Puestos a echar un pulso, es posible que el Padre Alexander
Rivera termine siendo más viejo de lo que todos piensan; no porque él quiera. Parece
de todo, menos un cura en posición de poder; pero, lo es. Es el rector del Seminario Arquídiocesano San
Buenaventura de Mérida. El más antiguo de Venezuela y uno de los más sólidos
bastiones de formación sacerdotal con que cuenta este valle de lágrimas.
Alexander, a quien no le encanta que lo llamen por sus títulos, es un cura de La
Azulita, con tanta pinta de agricultor como cualquiera que haya llegado de esos
lares, con la mirada tranquila y el hablar pausado de quienes vienen de ese
pueblo andino. Incluso hoy, cuando la institución que dirige es el foco de
atención de una ciudad estremecida. Tal
vez por eso, prefiere contarlo todo caminando una y otra vez por el pasillo
trasero del edificio que alberga a los muchachos venidos de todos los rincones
de Venezuela con la intención de convertirse en sacerdotes o de estudiar
bachillerato sin problemas - pues también siendo un buen padre de familia puede
predicarse la palabra de Dios, con el ejemplo – Alexander Rivera no puede despojarse de su condición
de sacerdote, ni siquiera cuando sus fuertes manos, de gruesos y largos dedos, intentan evitar señalar culpables o cuando sus pasos apurados me acompañan,
hablando de perdón.
Hace tres días que en Mérida no se habla de otra cosa. Cuatro
muchachos, dos de 17 años, uno de 16 y otro de 15, fueron agredidos,
torturados, heridos, robados, amenazados con gasolina y fuego y luego obligados
a correr, completamente desnudos, por la Avenida Don Tulio Febres Cordero de
esta ciudad, por haberse cruzado en medio de una revuelta callejera
protagonizada por un colectivo oficialista, para impedir un acto convocado por
Voluntad Popular que contaría con la presencia de Lilian Tintori. Los jóvenes salían
de la casa de la tía de uno de ellos en las inmediaciones del sitio donde se
desarrollaban los disturbios y, con la naturalidad de quien está acostumbrado a
sortear reyertas, intentaron pasar por el medio de la calle tomada. Algunos de
los encapuchados, miembros del colectivo los increparon preguntándoles si ellos
eran “chavistas o escuálidos” ellos respondieron, con la mayor simpleza, lo que
son: “somos seminaristas”. Así empezó su desgracia.
El Padre Rector estaba preparando la misa del domingo, cuando
uno de los diez sacerdotes que le acompañan en la labor de mantener a flote el
Seminario, le interrumpió el estudio para anunciarle que algo muy grave había sucedido
a varios de sus muchachos. El Padre Rivera, haciendo gala
de ese sentimiento filial que suele desarrollarse entre el director de un
colegio católico y sus alumnos, reaccionó perplejo ante la noticia y se negó a
ver las fotografías que en segundos colapsaron las redes sociales. Quiso saber detalles de lo ocurrido y
prepararse para hacer frente a lo que vendría. No acudió inmediatamente en
ayuda de los estudiantes, pues sabia que otro de los sacerdotes que forman la jerarquía del
Seminario estaba en eso y él tenia que atender diversos frentes en ese mismo momento. Él,
necesitaba saber si se trataba de un ataque deliberado a su seminario, a la
iglesia. Hoy está seguro que no lo fue.
- - Un
atacante lleno de odio no pide la identidad de sus víctimas, arremete contra
cualquiera, le tocó a ellos. Ellos se identificaron como seminaristas, porque
eso es lo que son; pero eso no hizo que sus atacantes se portaran peor. Un
ataque deliberado al seminario habría sido mejor planeado y no habría sido
contra cuatro estudiantes de cuarto y quinto año que no llegan a 17 años de
edad. Es más, uno ni siquiera es estudiante nuestro. Fue quien llevó la peor
parte.
La misma tía que los había despedido minutos antes en el
apartamento advirtiéndoles que se fueran con cuidado, fue la primera en atender
sus llamados de auxilio. Los vio desde el balcón y los reconoció, con el ojo
herido por un dolor imborrable, cuando corrían desnudos en busca de amparo. Uno de los cuatro, el menor, sangraba abundantemente;
había sido golpeado en la cabeza con un candado. Ella se ocupó, los cubrió y
diligenció el traslado a la clínica de los cuatro muchachos. Así, como
Dios los trajo al mundo fueron fotografiados y vistos en el mundo entero,
gracias a la inefable inmediatez de las redes sociales.
- - Lo
siguiente que pensé es que ese tipo de tragedias están empezando a parecernos tan
normales - retoma la historia mientras camina a mi lado el Padre Rector - que
parecemos estar acostumbrándonos. Que ese encarnizamiento es propio de estos
tiempos terribles y ya nada nos
sorprende; entonces, claro, uno se asusta.
Los cuatro muchachos, cuya identidad no ha sido revelada tal
vez por no ahondar en la vergüenza, llegaron hace menos de dos años procedentes
de pueblos del interior de Los Andes. Dos vienen de un caserío de Guaraque
llamado Rio Negro y dos de un pueblo trujillano, Capurí. - Son hijos de gente de fe - dice el padre
Rivera - De gente a la que Dios les da paz y serenidad, aunque están pasándolo muy
mal. Ellos son muy jóvenes, y están bastante recuperados; fuera de lo anecdótico,
ya hasta son capaces de reírse de lo ocurrido y bromear sobre eso; sus padres
no, ellos están muy afectados. A esos muchachos han podido matarlos.
El 1ero de Julio, toda Mérida se volcó a proteger su
seminario, una institución de la que los merideños están muy orgullosos, pues
entre otras cosas, es génesis de su Universidad. Los comunicados de apoyo, las
voces exigiendo respeto, las muestras incontables de respaldo emocionan la voz
del diminuto Padre Alexander mientras camina a mi lado sin querer detenerse. Trato
de ver en sus ojos un rastro de rencor, un poquito de venganza, un rasgo de
rabia. El Padre Rivera está curtido en dones de Dios, él ya los perdonó. Solo
consigo arrancarle un dejo de ironía cuando le comento la rueda de prensa
ofrecida esta mañana por el Gobernador del Estado Mérida, Alexis Ramírez, quien
dijo que repudiaba el hecho; pero, aclaró como quien resta importancia al
asunto, que los agredidos estaban alborotando, en las canchas de la Federación de
Centros Universitarios, lugar donde se realizaría el acto con Lilian Tintori y
en cuya esquina sucedió el ataque.
- - Bueno,
no sé si fue una rueda de prensa, pues no hubo preguntas. Creo más bien que
fueron unas declaraciones.
- - Eso
fue lo que el gobernador dijo, ¿usted lo sabía? Que los muchachos estaban en
las canchas de la FCU.
- - Es
normal, desconocer la realidad es normal en los tiempos que estamos. Eso es
parte de no decir la verdad, yo lo llamo realidad política, el gobernador tenía
que decirlo. Pero, no, ellos iban a su clase de inglés en el CEVAM, iban de
prisa porque tenían un examen. Hay registros.
El Padre Alexander se sonríe. Parece no atreverse a decirme
lo que, quizás, ambos estemos pensando, entonces se lo suelto, - no está la iglesia para alcahuetear mentiras
- sus
ojos me miran divertido. Ya
llevamos la cuarta vuelta al pasillo. Me asegura que no le consta que hayan
metido a uno de los muchachos dentro de una alcantarilla, que otro de ellos salió
de la clínica con un collarín – quizás por prevención – y que ayer lo llamó el
Padre Alirio Contreras, un cura venezolano que vive en Roma y que protagonizó
un momento venezolano durante el Ángelus del domingo pasado en San Pedro; lo llamó para hacerle llegar los saludos del
Papa Francisco. Ya Monseñor Porras lo había hecho. Con humilde orgullo cuenta
que el Papa ya está enterado de los detalles, pero le preocupa que Su Santidad
tenga una preocupación más; lo agradece, pero me regala lo que ha sido su reflexión
permanente desde el viernes, una reflexión que, dado su talante, no me
sorprende en absoluto:
- - Uno
siempre tiene que tener la posibilidad de pensar en el lado bueno de las cosas
que suceden. A estos muchachos les tocó vivir eso tan horrible, tan inhumano,
porque quizás ellos pueden convertirse en la voz de los que no tienen voz. De los
que humillan diariamente en las colas para conseguir comida, de las madres que
no pueden llevarle sustento a sus hijos. Estos muchachos son la voz de esas
personas que están viviendo tan mal en este país y nadie conoce.
Un seminarista interrumpe nuestro paseo. El padre es
requerido en el patio frontal, dentro de poco va a celebrarse una misa en
desagravio y a él le toca afinar detalles.
Decido terminar allí la conversación aunque reconozco que me ha
subyugado y quisiera pasarme horas hablando con él de muchas cosas. Mi última
pregunta parece lógica, esperada,
- Padre, ¿no le da miedo?
- Padre, ¿no le da miedo?
- - ¿Por
qué?, nosotros vamos a hacer una misa, una misa por la paz, no es un homenaje al
Seminario Yo me encomiendo a la Santísima Trinidad y me paro allí, no estaré
solo.
- - ¿Usted
cree, padre, que vale la pena arriesgar la vida?
- - Claro,
claro que sí - me lo dice mirándome a
los ojos, rotundamente - Si la causa lo vale, claro que si, y la causa es la paz.
El hombre de 1, 60 de estatura se aleja. Mil cosas lo
distraen allá afuera. La causa es la paz, me repito. Media
hora después encabeza la procesión de 46 sacerdotes diocesanos que presiden la
misa por la paz en la calle repleta de gente que conduce al seminario y que
este comparte plácidamente con la fragata insignia de las obras del gobierno
local, el Teleférico de Mérida. Me quedo en la misa. Al terminar, es el padre
Rivera el que nos dice, después de una homilía extraordinaria - que merece
cuento aparte - palabras que marcan su talante:
- - Pertenecemos
a la generación que escuchó decir a sus abuelos que al mundo vendría una gran
oscuridad, los cálculos estaban mal sacados, no dijeron que esa gran oscuridad
ha caído sobre Venezuela; pero, no nos preocupemos, que ya hoy anunciaron que
se acabaron los cortes de luz….
Me llevaste a las lagrimas...
ResponderEliminarQue fortaleza la del padre Alexander, Dios le mantenga esa fortaleza y la siga irradiando a su comunidad, gracias Juan, excelente relato.
ResponderEliminarLo que ocurrió es un hecho repudiable, hasta sádico. Te felicito por tu escrito...es excelente
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