cruce de calles un
poquito enrevesadas, justo al lado de la estación principal del Teleférico de Mérida
y, más o menos, al frente de la Plaza de
las Heroínas. La ciudad ha cambiado, han hecho y deshecho con los alrededores,
una estación de trolebús ha complicado enormemente el tráfico del área, pero el
edificio bonito del Seminario continua siendo referencia de un barrio céntrico lleno
de visitantes que lo ignoran, como suele
ignorarse un colegio grande en el que casi nunca hay trafico a la salida, ni
muchachitos retozando en la esquina. Más bien silente, el seminario, para muchos merideños, es un
edificio de piedra gris al que alguien debería hacerle un cariñito porque
alberga una institución de la que nos sentimos muy orgullosos, nada más; hasta el viernes 01 de julio. Ese día,
adquirió una notoriedad casi lamentable cuyo punto más alto lo puso una misa
pensada hasta en el más pequeño detalle para recordarnos a todos que la causa es la paz (su padre rector
dixit).
Fue una clara e inequívoca convocatoria: ante la afrenta
recibida, vamos a reunirnos a orar, vamos a reunirnos a perdonar, vamos a dar
un paso adelante por la paz, en una ciudad donde todo termina resolviéndolo la lluvia o una misa. Ese día, por suerte, no
llovió, más allá de unas gotitas inofensivas al final de la tarde. Ese día hubo
un sol esplendido, gente, y curas vestidos de valentía con la estola blanca de
las mejores ocasiones. Ese día también
hubo fe, montones de fe, o lo que muchos consideran es la única cosa con la que
se puede enfrentar lo-que-nos-está-pasando.
Ese día, además, hubo un cura en particular, a cargo de un sermón del que no se
puede dejar de hablar. Es el Padre Cándido Contreras, una de las estrellas de
la curia merideña. Un cura al que ya muchos de nosotros vemos vistiendo mitra.
Es el párroco de Santiago de La Punta, un pedacito de ciudad
medio periférico al que se conoce como La Parroquia. Ha estado a cargo de
asuntos catedralicios y es conocido, mejor aún, apreciado, pues le reconocen su
carácter arriesgado, presto a decir incomodidades en nombre de Dios. Si quedaba
alguna duda de eso, se disiparon el lunes. Pero, es más, si quedaba alguna duda
de su ascendencia sobre la feligresía, eso también se disipó, cuando se acercó
al micrófono para anunciar que se le había encargado el sermón, fue recibido
con aplausos de director de orquesta. Si la misa, que había empezado con
alegría, canticos y escenas memorables, tuvo un punto álgido, ese fue el sermón
del Padre Cándido.
Poco antes, otro sacerdote de los famosos, había recordado lo
obvio: “para nosotros esto es sagrado” y al hacerlo, pidió a los asistentes tomarlo
en serio, porque no se trataba de un homenaje al seminario, sino de una oración
colectiva por la Paz. La misa, programada
para efectuarse en la capilla del Seminario, había sido trasladada a la calle,
cerrada por la presencia cada vez más numerosa de personas. Cuando toco el
turno al padre Cándido, unas tres cuadras estaban repletas de feligreses, “de gente de todas las creencias” como
bien dijo en algún momento el padre rector del Seminario.
La lectura escogida, (Mateo 9 – 18,26) habla de uno de los
milagros de Jesús en su paso por el mundo; el de una niña, cuyos padres
lloraban su muerte y a quien Jesús despertó, con esa sencillez que cuenta la
biblia que él hacia las cosas para que los demás reventaran de rabia y
terminaran crucificándolo. Pues bien, el
padre Cándido, empezó por explicar el milagro y lanzar su primera analogía: lo
dijo muy claramente: “nuestra respuesta
no puede ser solo indignación, nuestra respuesta puede ser un detonante para
despertarnos” y siguió: “esta Venezuela dormida, que parece estar
muerta, a ti te lo digo, levántate”.
Y entonces, volvió a repetir que no podíamos quedarnos solo en la
indignación, “que la justicia humana haga
lo que tiene que hacer, si es que lo hace” urgiéndonos el padre de la voz alta, a perdonar, “uno de
los grandes actos de misericordia, en el año de la misericordia”
admitiendo, por supuesto, que es sumamente difícil. El padre Cándido habló de reconciliación,
sin mandar a reconciliarnos, poniendo en
el medio el perdón y la justicia humana, la que hasta ahora a nosotros no nos
ha funcionado.
Y entonces, Cándido habló de la desnudez, de la infamante
desnudez; no de la desnudez (lo aclaró)
con la que nacemos y nos hace inocentes, No.
Habló de la desnudez de Jesús en
el camino al calvario causada por “esos
gobernantes que no pueden sino beber sangre para mantenerse en el poder”. Midió cada palabra, diciéndolas una por una, para continuar - en el contrapeso indispensable del buen predicador - nombrando las bondades olvidadas e imprecisas con las que se
tropieza uno en todas partes. Suerte de contrapunto necesario que terminó con una invitación imprescindible, la de actuar “con rectitud y justicia, pues si no hay
rectitud, no habrá justicia y si no hay justicia, no habrá rectitud” citando a Gandhi y la frase que a los venezolanos
se nos ha convertido en mantra: “la
violencia es el arma de los que no tienen la razón, y si yo necesito empuñar un
arma para decirle a usted que yo tengo la razón, pues no tengo la razón y eso
no se discute”
El sermón del padre Cándido, sin embargo, ha causado
molestias sobre todo por una rotunda afirmación: “nos dicen que somos políticos y es cierto que lo somos; somos políticos,
porque estamos a favor del bien de todos, sin distinción”, y recalco, “solo los políticos trabajan por el bien de
todos, por el bien de la colectividad en general, los politiqueros solo se
ocupan del bien de ellos y de unos pocos”. Cuando cesó la ovación, volvió a
recordarnos su compromiso diciendo una vez más que “si, nosotros somos políticos, no somos politiqueros”. Entre los
oyentes, la flor y nata de la oposición regional sopesaba con admiración sus
declaraciones, algunos infiltrados también. No se convirtió en agua de
borrajas, subido a las redes sociales, la homilia sigue resonando incómoda. Youtube ha recibido cientos de reproducciones.
Whatsapp lo ha reenviado hasta el
hartazgo. En la cotidianidad del merideño, las palabras, si bien un poco modificadas,
empiezan a ser parte de nuestra mitología urbana, pocos han permanecido
indiferentes.
El edificio del seminario sigue allí. Es una construcción
solida, hermosa, de cuyo patio central sale, como dijo su director, la voz de
los que no la tienen. Tal vez, un día de
estos lo veamos remozado. La vida de los merideños sigue desmenuzándose en
infamantes colas a las puertas de un supermercado y el ultraje a los
seminaristas, adornado de imposibles mitos urbanos, se diluye en noticias nuevas de atracos y
violaciones. La PAZ, suena a cosa
imposible, a palabra sobada, a comodín de colores. Habrá otras misas y
posiblemente, peores razones para hacerlas, en las que no cuadre el termino
celebración. El padre Cándido (y sus colegas de púlpito) volverán a decir unas
cuantas verdades, Pero, difícilmente olvidaremos la imagen precisa de los gobernantes que beben sangre - desde el
principio de los tiempos - para crucificar a los justos y mantenerse en el poder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario