Desde hace 48 horas, la ciudad de Mérida, mi ciudad de Mérida,
ha sido el primero de los estados venezolanos en apropiarse del insoportable
calificativo puesto de moda por el difunto y, endilgado de tal manera a cuanta
cosa se les ocurre, que más parece una palabrota poco apropiada en sociedad. Para
celebrar el 5 de Julio (es la fecha de la independencia, ¿no?) el gobernador de
Mérida decidió, probablemente con el apoyo de sus empleados, convertir Santiago
de León de los Caballeros de Mérida en Estado Bolivariano de Mérida. Un hecho sin mayor trascendencia, en realidad,
si consideramos que salvo unos cuantos comunistas trasnochados (por suerte de
los que casi no hay por estos lares) aquí nadie va a usar el nuevo nombre de la
ciudad, del mismo modo como antes nadie usaba lo de Santiago de los Caballeros
– aun cuando creo recordar que en mi juventud era normal escuchar decir que Mérida
era la ciudad de los caballeros cosa
que, por cierto, se podía deber a dos razones: la fama de galantes que solían tener
los hombres que la poblaban y/o la costumbre de andar a caballo, que no se ha
perdido del todo – Es normal, quienes
vivimos y hemos vivido la ciudad desmigajada en que se ha convertido este
pueblo, jamás hemos necesitado otro apelativo que Mérida para nombrarla.
Bolivariana, Caballeresca, Santiaguina o Nevada; Mérida es, por suerte, Mérida.
La ciudad de los afectos serranos, para algunos pocos.
El cambio de nombre, hasta ahora, ha traído poca tela. La nueva urbe bolivariana estrenó
“denominación de origen” con un poco más de lo mismo: En el estacionamiento de
un parque infantil, dos bandas de motorizados se enfrentaron a tiros para
acabar con uno de ellos, recién salido de la cárcel. En un centro comercial fue
asesinado a puñaladas un muchacho de menos de 30 años para cobrarle una cuenta
pendiente del corazón, según las malas lenguas. En una urbanización clase
media, una pareja de vecinos despertaron en la madrugada, para encontrar en sus
frentes dos pistolas empuñadas por muchachitos que los maniataron y golpearon
para robarles la camioneta. La prensa
local (sí, eso que circula en Mérida se conoce como prensa local) da cuenta de
siete accidentes graves producidos por motorizados, los supermercados continúan
pidiendo cedula de identidad para decidir el día en que puedes hacer tus
compras, ayer se fue la luz un par de veces y las cartas de los restaurantes
(esa horrible costumbre escuálida de salir a comer en restaurantes los
domingos, habiendo tanta comida en casa) solo pueden ofrecer la mitad de lo que allí aparece por falta de
“materia prima”. Hoy, camino a mi trabajo, muy temprano en la mañana, me detuve en cuatro panaderías clamando por
un cachito y terminé mascullando maldiciones.
Sin embargo, la papelería oficial (la poquísima que existe) exhibe el nuevo membrete “bolivariano” y los decretos de marras han sido publicados, sellados y refrendados. El nuevo mote de Mérida, mi serrana ciudad acogedora, que cantaba el pobre de Emiro Duque Sánchez, ha dejado a todo el mundo con un chiste en la boca y no ha pasado más allá de ser considerado, literalmente, una ridiculez. Hasta allí, todo bien; pero, me pregunto: ¿es tan inofensivo el asunto? Realmente ¿tiene tan poca importancia? Me está que no, me está que una ciudad cuyo nombre ha sido el mismo por más de dos siglos y medio, no puede amanecer llamándose de otra forma un mal día, sencillamente porque un gobernante ávido de hacer notar su “pureza” colorada, lo decide de manera casi inconsulta. El día que los rusos decidieron que Leningrado volvería a ser San Petersburgo, sencillamente imprimieron nueva papelería y refrendaron un decreto o, ¿se lo preguntaron a alguien? ¿Y Bogotá?, el día que Don Belisario (ahora no me acuerdo quien lo hizo, pero suena a cosas de Don Belisario Betancourt) decidió que retomaba oficialmente el nombre de Santa Fe de Bogotá, lo hizo porque le salió de las entendederas o ¿cómo fue la cosa? ¿Qué es eso de cambiar de nombre a una ciudad, cuando además, lo que estás haciendo, al contrario de los casos mencionados, no es un acto de justicia sino de malcriada soberbia? ¿Eso se puede?
Por supuesto que algunos de nosotros jamás usaremos el nuevo nombre. Ya lo dije arriba. Pero, qué vamos a hacer con el fastidio bolivariano, si es que a los gobernadores les da por ganar puntos: ustedes se imaginan la pena que uno puede pasar, si está en alguna parte y le toca decir que la capital venezolana es “El Bolivariano Distrito Federal de la Gran Caracas” ¿no les suena eso a villa de siete leguas? Francamente, no gana uno para sustos en esta cosa rara que es nuestra república bolivariana; habría sido estupendo que el gobernador Ramírez se hubiera detenido un momento a pensar que, la única biblioteca del país en la que no hay un solo libro que ofrecer al público es, precisamente, la Biblioteca Bolivariana de Mérida.
Sin embargo, la papelería oficial (la poquísima que existe) exhibe el nuevo membrete “bolivariano” y los decretos de marras han sido publicados, sellados y refrendados. El nuevo mote de Mérida, mi serrana ciudad acogedora, que cantaba el pobre de Emiro Duque Sánchez, ha dejado a todo el mundo con un chiste en la boca y no ha pasado más allá de ser considerado, literalmente, una ridiculez. Hasta allí, todo bien; pero, me pregunto: ¿es tan inofensivo el asunto? Realmente ¿tiene tan poca importancia? Me está que no, me está que una ciudad cuyo nombre ha sido el mismo por más de dos siglos y medio, no puede amanecer llamándose de otra forma un mal día, sencillamente porque un gobernante ávido de hacer notar su “pureza” colorada, lo decide de manera casi inconsulta. El día que los rusos decidieron que Leningrado volvería a ser San Petersburgo, sencillamente imprimieron nueva papelería y refrendaron un decreto o, ¿se lo preguntaron a alguien? ¿Y Bogotá?, el día que Don Belisario (ahora no me acuerdo quien lo hizo, pero suena a cosas de Don Belisario Betancourt) decidió que retomaba oficialmente el nombre de Santa Fe de Bogotá, lo hizo porque le salió de las entendederas o ¿cómo fue la cosa? ¿Qué es eso de cambiar de nombre a una ciudad, cuando además, lo que estás haciendo, al contrario de los casos mencionados, no es un acto de justicia sino de malcriada soberbia? ¿Eso se puede?
Por supuesto que algunos de nosotros jamás usaremos el nuevo nombre. Ya lo dije arriba. Pero, qué vamos a hacer con el fastidio bolivariano, si es que a los gobernadores les da por ganar puntos: ustedes se imaginan la pena que uno puede pasar, si está en alguna parte y le toca decir que la capital venezolana es “El Bolivariano Distrito Federal de la Gran Caracas” ¿no les suena eso a villa de siete leguas? Francamente, no gana uno para sustos en esta cosa rara que es nuestra república bolivariana; habría sido estupendo que el gobernador Ramírez se hubiera detenido un momento a pensar que, la única biblioteca del país en la que no hay un solo libro que ofrecer al público es, precisamente, la Biblioteca Bolivariana de Mérida.
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