La primera vez que escuche hablar de “la familia escogida”
estaba cómodamente instalado en el inolvidable apartamento de Isaac Chocrón,
compartiendo con él alguna de esas tardes robadas al trabajo incansable en las
que empezábamos a fraguar una amistad que no la acabó la muerte. No recuerdo
las circunstancias, pero hablábamos de algo que él había publicado por esos
días, en los que hacía referencia a un término que él aseguraba haber acuñado y
que usaba para hablar de esa otra familia
que todos tenemos, o debemos tener, compuesta por personas a quienes les
brindamos nuestro más íntimo afecto. No
sustituye la que la sangre nos ha dado, pero perfectamente hace sus veces y en
ella no faltan ni los primos lejanos. Aunque suene a disparate paralelo
(cualquiera diría que una sola familia es suficiente, válgame Dios) la familia escogida
está en tu vida, porque tú lo has decidido - muchas veces sin pedirle permiso sino al amor
- y la otra está porque tiene que estar, porque naciste en ella. La primera la
escoges, la segunda la tienes y punto.
Asimilé la teoría de la familia escogida, en primer lugar
porque quien me la estaba contando era en ese momento (lo fue, para mi suerte,
siempre) una especie de padre en plan aleccionador. También porque, apartando
toda consideración, en mi vida esa familia escogida existía, desde que tuve la oportunidad
de aceptar su presencia; pero, no fue fácil, uno puede sacar a un muchacho de
la ruana y el frailejón, lo que no puede – siempre – es sacar la ruana y el
frailejón del muchacho. El día que tuvimos esa conversación, la cordillera
andina de mis orígenes más cerreros, estaba demasiado fresca; aceptar que yo tenía
una segunda familia en mi vida era, ni más ni menos, que traicionar a Celinita
y los mogollones. No obstante, lo había hecho - sin traición alguna - a Dios
gracias. Al adoptar el mejor de mis
amores, había adoptado (escogido, digámoslo chocronianamente) a una familia
compuesta por tantos y tan disparatados miembros que en ellos tenía la
extensión de una vida distinta a la que había vivido hasta entonces, pero
igualita en lo que significaba recibir y prodigar unos cariños largos, definitivos
y exigentes que, además, habitaban un palacio, con torretas y pasadizos modernos,
ideado por Fruto Vivas para una familia de promiscuidades decentes y
algarabías. Si por pedir era, yo no
podía pedir más.
Supongo que ese cuento detallado, esa nostalgia convertida en vida diaria es otra de las tareas que tengo pendiente. Hoy no voy a contarla. No, porque hoy esa familia, a la que amo como mía, todavía intenta reponerse de la herida que a cada uno de nosotros nos ha causado el estupor de pasearse por palacio, buscando en cada rincón la risa sanadora de su directora de escena. De la señora de sus flores y sus exquisiteces, del abrazo cerrado y selectivo que tuve la suerte de recibir un montón de veces. En su lugar, ha ido encontrando su ausencia. Anita, La Marrina de todos, se hizo luz sin aspavientos, sin molestar a nadie y con el tiempo justo de una despedida a la que me uní en el ultimo minuto, con la tarea inacabada que aun pasados varios días sigue siendo sorpresa incomprensible, designio triste del destino, voluntad de Dios, que llaman. Y no es fácil. Pasearse por palacio sin encontrar la presencia amada de Anita, es probablemente lo más duro de haberla despedido hace dos semanas. Enfrentarse a las soledades que dejó atrás lo pone a uno chinito; por una razón fundamental: para mi familia escogida, Anita y los suyos fueron al mismo tiempo, su familia escogida. Escogida, como me dijo La Nona hace tres días, a fuerza de confidencias, secretos, amores y dichas compartidas.
Una cadena de amores, perdóneseme no querer llamarlo de otra forma, que retruca en cada uno de los que entramos a palacio, para entretejer una colmena de abejas que dan su miel en cada fiesta de cumpleaños, convocados por el azar del destino a sorprenderse por gente que guarda duelos a las matas de mamón o juega dominó y bolas criollas mientras escribe poemas y canta un ave maría. Una familia que abre puertas, las de palacio, para recibir a todo el que entre con el talante altanero de los que saben que no saben. Callada, guardando las puertas de ese palacio que aprendí a querer antes de que Rayita tuviera que contar el curriculum vitae del joven que te acompaña, estaba ella, llegada con su carga de dolores, como su nombre, y su epifanía alegre a poner orden en una tribu que la necesitó en cada amanecer de sus largos días.
Me resuena su acento, sus erres arrastradas, su enorme menudez y su amistad; me resuena un mensaje en el que me mandaba besos exclusivos (de esos que no le doy a todo el mundo) y una promesa de silencio, porque tu vida pertenece a la Quinta Zaira y las cosas que pertenecen a la Quinta Zaira yo no las cuento. Me resuenan sus conversas, su risa alborotada y los pedazos de tarde en el patio rojo, las cervezas, el gusto por la buena mesa, la buena música y la promesa incumplida del concierto en el Aula Magna al que nunca fui. Me resuena su presencia, en lo privado de los afectos verdaderos y habrá de resonarme para siempre su generosidad. Después de todo, Ana Dolores fue testimonio vivo de amiga, en amigos que me regaló la vida para combatir estos tiempos en los que esa palabra viene tan rápido a la boca de los que no la conocen, fue ejemplo de compañía en tiempos de soledad y autora prodigiosa de una sopa de cebolla exquisita que se marchó con ella a la eternidad. Me resuena su vida, toda, y la certeza de haber tenido en una familia que me escogió cuando los escogí a ellos, hasta la dicha increíble de una madrina que no alcanzó a llevarme a la pila. No es poco.
Hasta siempre Marri...
Supongo que ese cuento detallado, esa nostalgia convertida en vida diaria es otra de las tareas que tengo pendiente. Hoy no voy a contarla. No, porque hoy esa familia, a la que amo como mía, todavía intenta reponerse de la herida que a cada uno de nosotros nos ha causado el estupor de pasearse por palacio, buscando en cada rincón la risa sanadora de su directora de escena. De la señora de sus flores y sus exquisiteces, del abrazo cerrado y selectivo que tuve la suerte de recibir un montón de veces. En su lugar, ha ido encontrando su ausencia. Anita, La Marrina de todos, se hizo luz sin aspavientos, sin molestar a nadie y con el tiempo justo de una despedida a la que me uní en el ultimo minuto, con la tarea inacabada que aun pasados varios días sigue siendo sorpresa incomprensible, designio triste del destino, voluntad de Dios, que llaman. Y no es fácil. Pasearse por palacio sin encontrar la presencia amada de Anita, es probablemente lo más duro de haberla despedido hace dos semanas. Enfrentarse a las soledades que dejó atrás lo pone a uno chinito; por una razón fundamental: para mi familia escogida, Anita y los suyos fueron al mismo tiempo, su familia escogida. Escogida, como me dijo La Nona hace tres días, a fuerza de confidencias, secretos, amores y dichas compartidas.
Una cadena de amores, perdóneseme no querer llamarlo de otra forma, que retruca en cada uno de los que entramos a palacio, para entretejer una colmena de abejas que dan su miel en cada fiesta de cumpleaños, convocados por el azar del destino a sorprenderse por gente que guarda duelos a las matas de mamón o juega dominó y bolas criollas mientras escribe poemas y canta un ave maría. Una familia que abre puertas, las de palacio, para recibir a todo el que entre con el talante altanero de los que saben que no saben. Callada, guardando las puertas de ese palacio que aprendí a querer antes de que Rayita tuviera que contar el curriculum vitae del joven que te acompaña, estaba ella, llegada con su carga de dolores, como su nombre, y su epifanía alegre a poner orden en una tribu que la necesitó en cada amanecer de sus largos días.
Me resuena su acento, sus erres arrastradas, su enorme menudez y su amistad; me resuena un mensaje en el que me mandaba besos exclusivos (de esos que no le doy a todo el mundo) y una promesa de silencio, porque tu vida pertenece a la Quinta Zaira y las cosas que pertenecen a la Quinta Zaira yo no las cuento. Me resuenan sus conversas, su risa alborotada y los pedazos de tarde en el patio rojo, las cervezas, el gusto por la buena mesa, la buena música y la promesa incumplida del concierto en el Aula Magna al que nunca fui. Me resuena su presencia, en lo privado de los afectos verdaderos y habrá de resonarme para siempre su generosidad. Después de todo, Ana Dolores fue testimonio vivo de amiga, en amigos que me regaló la vida para combatir estos tiempos en los que esa palabra viene tan rápido a la boca de los que no la conocen, fue ejemplo de compañía en tiempos de soledad y autora prodigiosa de una sopa de cebolla exquisita que se marchó con ella a la eternidad. Me resuena su vida, toda, y la certeza de haber tenido en una familia que me escogió cuando los escogí a ellos, hasta la dicha increíble de una madrina que no alcanzó a llevarme a la pila. No es poco.
Hasta siempre Marri...
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