Luces gloriosa con tus guirnaldas de cerros a tu
alrededor
Caracas, ciudad hermosa
Tú eres bella, Caracas, la cuna del Libertador
(Billo Frómeta)
Por increíble que parezca, yo adoro Caracas. No tiene
absolutamente nada que ver con ese patrioterismo ligado al pabellón criollo o al
tricolor nacional que esta de moda. No. A mí me encanta Caracas desde mucho antes que “este es el mejor país del mundo” (pero
con cuanto gusto me mudaría para Panamá) se convirtiera en respuesta al dilema
de subsistencia que nos sirven los rojos a la mesa todos los días. Es probable
que la buena opinión que tengo de nuestra ciudad capital esté permeada: Yo viví
la ciudad feliz, la que aun en medio del caos más terrible tenía cosas que ofrecer
a sus habitantes, la que estaba llamada
a convertirse en la gran capital latinoamericana. La de antes, la que no se
había enfermado. De modo que no es necesario ser la reencarnación de Sigmund
Freud para diagnosticarme algún caso de nostalgia mal resuelto con la ciudad en
la que viví mucho tiempo. Lo acepto, pero de forma muy simple. Una de las pocas cosas de las que alardeo en
mi vida, es de no ser un hombre nostálgico de Patria. Esa palabra, para mí, no
tiene significado alguno. A favor de la corriente que me acusa de descastado,
defiendo el derecho a no comprender cabalmente que cosa es esa de patria. Es
decir, no sé si los 900 y pico mil kilómetros
cuadrados que (me enseñaron en la escuela) son Venezuela, esconden entre sus límites
el significado de patria. O si patria es una colección de símbolos, ahora
bastante alterados, que significan un gentilicio desahuciado, si es un sabor o
incluso un olor. No lo sé. Cuando me exprimo el cerebro buscándole explicación
a esa repentina fiebre de amor por lo criollo que se pregona a todo volumen
desde cualquier rincón dentro, pero sobre todo, fuera del país, lo que más
consigo descubrir es mi relación particular de amor con Caracas. La capital del
desaguisado.
Es bastante probable, (lo pongo así, porque en este asunto no hay verdades reveladas) que siendo un tipo tan absolutamente urbano, adorador de los semáforos, la contaminación y el gentío (siempre que no lo molesten directamente a él) sienta que Caracas es lo más parecido a una ciudad en mayúsculas que uno puede encontrar en este valle de lagrimas. Mi relación con Caracas se fraguó a bordo de un autobús de Expresos Alianza en los tiempos de El Cafetal de las vacaciones de mi infancia, después de un viaje que duraba, exactamente, 12 horas y cuatro paradas, hasta un Nuevo Circo que a mí se me antojaba la puerta del paraíso. Ni modo, si alguna tarea impostergable me asigné siendo apenas un niñito, enamorarme de Caracas fue, sin duda, una de las más fáciles e importantes. En mi adolescencia, El Cafetal de mi tía se alternaba con la Santa Mónica de mi papá y, poco a poco, empecé a entender el enramado de urbanizaciones que poblaban la ciudad de pequeñas ciudades parecidas a sí misma. Santa Mónica me acercó a Bello Monte y Bello Monte me regaló mi primera salida de hombre grande: una escapada “ilegal” al Hawai Kay para escuchar a una Blanca Rosa Gil evangélica que alternaba la palabra de Dios, con su hambre de besar con ansias locas y que me muerdan en la boca hasta hacérmela sangrar. Nada, fue definitivo; convertir a Caracas en el patio de todos mis pecados o pudrirme en el limbo facilón, sin horizontes, de la Ciudad de los Caballeros.
Un día de mis 23 años aterricé a vivirla con dos logros exagerados: entraba a trabajar en el Teresa Carreño y tenía alquilada una habitación en un apartamento de Parque Central. ¿Más caraqueño que eso? Imposible. Fue en ese momento cuando dediqué todos los días que siguieron, a revelar los secretos de la ciudad que me acogía. Lo que descubrí en ese entonces pertenece al lado bueno de mis memorias, como el restaurantico de Rita y Paola en Bello Monte, el árabe de Catia, los zapatos hechos a mano de La Candelaria, el Tocinillo de Cielo de una pastelería que estaba casi al lado de la Iglesia de la Chiquinquirá, las rumbas interminables del Ice Palace en la Torre Británica, la Ensaimada que hacían detrás de la Plaza Morelos, el primer Grafitti (La Trinidad, ¿se acuerdan?) Las chaquetas de kaki que hacia La Negra en el Pedregal, los primeros zapatos Neutroni, las camisas de AREA en el CCCT, las noches de ópera en el Teresa, el Vitel Tone de Da Sandra y el Picasso que colgaba en una esquina preferente de la mejor sala del Museo de Sofía. Di muchos tumbos, viví en un anexo de la Alta Florida, de donde me mudé desesperado a un hotel, la noche que uno de mis vecinos tocó mi puerta, con una pistola en la mano, después de golpear a su esposa, para pedirme un cigarrillo (no pasó mayor cosa, por cierto, ni a la esposa ni a mí) tuve una pequeña “pasantía” en un extraño cuarto de Montecristo, pasé algunas semanas en un apartamento prestado en la Avenida Libertador, frente a un famoso bar gay en el que actuaban las mejores transformistas de Caracas y un buen día, para siempre, llegué a Los Palos Grandes, el barrio por excelencia y mi alternativa de vida: si no puedo encerrarme en un pequeño apartamento de Paris a escribir la novela que venderá más ejemplares que Harry Potter, entonces me transo por los Palos Grandes. Así de demasiado me gusta ese barrio.
Esta larga lista de lugares que ya no existen, solo sirve para justificar una nostalgia inútil y tramposa que insiste en aparecer cada vez que vuelvo a pisar sus calles nuevamente con el despecho de quien ve en su novia de juventud, las marcas del maltrato. No la he dejado de amar, en absoluto, pero Caracas no se parece a la ciudad que busca mi memoria escudriñando sus rincones. Si es verdad que tiene algunos encantos nuevos, cada vez más destruidos, de paso sea dicho; pero, la ciudad a la que fui la semana pasada, almacena violencia, maldad, basura y amenazas. Ahora, los teatros abren a las 5 de la tarde un sábado porque de otro modo la taquilla sufrirá el embate de la inseguridad, las bodas se celebran con discretos almuerzos a media mañana porque es un poco más seguro bailar a la luz del sol y los amigos invitan a brunch porque todos le tenemos pánico a la noche; aunque igual nos asaltan de día. A todo lo demás parecemos irnos acostumbrando: los escandalosos precios de la comida, la escasez que empieza a notarse cuando ya en el resto del país es noticia vieja, el trafico indescriptible de toda la vida, ahora enviciado de motorizados sin orden ni concierto y ese estado de deterioro físico en el que empieza a esfumarse la ciudad que era, mientras desesperados capitalinos se ahorcan en sus esquinas, sin merecer siquiera una oración de misericordia.
Los Palos Grandes, sin embargo, sigue teniendo calor de barrio entrañable y un excelente restaurante árabe, aunque Paris y su raclet de 10 euros en Montmartre parece más cercana. No sé si escribiré la novela que venda más ejemplares que alguna de Harry Potter y por los vientos que soplan, un día de estos, Caracas se convertirá una vez más en un recuerdo. Por ahora, sigue siendo un lugar al que algunos provincianos ansiosos de vida nos enfrentamos con miedo, para recibir cálidos abrazos de amigos muy queridos y ver teatro, la excusa frívola que conseguí para justificarme la nostalgia.
Es bastante probable, (lo pongo así, porque en este asunto no hay verdades reveladas) que siendo un tipo tan absolutamente urbano, adorador de los semáforos, la contaminación y el gentío (siempre que no lo molesten directamente a él) sienta que Caracas es lo más parecido a una ciudad en mayúsculas que uno puede encontrar en este valle de lagrimas. Mi relación con Caracas se fraguó a bordo de un autobús de Expresos Alianza en los tiempos de El Cafetal de las vacaciones de mi infancia, después de un viaje que duraba, exactamente, 12 horas y cuatro paradas, hasta un Nuevo Circo que a mí se me antojaba la puerta del paraíso. Ni modo, si alguna tarea impostergable me asigné siendo apenas un niñito, enamorarme de Caracas fue, sin duda, una de las más fáciles e importantes. En mi adolescencia, El Cafetal de mi tía se alternaba con la Santa Mónica de mi papá y, poco a poco, empecé a entender el enramado de urbanizaciones que poblaban la ciudad de pequeñas ciudades parecidas a sí misma. Santa Mónica me acercó a Bello Monte y Bello Monte me regaló mi primera salida de hombre grande: una escapada “ilegal” al Hawai Kay para escuchar a una Blanca Rosa Gil evangélica que alternaba la palabra de Dios, con su hambre de besar con ansias locas y que me muerdan en la boca hasta hacérmela sangrar. Nada, fue definitivo; convertir a Caracas en el patio de todos mis pecados o pudrirme en el limbo facilón, sin horizontes, de la Ciudad de los Caballeros.
Un día de mis 23 años aterricé a vivirla con dos logros exagerados: entraba a trabajar en el Teresa Carreño y tenía alquilada una habitación en un apartamento de Parque Central. ¿Más caraqueño que eso? Imposible. Fue en ese momento cuando dediqué todos los días que siguieron, a revelar los secretos de la ciudad que me acogía. Lo que descubrí en ese entonces pertenece al lado bueno de mis memorias, como el restaurantico de Rita y Paola en Bello Monte, el árabe de Catia, los zapatos hechos a mano de La Candelaria, el Tocinillo de Cielo de una pastelería que estaba casi al lado de la Iglesia de la Chiquinquirá, las rumbas interminables del Ice Palace en la Torre Británica, la Ensaimada que hacían detrás de la Plaza Morelos, el primer Grafitti (La Trinidad, ¿se acuerdan?) Las chaquetas de kaki que hacia La Negra en el Pedregal, los primeros zapatos Neutroni, las camisas de AREA en el CCCT, las noches de ópera en el Teresa, el Vitel Tone de Da Sandra y el Picasso que colgaba en una esquina preferente de la mejor sala del Museo de Sofía. Di muchos tumbos, viví en un anexo de la Alta Florida, de donde me mudé desesperado a un hotel, la noche que uno de mis vecinos tocó mi puerta, con una pistola en la mano, después de golpear a su esposa, para pedirme un cigarrillo (no pasó mayor cosa, por cierto, ni a la esposa ni a mí) tuve una pequeña “pasantía” en un extraño cuarto de Montecristo, pasé algunas semanas en un apartamento prestado en la Avenida Libertador, frente a un famoso bar gay en el que actuaban las mejores transformistas de Caracas y un buen día, para siempre, llegué a Los Palos Grandes, el barrio por excelencia y mi alternativa de vida: si no puedo encerrarme en un pequeño apartamento de Paris a escribir la novela que venderá más ejemplares que Harry Potter, entonces me transo por los Palos Grandes. Así de demasiado me gusta ese barrio.
Esta larga lista de lugares que ya no existen, solo sirve para justificar una nostalgia inútil y tramposa que insiste en aparecer cada vez que vuelvo a pisar sus calles nuevamente con el despecho de quien ve en su novia de juventud, las marcas del maltrato. No la he dejado de amar, en absoluto, pero Caracas no se parece a la ciudad que busca mi memoria escudriñando sus rincones. Si es verdad que tiene algunos encantos nuevos, cada vez más destruidos, de paso sea dicho; pero, la ciudad a la que fui la semana pasada, almacena violencia, maldad, basura y amenazas. Ahora, los teatros abren a las 5 de la tarde un sábado porque de otro modo la taquilla sufrirá el embate de la inseguridad, las bodas se celebran con discretos almuerzos a media mañana porque es un poco más seguro bailar a la luz del sol y los amigos invitan a brunch porque todos le tenemos pánico a la noche; aunque igual nos asaltan de día. A todo lo demás parecemos irnos acostumbrando: los escandalosos precios de la comida, la escasez que empieza a notarse cuando ya en el resto del país es noticia vieja, el trafico indescriptible de toda la vida, ahora enviciado de motorizados sin orden ni concierto y ese estado de deterioro físico en el que empieza a esfumarse la ciudad que era, mientras desesperados capitalinos se ahorcan en sus esquinas, sin merecer siquiera una oración de misericordia.
Los Palos Grandes, sin embargo, sigue teniendo calor de barrio entrañable y un excelente restaurante árabe, aunque Paris y su raclet de 10 euros en Montmartre parece más cercana. No sé si escribiré la novela que venda más ejemplares que alguna de Harry Potter y por los vientos que soplan, un día de estos, Caracas se convertirá una vez más en un recuerdo. Por ahora, sigue siendo un lugar al que algunos provincianos ansiosos de vida nos enfrentamos con miedo, para recibir cálidos abrazos de amigos muy queridos y ver teatro, la excusa frívola que conseguí para justificarme la nostalgia.
Te acompaño en la nostalgia de esa caracas de los recuerdos, aunque la viví solo 3 años logre disfrutarla al máximo y aun evoco esos momentos vividos en bellas artes y todo lo que abarca pasando por el parque los caobos, la GAN, los museos de bellas artes, arte contemporáneo y de ciencias, el ateno, el Teresa Carreño y parque central, no puedo dejar de mencionar los parques del este y oeste, la plaza Altamira y el centro de arte la estancia (el de aquellos años), y mis caminatas incansables entre bello monte, las mercedes, el rosal, chacao y sabana grande. Por ultimo pero no menos importantes mi adorado jardín botánico y el Ávila.
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