Explicar lo inexplicable es muy complicado
(Julio Cesar)
Yo solo quería darle una sonrisa a este pueblo, que ha sufrido tanto
(David Luiz)
(Julio Cesar)
Yo solo quería darle una sonrisa a este pueblo, que ha sufrido tanto
(David Luiz)
No vi todo el partido. Salía de clases cuando escuché la gritería
que anunciaba el primer gol de Alemania, pero no me quedé para el partido
porque tenía cosas que hacer. En el
camino me enteré de otro gol alemán mientras me dedicaba a lo mío. Casi a punto
de llegar a mi casa, paré en la panadería y descubrí con sorpresa que el score del juego era 5 a 0 a favor de Alemania. Unos minutos más
tarde, la pantalla de mi televisor mostraba el oprobioso resultado: 7 a 1, en la semifinal de la Copa del Mundo
2014, en contra de la Canairinha. Un
resultado en eliminatorias que no se veía desde que en 1934 Suecia le anotó 8
goles a Cuba. Andre Schurrle en el
minuto 68 (narrarán para siempre los comentaristas deportivos) refrendó una
derrota de librito al anotar dos goles en menos de diez minutos; nada importó
que Oscar, en el minuto 90, lograra pasar de la portería el gol más triste de
la historia de la competencia. Brasil se despedía del mundial - y la gente del
estadio - con la mayor saudade de este mundo. No era la primera
vez, era la peor de todas.
Si aquel lejano gol de Uruguay en 1950, se convirtió para siempre en la peor derrota deportiva de la historia del Brasil, los siete goles de ayer se grabaron a sangre y fuego, literalmente, en las mentes de un país que se opuso al mundial con tanta fuerza que parecían anunciados del presagio de una tarde para penas, solamente. Yo no iba por Brasil; pero, sinceramente, yo no quería verlos de nuevo viviendo ese dolor.
Julio de 2006, mundial de Alemania. El 1 de julio se enfrentaban Brasil contra Francia en Fráncfort en un partido que determinaba el pase a semifinal del equipo ganador. En mi casa de Houston, las pasiones divididas alentaban una tarde inolvidable. Ese año, como muchos otros, yo apostaba a España, entonces eliminada. Mis amigos, sin embargo apostaban a Brasil con ese furor que solo se ve en Venezuela y en Rio de Janeiro. Un par de compañeros argentinos ligaban la caída de la canarinha y un alemán de esos que parecen sobrino de la Merkel, nos había ofrecido un shocroute (aunque reventáramos de glotonería en el calor Texano) si Alemania llegaba a la final. Todo lo demás era verde amarillo. El juego, ¿donde si no? lo íbamos a ver en casa.
Muy temprano salí a llevar mi auto a hacerle servicio. Aproveché la cercanía para regresar a casa caminando bajo los permanentes 37°C de calor tejano. A tres cuadras de mi casa estaba el mejor restaurante brasilero de la ciudad. No era la famosa churrasquería con sucursales en todo el país; no, era un sitio discreto y exquisito en que servían el mejor acarajé y la mejor feijoada que podía conseguirse fuera de los límites de Brasil. Pasé por el frente. En el estacionamiento del pequeño centro comercial, la fiesta había empezado un buen rato antes. Un grupo de mulatas de esas que uno ve en documentales gastronómicos, habían montado una cocina al aire libre de la que se desprendía calor y aromas insuperables. Un poco mas allá, algunos muchachos de guapura imposible ensayaban una y otra vez complicadas artes de capoeira mientras otro grupo, esta vez de garotas triple-mamitas, se probaban con todo descaro, minúsculas piezas de tela recamada e intentaban montar sobre sus cabezas verdaderos prodigios de plumas y lentejuelas. En el balcón que daba a la avenida más importante de Houston, ocho hombres vistiendo el uniforme de su selección, acomodaban la bandera más grande que le he visto a país alguno en mi vida entera. El pequeño street center en que se alojaba el restaurante, ese día, era una representación soberbia de la soberbia con la que Brasil suele encarar la certeza de ser “os melhores jogadores do mundo”
Pero la tabla de anotaciones no miente. Aun cuando Brasil no ha recibido desde 1938 más que 5 goles de un oponente en un mundial (y vale decir que ese juego lo ganaron a Polonia 6 a 5) ni han perdido jamás un juego en casa, desde el fatídico Maracanazo de 1950, ese día de 2006 que se vivía en Fráncfort, golpeó con toda intensidad mi vida en Houston.
Tuve que ir a retirar el auto en el entretiempo del partido. Al llegar al taller, descubrí con espanto que perdería el desenlace del partido que ya iba 1-0 a favor de Francia. Mi auto, cosas de la vida, no estaba listo; peor aún, nadie en el taller estaba siguiendo las incidencias de la Copa Mundial. Espere por no sé cuánto tiempo y finalmente decidí regresar a casa andando, aunque me quedara sin carro. Entonces sucedió: al pasar por el frente del pequeño universo brasilero montado desde la madrugada con todo esmero, en la Avenida Westheimer de Houston, tres mujeres llorosas doblaban en cuartos la inmensa bandera. Una negra de turbante blanco secaba sus ojos con el dorso de la mano, mientras achicaba las cocinas montadas a la intemperie. Los hombres de la capoeira perdían su lustre y su buenamozura entre abrazos del más hondo pesar y las garotas del desayuno, lavados sus rostros, habían tapado sus cuerpos esplendidos con las batolas del deshonor. Kilos y kilos de acaraje se amontonaban en el contenedor de basura. Me acerqué. Un mulato a quien las lágrimas habían cuarteado el maquillaje amarillo de su rostro, puso en mi mano una cerveza y se sentó en la acera a llorar. Me senté a su lado. El silencio, poco a poco, dio paso a un enorme coro de choros y saudades, a una incontenible tristeza: Henry, el jugador francés, había anotado el único gol de la tarde. Brasil estaba fuera del mundial 2006.
Anoche, otra vez, los jugadores de oro no solo perdieron. Perdieron mal, perdieron horrible. Fueron masacrados por un equipo europeo eficiente y concentrado que no necesitó trastadas, ni puso el grueso de su futuro en las piernas de un solo jugador. Jugaron futbol.
En La Copacabana de hoy, aun hay gente que recuerda con dolor la cruel derrota de 1950 en el Maracaná y como ese día el silencio descendió sobre Rio. En la Copacabana de hoy, asfixiada de pobreza, descontentos y promesas incumplidas, es bastante difícil que vuelva un silencio a cubrir el dolor de ya no ser. Las protestas callejeras que casi le cuestan el mundial a un gobierno empecinado en no admitir realidades (oh eterna maldición latinoamericana) no nos dejan sino el temor de que el terror vuelva a apoderarse de las calles de Rio. Después del 7 a 1 de anoche, solo dos cosas son seguras: Alemania va cómodamente en camino a coronarse campeón Mundial 2014 y el corazón de los 199 millones de brasileros en el mundo, jamás olvidará el 08 de julio de 2014 ni el estadio Mineirao de Belo Horizonte.
Si aquel lejano gol de Uruguay en 1950, se convirtió para siempre en la peor derrota deportiva de la historia del Brasil, los siete goles de ayer se grabaron a sangre y fuego, literalmente, en las mentes de un país que se opuso al mundial con tanta fuerza que parecían anunciados del presagio de una tarde para penas, solamente. Yo no iba por Brasil; pero, sinceramente, yo no quería verlos de nuevo viviendo ese dolor.
Julio de 2006, mundial de Alemania. El 1 de julio se enfrentaban Brasil contra Francia en Fráncfort en un partido que determinaba el pase a semifinal del equipo ganador. En mi casa de Houston, las pasiones divididas alentaban una tarde inolvidable. Ese año, como muchos otros, yo apostaba a España, entonces eliminada. Mis amigos, sin embargo apostaban a Brasil con ese furor que solo se ve en Venezuela y en Rio de Janeiro. Un par de compañeros argentinos ligaban la caída de la canarinha y un alemán de esos que parecen sobrino de la Merkel, nos había ofrecido un shocroute (aunque reventáramos de glotonería en el calor Texano) si Alemania llegaba a la final. Todo lo demás era verde amarillo. El juego, ¿donde si no? lo íbamos a ver en casa.
Muy temprano salí a llevar mi auto a hacerle servicio. Aproveché la cercanía para regresar a casa caminando bajo los permanentes 37°C de calor tejano. A tres cuadras de mi casa estaba el mejor restaurante brasilero de la ciudad. No era la famosa churrasquería con sucursales en todo el país; no, era un sitio discreto y exquisito en que servían el mejor acarajé y la mejor feijoada que podía conseguirse fuera de los límites de Brasil. Pasé por el frente. En el estacionamiento del pequeño centro comercial, la fiesta había empezado un buen rato antes. Un grupo de mulatas de esas que uno ve en documentales gastronómicos, habían montado una cocina al aire libre de la que se desprendía calor y aromas insuperables. Un poco mas allá, algunos muchachos de guapura imposible ensayaban una y otra vez complicadas artes de capoeira mientras otro grupo, esta vez de garotas triple-mamitas, se probaban con todo descaro, minúsculas piezas de tela recamada e intentaban montar sobre sus cabezas verdaderos prodigios de plumas y lentejuelas. En el balcón que daba a la avenida más importante de Houston, ocho hombres vistiendo el uniforme de su selección, acomodaban la bandera más grande que le he visto a país alguno en mi vida entera. El pequeño street center en que se alojaba el restaurante, ese día, era una representación soberbia de la soberbia con la que Brasil suele encarar la certeza de ser “os melhores jogadores do mundo”
Pero la tabla de anotaciones no miente. Aun cuando Brasil no ha recibido desde 1938 más que 5 goles de un oponente en un mundial (y vale decir que ese juego lo ganaron a Polonia 6 a 5) ni han perdido jamás un juego en casa, desde el fatídico Maracanazo de 1950, ese día de 2006 que se vivía en Fráncfort, golpeó con toda intensidad mi vida en Houston.
Tuve que ir a retirar el auto en el entretiempo del partido. Al llegar al taller, descubrí con espanto que perdería el desenlace del partido que ya iba 1-0 a favor de Francia. Mi auto, cosas de la vida, no estaba listo; peor aún, nadie en el taller estaba siguiendo las incidencias de la Copa Mundial. Espere por no sé cuánto tiempo y finalmente decidí regresar a casa andando, aunque me quedara sin carro. Entonces sucedió: al pasar por el frente del pequeño universo brasilero montado desde la madrugada con todo esmero, en la Avenida Westheimer de Houston, tres mujeres llorosas doblaban en cuartos la inmensa bandera. Una negra de turbante blanco secaba sus ojos con el dorso de la mano, mientras achicaba las cocinas montadas a la intemperie. Los hombres de la capoeira perdían su lustre y su buenamozura entre abrazos del más hondo pesar y las garotas del desayuno, lavados sus rostros, habían tapado sus cuerpos esplendidos con las batolas del deshonor. Kilos y kilos de acaraje se amontonaban en el contenedor de basura. Me acerqué. Un mulato a quien las lágrimas habían cuarteado el maquillaje amarillo de su rostro, puso en mi mano una cerveza y se sentó en la acera a llorar. Me senté a su lado. El silencio, poco a poco, dio paso a un enorme coro de choros y saudades, a una incontenible tristeza: Henry, el jugador francés, había anotado el único gol de la tarde. Brasil estaba fuera del mundial 2006.
Anoche, otra vez, los jugadores de oro no solo perdieron. Perdieron mal, perdieron horrible. Fueron masacrados por un equipo europeo eficiente y concentrado que no necesitó trastadas, ni puso el grueso de su futuro en las piernas de un solo jugador. Jugaron futbol.
En La Copacabana de hoy, aun hay gente que recuerda con dolor la cruel derrota de 1950 en el Maracaná y como ese día el silencio descendió sobre Rio. En la Copacabana de hoy, asfixiada de pobreza, descontentos y promesas incumplidas, es bastante difícil que vuelva un silencio a cubrir el dolor de ya no ser. Las protestas callejeras que casi le cuestan el mundial a un gobierno empecinado en no admitir realidades (oh eterna maldición latinoamericana) no nos dejan sino el temor de que el terror vuelva a apoderarse de las calles de Rio. Después del 7 a 1 de anoche, solo dos cosas son seguras: Alemania va cómodamente en camino a coronarse campeón Mundial 2014 y el corazón de los 199 millones de brasileros en el mundo, jamás olvidará el 08 de julio de 2014 ni el estadio Mineirao de Belo Horizonte.
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