Cuentan que más que un pueblo, La Fría era tan solo una
estación de tren en el medio del camino a San Cristóbal. También que, a
mediados del siglo XIX, una peste desconocida empezó a arrasar su población; los enfermos eran sacudidos por escalofríos
intensos, imposibles de remediar, hasta que morían “de frio”. La peste (para que vean que la costumbre de bautizar
enfermedades es propia de nuestro ADN)
empezó a ser llamada La Fría y al pueblecito, capital del Municipio García
de Hevia del estado Táchira, se le quedó el mote como único nombre. Desde
entonces creció, como la mayoría de los pueblos andinos, a orillas de un camino
convertido más tarde en carretera, demasiado cerca de la frontera Colombiana como para que a alguien se le ocurriera
formalizarlo. Hoy, es un pueblo dividido en dos mitades por una carretera
Panamericana, que se transita, obligado,
cuando se atraviesan Los Andes camino a Cúcuta, el Mayami colombiano, más allá
de la línea fronteriza, convertido por la crisis en paliativo, supermercado y atenuante
de todos nuestros males; los que se
pueden remediar con dinero y los que se pueden remediar buscando maneras de
hacer dinero.
Confieso que nunca había ido; como muchísimos merideños,
había pasado por allí, pero jamás se me había ocurrido que La Fría era destino
para buscar, por ejemplo, un sitio para almorzar. Lo hice por primera vez la
semana pasada, buscándole nuevas rutas al menguado negocio del que vivimos los
hermanos y entonces, como nunca antes, comprendí el termino Venezuela profunda.
No porque nunca lo hubiera vivido antes, más bien porque desde que regresé a
esta casa grande llamada crisis, no he hecho otra cosa más que protegerme de
sus golpes. La Fría me arrancó el chaleco antibalas dejándome desnudo frente
a lo que venimos siendo.
De Mérida a La Fría hay unas dos horas de buen camino, quizás un
poco más; se pasa El Vigía y plantación
adentro empiezan a aparecer alcabalas, puestos de control, pueblecitos, verdores
y agobiante calor. Algunos pedazos de
esa carretera, conocida como La
Panamericana, están mejor que otros e incluso alardean de autopista. A todos
lados, campos en verdes inimaginables son hogar de poquísimas reses; alguien asegura que es lo mejor, hoy día tener (es decir, exhibir) gran
cantidad de animales es cebo para desgracias que nadie quiere vivir. Por esa
carretera, de cada 20 vehículos que circulan, por lo menos 15 son enormes camionetas,
casi siempre conducidas por muchachitos, que, invariablemente
delante de uno, muestran impúdicamente el negocio de este siglo: la mayoría se detiene en todos los puntos de control – hay
decenas - baja el vidrio de su ventana y extiende algunos billetes, sin mediar
más que un saludo, al policía que lo ha
detenido por un instante. Nadie hace revisión alguna, nadie pregunta por
papeles de ningún tipo, nadie se interesa realmente por nada distinto: el
conductor extiende la mano, el (la) policía también y en su rostro se dibuja
una sonrisa. Enseguida, la mano izquierda hecha un ovillo, se cierra hasta que
la cantidad de billetes prácticamente impide otro movimiento que no sea vaciar su contenido en
el bolsillo trasero del ajustado pantalón de uniforme de policía. Una vez es un
o una policía bolivariano, la siguiente
es un soldado o soldada y así, alternadamente, hasta que una alcabala formal
(de las que puede haber unas tres o cuatro en la ruta) deja pasar sin remilgos
a todo el que ya ha atravesado los muchos puntos de control colocados en la
Panamericana. No se detienen, no hacen ninguna transacción, al menos, ninguna
que hayamos podido ver nosotros. Dicen que todas esas camionetas transportan
gasolina en un tanque oculto.
Gasolina que, por cierto, es dificilísima de conseguir para –
finalmente - llegar a La Fría, un lugar más
bien feo y desordenado que se burla de su nombre descaradamente. Sus calles
hierven, el calor abruma, el caos asalta en cada esquina. Tal vez por eso,
trabajar allí significó “al mal tiempo, darle prisa” hasta que llegó el momento
de comer. Es un pueblo en el que no es fácil conseguir un lugar adecuado para
eso, como no sean polleras, cosa que descarto de entrada o un par de lugares
demasiado caros para lo que representan. Casi a punto de renunciar a la idea,
un sitio que garantiza aire acondicionado ofreciendo menú ejecutivo a 1800 bolívares,
sale a nuestro encuentro. Es un restaurante de pueblo, con pretensiones y
demasiados globos rosados para hacer ver que está adornado. Allí, la otra
transa es el país tragicómico:
- - Buenas
tardes, nos cuenta el menú ejecutivo - decimos
- - Menú
ejecutivo no hay, se acabó todo, tienen que pedir a la carta
- - Tráiganos
la carta, entonces
La revisamos, es un extenso menú, típico de estos lugares,
donde los nombres mal escritos de platos presuntuosos que nadie ordena, se mezclan
con la oferta doméstica de todos los días.
- - Tres
pollos a la plancha con tostones, una limonada y dos Coca Colas - ordenamos
Unos minutos más tarde regresa el mesero
- - Miren,
a mi me gusta ser honesto, por eso se los digo: Ese pollo que está allá no se
los puedo servir porque está azul...pidan otra cosa
- - Déjenos ver la carta otra vez -
- - Déjenos ver la carta otra vez -
La carta reaparece, una segunda mirada y un nuevo pedido
- - Tres
lomitos a la criolla, igual, con tostones -
El mesero se va, regresa en un par de minutos
- - El
lomito no se los puedo servir, está muy duro -
- - Si
está muy duro no es lomito -
- - Si,
es lomito, pero es una parte del lomito que se pone dura -
- - Eso
no existe. Si está duro no es lomito -
- - Bueno,
está bien, es punta, pero lo ofrecemos como lomito. De todos modos no se los
puedo servir
- - Está
bien….hagamos algo, traiga otra limonada y sírvanos tres pastas Boloña -
La seguridad de un plato que no admite mayores equivocaciones
al menos va a saciarnos el hambre. El lugar empieza a darnos muy mala espina.
El mesero regresa después de unos minutos largos, lleva en sus manos tres
platos.
- - No
vayan a creer que este es el pollo del
que les hablé al principio…este pollo…. -
- - Ni
aunque me traigas el pollo vivo y lo mates frente a mí, me como eso. Tu dijiste
que ese pollo estaba piche -
- - Pero
es que… -
- - Pero
es que nada, nosotros pedimos tres pastas Boloña y eso es lo que queremos -
- - No…miren,
no se preocupen, este no es el pollo de antes, ya voy a traerles el contorno -
- - No,
llévese eso y tráiganos las pastas Boloña -
El mesero se va, ofendido. Regresa a los segundos.
- - No
puedo traerles la pasta Boloña. No está saliendo, puedo ofrecerles camarones,
pasta carbonara con camarones - (inimaginable combinación y plato más caro del
menú)
- - Mire
señor, dígame cuanto le debemos por los refrescos y ya, mejor nos vamos -
- - Son
mil novecientos bolívares -
Le entrego mi tarjeta de debito. El mesero se va y regresa.
- - Para
procesar su tarjeta de debito, tengo que cargarle el 10% -
- - Hágalo
por favor, cóbrese el 10% pero cóbrese, queremos irnos -
El mesero regresa.
- - No,
definitivamente, no puedo pasar su tarjeta. Tiene que pagar en efectivo -
- - ¿Sabe
qué?, no tengo efectivo. Nos vamos sin pagar -
- - Señor…es
que…. -
- - Nada….nos
vamos sin pagar, yo le dije al principio que no tenía efectivo -
Nos levantamos y nos fuimos, sin pagar los mil novecientos bolívares
de dos refrescos y dos limonadas; mientras, allá lejos, al mesero le reclaman –
fortísimo - algo que tenía que ver con nosotros.
Regresamos al calor
horrible a buscar otro sitio para comer,
sin entender ¿En qué momento, cual loco
nos extravió a todos? ¿Cómo pasó? Nadie lo sabe: aquí es así, La Fría, su
carretera y sus transas se repiten en
cada rincón, incluso en los que aparecen en la guías de Valentina Quintero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario