En estos días en que nadie sabe donde termina la información
oficial y comienza el entretenimiento (oficial también, como todo) Caracas
ofrece una cartelera teatral que nunca antes había visto. No, no se alegren
pensando que se trata de algún proyecto revolucionario que intenta “resaltar la
bolivariana aureola de libertades culturales” pues, como inicio, ni tal cosa
existe, ni está en el interés de los jerarcas de la cultura patria. Más bien
digamos que se trata de la mayor expresión del rebusque que nuestros artistas
escénicos han conseguido, para enfrentar la cada vez peor oferta laboral que
padecen. Gracias (torcidos
agradecimientos hay que decirlo) a la avara mano del que ha decidido cerrar
estaciones de televisión y emisoras de radio, los actores y actrices
venezolanas y todos los que suelen rodear la escena, están – literalmente –
juntando medio para completar un real, cosa que en buen criollo suele llamarse
necesidad creativa y han acudido al teatro; para bien y para mal nuestro,
curiosos espectadores.
La necesidad creativa, como acabo de bautizar esta repentina
fiebre teatrera, da para muchos y muy variados trabajos. Uno que me llama
muchísimo la atención es el de “anunciar” cada montaje: antes, (en mis tiempos)
bastaba con gastarse algunos de los muy escasos bolívares que se tenían, en
pagar dos carteleras imprescindibles: la de El Universal y la de El Nacional,
algunos afiches convenientemente ubicados
en los lugares tenidos por “culturosos” y la buena fe de radio bemba
atraían, más o menos, gente a la función. Ahora, además de las omnipresentes
redes sociales, el este de Caracas es un hervidero de pendones (no tan bonitos,
de paso) anunciando las puestas de la temporada que, como todo en este país, no
tiene mucho orden que digamos. Caracas es una ciudad en la que suben y bajan espectáculos
teatrales de todo tipo durante todo el año. Punto. Esa es la temporada. Para alojarla, los espacios más disimiles se
han convertido en escenarios: así como (todo hay que reconocerlo) se salvaron
de la ignominia los vetustos teatros del centro, han ido naciendo iniciativas
privadas en centros comerciales y otros lugares, que echan mano del ingenio de
algunos buenos comerciantes del espectáculo, para mantener viva la ilusión de
los cómicos de la lengua y, junto a tales admirables proyectos, las eternas
propuestas “alternativas” que continúan dependiendo de la buena intención de
mecenas y gobernantes municipales. Aunque algunas de las salas emblemáticas de
la ciudad (la sala Rajatabla y la Anna Julia Rojas, por nombrar un par de ellas
y no recordar el largo duelo que estamos haciéndole al Teresa) ya no existen
pues se las llevó el huracán rojo, la verdad es que el inventario arroja un
saldo bastante positivo a la cabeza del cual figuran, sin duda alguna, el
Trasnocho Cultural y el Centro Cultural BOD (o sea, la Torre Consolidada de la
Castellana de toda la vida)
Si menciono este par de lugares, en particular, es porque además, quiero mencionar algunas de las propuestas que ofrece la cartelera, yo no me perdonaría dejar fuera de mi visita a los dominios, la extraordinaria sorpresa que resultó dedicarle horas de esa semana tan particular a sacudirme tristezas viviendo las vidas de otros desde una silla de platea. No soy crítico, no tengo más que un gusto muy particular, desarrollado en años de hacer y ver teatro, de la mano de personas que me enseñaron a ser muy exigente y muy respetuoso. Por eso, en mi andadura por los teclados, nunca se me ha ocurrido hablar de una obra de teatro (lo he hecho de varias) desde otro lugar que no sea la emoción de un mirón que no es de palo. Una emoción que en esta oportunidad anduvo de montaña rusa, por cierto.
Estuve en La Caja de Fósforos, un excelente espacio creado por Orlando Arocha y su gente, en la Concha Acústica de Bello Monte, para disfrutar dos singulares montajes que hacían parte de un Festival de Teatro Estadounidense que, a juzgar por lo visto, debe ser de lo mejorcito que hay en este momento en Caracas. Si bien “BUENA GENTE” no pasó de parecerme una correctísima interpretación de un texto complicado por su extraordinaria simpleza dramatúrgica, a la que le restó interés un grupo de actores muy desigual; fue viendo “PTERODACTILOS” cuando entendí cuanto echo de menos, el teatro que se hace con las manos y la cabeza en su sitio. Qué cosa tan buena ese par de horas extraordinariamente divertidas e inteligentes, en las que se pone de manera estupenda un texto fabuloso, en bocas de actores cuyos trabajos irrefutables tienen la buena calidad del talento verdadero en el que además, lo mejor del score musical más tradicional de Broadway, es el aporte más divertido que se le haya dado alguna vez a un texto difícil de tragar. Salí de allí tan contento que decidí explorar un poco más en lo que la cartelera podía depararme; entonces me fui al Trasnocho.
Hay una cosa que no entiendo, ¿por qué se le hace tan difícil a los que se dedican a este oficio conocer sus limitaciones? A ver, el teatro es el placer de un buen actor en el escenario, incluso cuando dicen un mal texto; entonces, si el texto que tienen delante es lo mejor del barroquismo Cabrujiano, ¿por qué hicieron eso que hicieron? ¡Dios mío! uno no se atreve a Cabrujas si no está totalmente seguro de poder hacerlo impecablemente; El Americano Ilustrado que firma Héctor Manrique (y en el que está involucrado el nombre de ese gran creador que es Diego Risquez) sencillamente debería bajar de cartelera hoy mismo, previo comunicado de disculpas de sus puestistas ya que no tiene nada que sea rescatable. Si a ese fiasco le sumamos la presentación previa de una versión - muy decente - pero muy mal actuada de Ha Llegado un Inspector, que no merece mayores comentarios, la verdad es que, esta vez, Trasnocho Cultural fue una gran decepción usada por mis acompañantes como excusa, para no venir conmigo al día siguiente a ver Otelo, un montaje de Javier Moreno, de la obra de Shakespeare, que venía en mi agenda desde mi salida de Mérida.
Pues, de lo que se han perdido. Si yo tuviera que ponerle sello de magnífica a una de las noches vividas en esos días, haber ido a Otelo (en la Torre Consolidada, porque yo no puedo con tanto cambio de nombre) lo recibía con honores. Es uno de los grandes montajes de este momento, listo. Muy poco más habría que decir, de no ser porque (el deseo de escribir esta nota me lo dieron ellos) yo estoy viendo a estos actores desde que ellos eran chiquitos. Antonio Delli, un Yago construido milimétricamente, saca lágrimas en la composición de esa pobre y miserable maldad dándole, a ese tipo despreciable, un hálito de humanidad que casi hace cuestionar la necesidad de odiarlo; eso se le debe a un Antonio, crecido en su oficio, del que yo - debo confesar públicamente - he estado profesionalmente enamorado toda la vida. Junto a él, William Cuao, un actor seguramente sub utilizado que convierte a Otelo en un ser atormentado por un amor mal llevado por las perfidias de otro, interpretándolo maravillosamente bien; creo que cada paso que William da en ese escenario es para reafirmar que él puede con todo, incluso en su excepcional guapura. Tengo que decir que, desafortunadamente, eché de menos a una mejor Desdémona, un rol que cualquier actriz joven mataría por hacer y que en esta oportunidad lo hizo una niña que no estaba lista para eso a la que, para colmo de su mal momento, le toca actuar al lado de una de esas actrices indispensables en el engranaje del buen teatro de una ciudad: Norma Monasterios, la actriz de reparto por excelencia que tiene Caracas en estos tiempos. Un excelente elenco redondeado por Joan Manuel Larrad (un Cassio muy correcto al que le sobra pinta y le falta oficio) y Francisco Obando, la guinda del postre en su estupenda interpretación de un Rodrigo al que le caen todas las transgresiones resueltas con un hacer inigualable. Todo lo demás, es una verdadera delicia que por supuesto tiene nombre y apellido: Javier Moreno, un director de esos que ya no quedan.
Salí reconfortado, por constatar que mientras tengamos teatro y esté bien hecho (que no toda la extensa oferta lo está, lamentablemente) a lo mejor terminamos salvándonos. Nunca se sabe, pero no lo digo yo, es que lo llevas en el cuerpo hasta el día del gusano….
Si menciono este par de lugares, en particular, es porque además, quiero mencionar algunas de las propuestas que ofrece la cartelera, yo no me perdonaría dejar fuera de mi visita a los dominios, la extraordinaria sorpresa que resultó dedicarle horas de esa semana tan particular a sacudirme tristezas viviendo las vidas de otros desde una silla de platea. No soy crítico, no tengo más que un gusto muy particular, desarrollado en años de hacer y ver teatro, de la mano de personas que me enseñaron a ser muy exigente y muy respetuoso. Por eso, en mi andadura por los teclados, nunca se me ha ocurrido hablar de una obra de teatro (lo he hecho de varias) desde otro lugar que no sea la emoción de un mirón que no es de palo. Una emoción que en esta oportunidad anduvo de montaña rusa, por cierto.
Estuve en La Caja de Fósforos, un excelente espacio creado por Orlando Arocha y su gente, en la Concha Acústica de Bello Monte, para disfrutar dos singulares montajes que hacían parte de un Festival de Teatro Estadounidense que, a juzgar por lo visto, debe ser de lo mejorcito que hay en este momento en Caracas. Si bien “BUENA GENTE” no pasó de parecerme una correctísima interpretación de un texto complicado por su extraordinaria simpleza dramatúrgica, a la que le restó interés un grupo de actores muy desigual; fue viendo “PTERODACTILOS” cuando entendí cuanto echo de menos, el teatro que se hace con las manos y la cabeza en su sitio. Qué cosa tan buena ese par de horas extraordinariamente divertidas e inteligentes, en las que se pone de manera estupenda un texto fabuloso, en bocas de actores cuyos trabajos irrefutables tienen la buena calidad del talento verdadero en el que además, lo mejor del score musical más tradicional de Broadway, es el aporte más divertido que se le haya dado alguna vez a un texto difícil de tragar. Salí de allí tan contento que decidí explorar un poco más en lo que la cartelera podía depararme; entonces me fui al Trasnocho.
Hay una cosa que no entiendo, ¿por qué se le hace tan difícil a los que se dedican a este oficio conocer sus limitaciones? A ver, el teatro es el placer de un buen actor en el escenario, incluso cuando dicen un mal texto; entonces, si el texto que tienen delante es lo mejor del barroquismo Cabrujiano, ¿por qué hicieron eso que hicieron? ¡Dios mío! uno no se atreve a Cabrujas si no está totalmente seguro de poder hacerlo impecablemente; El Americano Ilustrado que firma Héctor Manrique (y en el que está involucrado el nombre de ese gran creador que es Diego Risquez) sencillamente debería bajar de cartelera hoy mismo, previo comunicado de disculpas de sus puestistas ya que no tiene nada que sea rescatable. Si a ese fiasco le sumamos la presentación previa de una versión - muy decente - pero muy mal actuada de Ha Llegado un Inspector, que no merece mayores comentarios, la verdad es que, esta vez, Trasnocho Cultural fue una gran decepción usada por mis acompañantes como excusa, para no venir conmigo al día siguiente a ver Otelo, un montaje de Javier Moreno, de la obra de Shakespeare, que venía en mi agenda desde mi salida de Mérida.
Pues, de lo que se han perdido. Si yo tuviera que ponerle sello de magnífica a una de las noches vividas en esos días, haber ido a Otelo (en la Torre Consolidada, porque yo no puedo con tanto cambio de nombre) lo recibía con honores. Es uno de los grandes montajes de este momento, listo. Muy poco más habría que decir, de no ser porque (el deseo de escribir esta nota me lo dieron ellos) yo estoy viendo a estos actores desde que ellos eran chiquitos. Antonio Delli, un Yago construido milimétricamente, saca lágrimas en la composición de esa pobre y miserable maldad dándole, a ese tipo despreciable, un hálito de humanidad que casi hace cuestionar la necesidad de odiarlo; eso se le debe a un Antonio, crecido en su oficio, del que yo - debo confesar públicamente - he estado profesionalmente enamorado toda la vida. Junto a él, William Cuao, un actor seguramente sub utilizado que convierte a Otelo en un ser atormentado por un amor mal llevado por las perfidias de otro, interpretándolo maravillosamente bien; creo que cada paso que William da en ese escenario es para reafirmar que él puede con todo, incluso en su excepcional guapura. Tengo que decir que, desafortunadamente, eché de menos a una mejor Desdémona, un rol que cualquier actriz joven mataría por hacer y que en esta oportunidad lo hizo una niña que no estaba lista para eso a la que, para colmo de su mal momento, le toca actuar al lado de una de esas actrices indispensables en el engranaje del buen teatro de una ciudad: Norma Monasterios, la actriz de reparto por excelencia que tiene Caracas en estos tiempos. Un excelente elenco redondeado por Joan Manuel Larrad (un Cassio muy correcto al que le sobra pinta y le falta oficio) y Francisco Obando, la guinda del postre en su estupenda interpretación de un Rodrigo al que le caen todas las transgresiones resueltas con un hacer inigualable. Todo lo demás, es una verdadera delicia que por supuesto tiene nombre y apellido: Javier Moreno, un director de esos que ya no quedan.
Salí reconfortado, por constatar que mientras tengamos teatro y esté bien hecho (que no toda la extensa oferta lo está, lamentablemente) a lo mejor terminamos salvándonos. Nunca se sabe, pero no lo digo yo, es que lo llevas en el cuerpo hasta el día del gusano….
No hay comentarios:
Publicar un comentario