Me gustaría creer que, en medio del terrible maremágnum que
vivimos en estos días, nuestra flamante defensora del pueblo ha sido víctima de
algún montaje imperdonable. Me gustaría creer que sus indefendibles expresiones
de hoy, son un invento de alguien que la quiere poco; un ex novio dolido, por
ejemplo, al que dejó sin chivo y sin mecate por dedicarse a la noble tarea de
defender la revolución y que hoy decidió pescar en rio revuelto para cobrarse
tanto despecho. Por lo menos me gustaría creer que esa afirmación vergonzante,
se le salió cuando creyó que nadie la estaba escuchando (le ha pasado a un
montón de poderosos, por qué no a ella, que es una ñinguita de nuestro apaleado
gobierno) o que al decirlo, estaba bajo el efecto de una dosis extra de
Rivotril o se había fumado una lumpia verde.
Me gustaría pensar que la ¿señora? que ocupa el importante cargo de
Defensora del Pueblo (Bolivariano) padece un raro trastorno mental que la hace
decir idioteces cuando se pone frente a un micrófono.
Me gustaría, porque me encantaría encontrar una manera
relativamente decente de justificar la declaración más aberrante que le he
escuchado a funcionario público alguno en todos los años de mi vida. Pero, me
temo que me voy a quedar con las ganas. Después de mucho investigar, parece que
la abnegada revolucionaria dijo lo que dijo en alta, clara e inteligible voz
para todo aquel que quiera escucharla. Yo no la escuché, por lo tanto, un
remotísimo espacio para que sea falso se abre paso en mi corazón, curtido de
tanta maldad revolucionaria; es lo de menos, en realidad, lo que yo siento es
irrelevante. Yo estoy en mi casa “acuartelado” desde hace tres semanas,
escuchando detonaciones a cualquier hora del día y de la noche, pidiéndole a
todos los santos que acabe el sin sentido y buscando, en silencio, explicaciones hasta para el volar de una mosca. Yo no cuento; pero, ante tamaña barbaridad, ¿Qué puede estar sintiendo la mamá
de cualquiera de los muertos en estos días de enfrentamientos? ¿Qué puede
sentir la mamá del joven a quien un esbirro
vestido de oficial de la Guardia Nacional Bolivariana, sodomizó
valiéndose de su fusil de reglamento? ¿De que tamaño es el miedo que sienten, en
el fondo de sus corazones, los más de mil muchachos detenidos arbitrariamente
en no se sabe que mazmorra venezolana, por haberse atrevido a estar donde una
multitud levantaba la voz?
No puedo ni empezar a buscar una respuesta, básicamente
porque si esta cosa fuera un país, esa funcionaria habría sido expuesta, con toda la razón del
mundo, al más fiero escarnio público. Las voces de nuestros gobernantes, aunque
sólo motivados por el cuidado de su imagen, habrían caído como piedras
candentes sobre ella para sacarla del camino. Habría sido juzgada y condenada,
le habría faltado planeta para esconderse de la mano de la justicia. En esta
cosa inexplicable en que se ha convertido Venezuela, eso hasta ahora no ha
sucedido y nosotros, ofendidos venezolanos, no esperamos que suceda. No lo
esperamos porque estamos empezando peligrosamente a acercarnos al límite de lo
real imaginario habiendo traspasado desde hace mucho tiempo el límite de lo decente,
para vivir atrapados en una vorágine de declaraciones y de hechos,
inconcebibles en un funcionario de alto rango, que se suceden minuto a minuto
tapando con su espeluznante significado la aberración del minuto anterior. Hoy,
el manual del perfecto revolucionario nos ha regalado la indicación que faltaba:
para ser lo que el régimen quiere que seamos, tenemos, entre otras cosas, que
aceptar que seremos torturados “para obtener información”. Ha puesto,
finalmente, palabras a lo que todos sabíamos, de todos modos (cosa que de algún
modo se agradece, sobre todo en estos tiempos en que la validez del proceso se
pone a prueba cada minuto) Para la
revolución, el fin justifica los medios. Cualquier medio. El sufrimiento
físico, por ejemplo, según opinión de una mujer que ostenta el cargo de
Defensora del Pueblo. Tras su
declaración, insensata, dolorosa, aterradora en lo más cierto de su significado,
el coro de quienes en la calle defienden junto a sí un pedazo de país que
celebra la existencia de colectivos armados, intensos tiroteos, gas
lacrimógeno, detenciones arbitrarias y, ofrenda como cuota de sacrificio, la
tortura del diario vivir: las colas en los supermercados que empiezan a ser normales
también en cualquier otra tienda.
Está bien. Será así; pero, permítanme decirles algo si es que
alguna vez un simpatizante del régimen viene de visita a estas páginas y se le
ocurre compartir mi estupor: el fusil con el que un soldado violó a un muchacho
venezolano para que este dijera alguna cosa, los golpes y humillaciones que muchos disidentes
han recibido, las bombas lacrimógenas que han dispersado manifestaciones
pacificas de ciudadanos, serán fichas que violentaran algún día – cercano - la
paz de la que hoy disfrutan aquellos a los que una camiseta roja parece
brindarles protección y, puedo asegurarles, no vestirán de azul o blanco
quienes se ocupen de voltear esas fichas.
Eso lo dice la historia, la historia no se equivoca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario