Yo venía caminando por la avenida Los Próceres, Mireya salía
de una calle para incorporarse al tráfico, la vi justo en el momento en que
manoteaba desde su puesto de conductor como preguntándome a donde iba. Se ofreció
a llevarme, yo acepté para escapar de esa cosa
horrible que aquí llaman transporte público. No éramos amigos; yo sabía
que ella es cercana amiga de mi hermana y recordaba su presencia solidaria en
las brumas de la mala hora; pero, poco más.
Nunca me percaté –
hasta ahora – que ese día empecé a ser mejor persona, una vez más; así como tampoco me percaté (culpa del
argentino que llevo dentro) de que en ese momento, Mireya hacia algo que en
pocas ocasiones alguien ha hecho por mí: apostar a mí, poquito - como deben ser
las apuestas riesgosas – y con certeza, que es lo que cuenta. Ese día, antes de
dejarme en mi casa, habíamos hecho el compromiso formal de sentarnos a
conversar el viernes siguiente, a las 3 de la tarde, para explorar las opciones
que me permitirían incorporarme al personal de la Escuela Técnica Industrial Padre Madariaga. Llegó el viernes, yo me
asomé a la puerta de su oficina, que siempre estuvo y estará abierta, a las 3
en punto de la tarde y ella, con ojos sonreídos, alabó mi puntualidad
diciéndome que solo por eso tendría que contratarme, “que en este país alguien se acuerde de una reunión a las tres de la
tarde de un viernes, sin que lo hayan llamado para recordárselo, es un milagro,
tendría que contratarte solo por eso” Así empezó mi andadura por un mundo
desconocido hasta ese momento - voy a decirlo de una vez y advierto que no me
causa ni orgullo ni vergüenza – yo soy un tipo muy sifrino y muy complicado, yo
nunca había puesto mis pies en un barrio. Mucho menos me había planteado
convivir con un barrio. Eso no era para mí. Yo podía tener (juro que las tengo)
todas las soluciones para la pobreza, la promiscuidad de la vida de los que
nada tienen y varios otros pensamientos a favor de encontrarle soluciones a
ese, como uno de los grandes problemas de esto-que-nos-está-pasando,
pero, al igual que muchos miles de paisanos, lo hacía desde la comodidad de mi
habitación y por las redes sociales; en vivo y en directo, nada. Hasta ese día,
en que ella me contó de La Loma y me dijo, como quien no quiere, que tenía unas
horas, poquitas, y quería dármelas a mí para ver si yo podía hacer algo por sus
muchachos. En principio se trataba de inventar un club de teatro para los
alumnos; aunque debo confesar (pronto y sin argucias) que ese es uno de los
fracasos más grandes de mi vida, también debo decir, en mi defensa, que es la
prueba de que no hay mal que por bien no
venga. En menos de un año escolar, me había convertido en profesor de un
grupo de adolescentes con más problemas que el país mismo y la vida se me había
vuelto un sube y baja de emociones ajenas que desembocaron en un montón de
horas académicas, con asignatura propia, consejos docentes, planificaciones que
siempre se quedan para otro día y todas esas cosas que se supone son propias de
gente que se gana la vida enseñando; pero, se pasa la vida aprendiendo.
Gracias a Mireya comencé otra vez a tener verdades absolutas en mi vida: no importa el mal humor y las ganas que tenga de torcerle el pescuezo a alguien, “mis” alumnos no son ese pescuezo, aunque algunos lo merezcan, pues ellos están allí, con agradecimiento, esperando que uno llegue a iluminarles la vida, aunque lo haga arrastrando el último suspiro. Gracias a Mireya yo me enteré que hay adolescentes que se empeñan en sacar lo mejor y lo peor de uno, en un solo “bloque” y que eso se parece mucho a una gran forma de vivir la vida. Gracias a Mireya, en una cauchera de mala muerte, que queda en un vecindario de mala muerte, un muchacho lleno de grasa de pies a cabeza, me recibe como si yo fuera el Rey Fuad y no me cobra la reparación de los cauchos de mi auto porque yo soy su profe y soy un monstro. Gracias a Mireya, yo he conocido gente a la que nunca me le habría acercado por decisión propia y, poco a poco, he llegado a hermanarlos en el afecto más profundo, a pesar de los taki ti taki, o tal vez porque existen, la vida es así y punto.
Ayer, en una fiesta que nos quedó buenísima, despedimos a Mireya, empeñada en jubilarse cuando nadie le había dicho que se jubilara, para dejarnos en este ayayay de no saber cómo va a ser el año escolar que viene, ni si tendremos las libertades que Mireya nos dio a todos para que hiciéramos con nuestras clases lo que nos diera la gana, confiada - como siempre ha estado - en que sabremos hacerlo. Tengo que confesar, por eso lo escribo, que la salida de Mireya de la dirección de mi escuela, me produce hasta miedo, quizás por aquello de que uno ya no tiene edad para asimilar cambios y sobre todo, me produce nostalgia adelantada. Voy a echar de menos el espacio para ejercer de mí. Para hacerle chistes al poder, para abrir la puerta e interrumpir reuniones de alto nivel y soltar cuatro cosas bien y mal dichas sin que me manden a callar o estar para echar una mano a la tarea inconclusa de ponerle buena cara a estos tiempos malos, rémalos.
La suerte, extraordinaria, es que no voy a echar de menos a la amiga. Espero que siga viniendo a almorzar a mi casa con frecuencia, espero que siga estando por allí para solucionarnos la historia, espero que esté al alcance del teléfono para hacernos algún favor mutuo, espero que volvamos a desayunar panquecas y pueda seguir burlándome de Pimienta. Lo espero y sé que sucederá así. Mireya es ese tipo de mujer que se toma en serio la amistad y la expresa con abrazos mullidos, amplitud de mente y cerebro caraqueño, de los de antes. Eso lo agradece el corazón, porque sirve para entender que no hay otra forma de crear afectos que duren toda la vida. Como la escuela y yo. Como mis alumnos y yo. Como ella y yo.
Gracias a Mireya comencé otra vez a tener verdades absolutas en mi vida: no importa el mal humor y las ganas que tenga de torcerle el pescuezo a alguien, “mis” alumnos no son ese pescuezo, aunque algunos lo merezcan, pues ellos están allí, con agradecimiento, esperando que uno llegue a iluminarles la vida, aunque lo haga arrastrando el último suspiro. Gracias a Mireya yo me enteré que hay adolescentes que se empeñan en sacar lo mejor y lo peor de uno, en un solo “bloque” y que eso se parece mucho a una gran forma de vivir la vida. Gracias a Mireya, en una cauchera de mala muerte, que queda en un vecindario de mala muerte, un muchacho lleno de grasa de pies a cabeza, me recibe como si yo fuera el Rey Fuad y no me cobra la reparación de los cauchos de mi auto porque yo soy su profe y soy un monstro. Gracias a Mireya, yo he conocido gente a la que nunca me le habría acercado por decisión propia y, poco a poco, he llegado a hermanarlos en el afecto más profundo, a pesar de los taki ti taki, o tal vez porque existen, la vida es así y punto.
Ayer, en una fiesta que nos quedó buenísima, despedimos a Mireya, empeñada en jubilarse cuando nadie le había dicho que se jubilara, para dejarnos en este ayayay de no saber cómo va a ser el año escolar que viene, ni si tendremos las libertades que Mireya nos dio a todos para que hiciéramos con nuestras clases lo que nos diera la gana, confiada - como siempre ha estado - en que sabremos hacerlo. Tengo que confesar, por eso lo escribo, que la salida de Mireya de la dirección de mi escuela, me produce hasta miedo, quizás por aquello de que uno ya no tiene edad para asimilar cambios y sobre todo, me produce nostalgia adelantada. Voy a echar de menos el espacio para ejercer de mí. Para hacerle chistes al poder, para abrir la puerta e interrumpir reuniones de alto nivel y soltar cuatro cosas bien y mal dichas sin que me manden a callar o estar para echar una mano a la tarea inconclusa de ponerle buena cara a estos tiempos malos, rémalos.
La suerte, extraordinaria, es que no voy a echar de menos a la amiga. Espero que siga viniendo a almorzar a mi casa con frecuencia, espero que siga estando por allí para solucionarnos la historia, espero que esté al alcance del teléfono para hacernos algún favor mutuo, espero que volvamos a desayunar panquecas y pueda seguir burlándome de Pimienta. Lo espero y sé que sucederá así. Mireya es ese tipo de mujer que se toma en serio la amistad y la expresa con abrazos mullidos, amplitud de mente y cerebro caraqueño, de los de antes. Eso lo agradece el corazón, porque sirve para entender que no hay otra forma de crear afectos que duren toda la vida. Como la escuela y yo. Como mis alumnos y yo. Como ella y yo.
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