Es tan grande el horror que sus detalles han ido escurriéndose
poco a poco. Como con pudor. Como si el inmenso morbo que este tipo de noticias
suele producir hubiese sido silenciado por el luto incomprensible.
Había despegado del Aeropuerto Schiphol (que sirve a la
ciudad) de Ámsterdam a las 00:15 horas del día 17 de Julio de 2014 con destino
a Kuala Lumpur, la capital de Malasia. Era un 777-200 de la línea Malasyan
Airlines. Llevaba 298 personas a bordo. 298 vidas. En el minuto 120 de un vuelo
apacible que presagiaba felices aterrizajes, el vuelo MH17 estalló en millones
de pedazos. 298 personas murieron, sin tiempo de darse cuenta de nada ni
despedirse de nadie. 298 familias, en varios lugares del mundo, hermanadas
súbitamente en el dolor de una orfandad
provocada. Una orfandad con nombre y apellido: los pasajeros del vuelo MH17 tuvieron la
indescriptible desgracia de tropezar en su camino con un absurdo sin sentido,
la intransigente ansia de matar de los separatistas ucranianos pro-rusos. La
insaciable necesidad de sangre del régimen ruso. O no; es posible que nunca se
sepa con exactitud. En cualquier caso, las manos de los rusos, de un bando o de
otro están metidas allí. Lo que menos importa es el bando al que representan.
¿Cuántos de esos 298 seres humanos tenían algo que ver con el atajaperros ucraniano? Es más ¿qué tienen que ver Holanda, Melbourne o Malasya con el hecho, simple en apariencia, de que Rusia no quiera reconocer la independencia de Ucrania? Nada. En la acepción más simple y pura, absolutamente nada (lo cual no deja de ser discutible en estos tiempos en los que el papel del vecino, es fisgonear en los asuntos del otro) sin embargo; un avión Malasio, cargado de ciudadanos Holandeses, que viajaba a Kuala Lumpur, cruzando el espacio aéreo de Rusia, es el último trofeo de una guerra disparatada que solo debería importarle a ellos. De verdad, no hay una mala palabra, no hay maldición alguna que le quite a uno la inmensa rabia
La rabia inconmensurable de saber que entre esas 298 historias se acabó el futuro, no solo del que murió, que suele ser el que se toma en cuenta a la hora de recapitular tragedias, sino (y sobretodo) de quienes tenían que ver con él. Del África Subsahariana, por ejemplo. En el vuelo MH17 viajaba, entre muchos otros científicos e investigadores invitados a participar en la conferencia mundial sobre SIDA, el Dr. Joep Lange, ex - presidente de la Sociedad internacional sobre SIDA (IAS) entre 2002 y 2004 y actual director del Departamento de Salud del Academic Medical Center de la Universidad de Ámsterdam. Lange, reconocido como un incansable defensor de una causa que ha golpeado de manera muy especial a los pueblos del África Subsahariana, en donde el índice de fallecimientos a causa de complicaciones derivadas del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida es el más alto del planeta, empeñado en una región de la tierra que pocos dolientes tiene, trabajaba en un proyecto francamente revolucionario (perdóneseme por mencionar la mala palabra, pero cabe) de tratamiento, ya no a base de antirretrovirales – que también sirven – sino de un producto probiótico (NR100157) que podía actuar directamente sobre la flora intestinal del paciente, contribuyendo a su estabilización y posterior mejoría. Junto a Lange, su asistente marchó al otro barrio con el proyecto inacabado. Hay más, un número - no establecido realmente - (pueden ser 109 o 6, que más da) de delegados a la conferencia mundial del SIDA (empieza hoy en Melbourne, Australia) murieron en ese avión derribado. La gran pregunta es inevitable ¿y si entre ellos iba la cura de una de las más terribles enfermedades de los siglos XX y XXI? Resulta, voy a volverlo a decir aunque suene a repetición innecesaria, que por lo menos una tercera parte de los fallecidos, demostraban en su vida diaria un compromiso absoluto con la lucha contra el SIDA y a ello dedicaban todo su esfuerzo sin aceptar algo como imposible, salvo sobrevolar con éxito la frontera de una región en conflicto en la que, paradojas del destino, la homofobia se practica por decreto presidencial.
Podría extenderme por páginas. Si no lo hago, es porque no me lo permite el dolor. Yo sé - lo viví de cerca- lo que significa esperar por una cura para el SIDA y cerrar los ojos de quien amas, porque ese remedio no llega. Se lo que significa pensar que ese remedio posiblemente tendrá un retraso de varios años, gracias a un misil lanzado desde una oscura población de Ucrania, un pedazo de tierra helada y en “conflicto” que para muchos insensatos, es ejemplo de lucha por la libertad. ¡Carajo!
Una monja, querida y respetada por ser una de esas educadoras que deja huella, un estudiante estadounidense de tan solo 19 años, 3 hermanos de 4, 7 y 10 años de edad, una estudiante australiana y su novio, una pareja de prestigiosos médicos patólogos, un vocero de la Organización Mundial de la Salud, un diputado Holandés, un sobrecargo que decidió trabajar en ese vuelo a última hora para pagar un favor a un compañero de aerolínea y, desde allí, historias truncadas; historias de vida que se desgarran para dar lugar a la oscuridad de la guerra. Realmente, ¿hace falta más para entender el sucio reguero de estiércol en que hemos ido convirtiéndonos el planeta? ¿Hace falta más para entender lo enfermos que estamos?
¿Cuántos de esos 298 seres humanos tenían algo que ver con el atajaperros ucraniano? Es más ¿qué tienen que ver Holanda, Melbourne o Malasya con el hecho, simple en apariencia, de que Rusia no quiera reconocer la independencia de Ucrania? Nada. En la acepción más simple y pura, absolutamente nada (lo cual no deja de ser discutible en estos tiempos en los que el papel del vecino, es fisgonear en los asuntos del otro) sin embargo; un avión Malasio, cargado de ciudadanos Holandeses, que viajaba a Kuala Lumpur, cruzando el espacio aéreo de Rusia, es el último trofeo de una guerra disparatada que solo debería importarle a ellos. De verdad, no hay una mala palabra, no hay maldición alguna que le quite a uno la inmensa rabia
La rabia inconmensurable de saber que entre esas 298 historias se acabó el futuro, no solo del que murió, que suele ser el que se toma en cuenta a la hora de recapitular tragedias, sino (y sobretodo) de quienes tenían que ver con él. Del África Subsahariana, por ejemplo. En el vuelo MH17 viajaba, entre muchos otros científicos e investigadores invitados a participar en la conferencia mundial sobre SIDA, el Dr. Joep Lange, ex - presidente de la Sociedad internacional sobre SIDA (IAS) entre 2002 y 2004 y actual director del Departamento de Salud del Academic Medical Center de la Universidad de Ámsterdam. Lange, reconocido como un incansable defensor de una causa que ha golpeado de manera muy especial a los pueblos del África Subsahariana, en donde el índice de fallecimientos a causa de complicaciones derivadas del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida es el más alto del planeta, empeñado en una región de la tierra que pocos dolientes tiene, trabajaba en un proyecto francamente revolucionario (perdóneseme por mencionar la mala palabra, pero cabe) de tratamiento, ya no a base de antirretrovirales – que también sirven – sino de un producto probiótico (NR100157) que podía actuar directamente sobre la flora intestinal del paciente, contribuyendo a su estabilización y posterior mejoría. Junto a Lange, su asistente marchó al otro barrio con el proyecto inacabado. Hay más, un número - no establecido realmente - (pueden ser 109 o 6, que más da) de delegados a la conferencia mundial del SIDA (empieza hoy en Melbourne, Australia) murieron en ese avión derribado. La gran pregunta es inevitable ¿y si entre ellos iba la cura de una de las más terribles enfermedades de los siglos XX y XXI? Resulta, voy a volverlo a decir aunque suene a repetición innecesaria, que por lo menos una tercera parte de los fallecidos, demostraban en su vida diaria un compromiso absoluto con la lucha contra el SIDA y a ello dedicaban todo su esfuerzo sin aceptar algo como imposible, salvo sobrevolar con éxito la frontera de una región en conflicto en la que, paradojas del destino, la homofobia se practica por decreto presidencial.
Podría extenderme por páginas. Si no lo hago, es porque no me lo permite el dolor. Yo sé - lo viví de cerca- lo que significa esperar por una cura para el SIDA y cerrar los ojos de quien amas, porque ese remedio no llega. Se lo que significa pensar que ese remedio posiblemente tendrá un retraso de varios años, gracias a un misil lanzado desde una oscura población de Ucrania, un pedazo de tierra helada y en “conflicto” que para muchos insensatos, es ejemplo de lucha por la libertad. ¡Carajo!
Una monja, querida y respetada por ser una de esas educadoras que deja huella, un estudiante estadounidense de tan solo 19 años, 3 hermanos de 4, 7 y 10 años de edad, una estudiante australiana y su novio, una pareja de prestigiosos médicos patólogos, un vocero de la Organización Mundial de la Salud, un diputado Holandés, un sobrecargo que decidió trabajar en ese vuelo a última hora para pagar un favor a un compañero de aerolínea y, desde allí, historias truncadas; historias de vida que se desgarran para dar lugar a la oscuridad de la guerra. Realmente, ¿hace falta más para entender el sucio reguero de estiércol en que hemos ido convirtiéndonos el planeta? ¿Hace falta más para entender lo enfermos que estamos?
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