Hay una imagen que tengo grabada a fuego en la memoria. Andábamos
por el año 1984 u 85 cuando en un
programa especial de la extinta Radio Caracas Televisión se recibía, con
estruendo, a Lila Morillo, regresando a la que había sido la casa de sus
inicios profesionales después de uno de sus sonados atajaperros con Sábado
Sensacional, Ricardo Peña y esa cosa rarísima que llaman Venevision, en la que
Lila había obtenido estatus de diva. Fue
una de las cosas más exageradas que he visto alguna vez en mi vida; Lila,
convaleciente de uno de sus muchos males, vestía un ceñidísimo traje de palletes azul marino y lloraba
emocionada repartiendo besos y morisquetas a un público enardecido que la recibía
como a una resurrecta, mientras caminaba un sendero que, a duras penas,
lograba mantener despejado un grupo de monstruos musculosos forrados en
camisetas de licra negra que llevaban en la espalda el nombre de la cantante,
escrito en escarcha dorada, a quien en un momento de locura levantaron en andas para entregarla en una caribeña versión de Cleopatra en palio. La verdad es que, entre otros excesos, aquel derroche
de brillos, luces de colores, lentejuelas y ornamentos, ligados
a tanta musculatura apretada, tanta mueca extasiada y tanta lagrima del reencuentro, convirtió la Esquina de Bárcenas en sucursal de Hollywood Boulevard por una sola noche en su vida, para satisfacer la idea de quienes produjeron esa noche especial en la vida de la maracucha. Sin embargo, la
emoción no duró mucho tiempo. Desconozco
las circunstancias, pero, poco tiempo después, Lila regresó a Venevision, su
canal de siempre y Joaquín Riviera la metió en un Miss Venezuela en el que ella
pronunció la sentencia que la puso para siempre fuera del magno evento de la
belleza venezolana: “ya era hora de que
Lila estuviera en un Miss Venezuela”
El país vivía momentos de gloria. Jaime Lusinchi había ganado
las elecciones con comodidad, jugando la carta del mesías salvador que venía a
redimirnos de todos nuestros pecados y la esperanza, entonces bastante mermada,
de que renaceríamos a la bonanza desguañangada por el gris periodo de Herrera
Campins y su inolvidable viernes negro.
De la mano de Lusinchi - los
venezolanos estábamos seguros - Venezuela volvería a ser la gran promesa,
volverían (volvieron por un rato) los grandes saraos e iríamos, mesías
mediante, a salir de la crisis.
Entonces, Lila reapareció en una pantalla nueva, exhibiendo su oropel voluptuoso para
refrendar en el inconsciente colectivo la certeza de que, sí renacía el país,
era porque ella renacía a su lado, tan buenota como siempre, recuperada de alguno
de sus extraños problemas de salud. Entonces, la fiesta volvió a ponerse buena para quienes tuvieron
la posibilidad de sepultar toda decencia.
Lila, poco después de ese evento inolvidable, anunció oficialmente la
ruptura de su matrimonio y se dedicó a cantarle a José Luis canciones de
despecho, él sentaba casa en Miami quemando
naves, mientras que Doña Gladys Castillo de Lusinchi era despojada de
toda investidura por la avaricia de una secretaria amiga de la farándula, las ropas costosas y el poder.
La carrera de Lila Morillo había empezado unos veinte años antes, de la mano de Mario Suarez. Eran los primeros años de la democracia y Venezuela, a pesar del esplendor Pérezjimenista, no pasaba de ser un espacio de ruralidades extensas en las que el recato y buen hacer se medían en metros de percal y música criolla. Lila Morillo, una linda mujer maracucha, casi goajira, pobre de toda solemnidad y muy digna, irrumpía con fuerza mostrando con cierto decoro, carnes turgentes de blancura imposible y una cancioncita que forma parte del sound track de dos o más generaciones: “una piedra tiré al cocotero…tero tero….” En fila, un buen grupo de prohombres de la generación triunfadora del 58 se alistaban para tirarle, ellos, piedras a su cocotero. A algunos les fue mejor que a otros, Venezuela empezó su andadura. Rómulo Betancourt perseguía comunistas, Mario Suarez convertía en estrella todo lo que tocaba. Lila estaba allí, lista para la partida.
El ejercicio bastante inédito de republicanidad se iba improvisando a medida que partidos y lideres establecían acuerdos de convivencia, de lo más bien intencionados, permitiéndole a algunos comenzar a crear un cierto aire de cónchale vale, que no dejaba dudas a la hora de pensar en lo chévere que estaba esto. Lila Morillo se abría paso entre un grupo más bien pequeño de cantantes y cada cierto tiempo se anotaba un éxito. Las demás iban y venían, se arropaban con ropajes de dignidad, escondían sus vidas privadas, intentaban incluso europeizarse un poco. Lila al contrario, hacia públicos hasta sus dolores de muela. El pueblo, el mismo soberano que siempre decide todo lo que nos pasa, empezó a rendirse a sus encantos. El resto, debatiéndose entre aceptar como suyo el cocotero, los trajes de costurera (siempre muy ceñidos a un cuerpo de curvas inauditas) y el lagrimeo constante de sus múltiples calamidades, pasaba de considerarla un monumento a lo peor de nosotros a un engendro de venezolanidad absoluta. Leoni y Doña Menca exaltaban el terruño. Lila competía con éxito en el rescate de la tradición musical del patio. Caldera y Doña Alicia en sus primeros intentos por darnos un poco de lo mantuano que tenían las artes interpretativas del arpa clásica de la Señora Pietri Montemayor de Caldera Rodríguez (sus guantes blancos y sus carteras de asa) dieron oportunidad a señoras más conspicuas. Lila fue relegada por primera vez a la rockola, que sea como se entienda, es éxito u ostracismo. Pero es vida.
Llegó la familia, las telenovelas de Inés Rodena y Delia Fiallo. Apareció el apellido Cisneros y los negocios no del todo claros del policía de Miraflores, Carlos Andrés Pérez, nuestro primer presidente con nombre de pila, cubrió de chistes la majestad de la Primera Dama, una diminuta señora de la más gocha estirpe a quien La Casona convirtió en Emperatriz. Lila, feliz con el Puma, se mudó para El Cafetal y mostró la quinta “Nosotros” en las revistas del corazón. Nada más y nada menos: El Cafetal, paradero y destino de la clase media emergente que aplaudía los desmanes forjados en Punto Fijo y cantaba a coro un Gracias a ti, incomprensible. Venezuela se internacionalizó, la capital se llenó de brillos sauditas y Miami se convirtió en nuestro patio de atrás. Lila y su prole, hacían reportajes (muy bien pagados) para enseñar sus propiedades en Miami (ella aseguraba que comían “cow with coconut”) y exhibir sus hombreras, sus canutillos y sus primeros retoques. Éramos felices todos, pero Lila la que más. Se había impuesto a toda calamidad y estaba nadando en la cresta de una ola en la que viajaban también sus desdichas, sus soledades y una burbuja impensable que nos reventó a todos en la cara. Un día cualquiera se apagó La Jaula de Oro, dejaron de sonar sus afinadas canciones de despecho. Manuel Alejandro cesó de permitirle reediciones de los éxitos de la Jurado y se hizo día el 4 de febrero de 1992. Lila Morillo, se decía, convalecía en clínicas extranjeras de sospechosas dolencias. Venezuela intentaba comprender lo que se venía encima. Algunos, El Puma entre otros, abandonaron el barco. Lila, calló su voz de acordes perfectos para entregarse a Dios. Venezuela, estaba (lo dijo varias veces) pagando penitencia. Ella, tenía a Dios de su lado y si Dios está conmigo, quien contra mí, cantaba en su conversación.
Hace un par de semanas cumplió 74 años. Un programa de esa televisión un tanto marginal en que se ha convertido el entertainment local la invitó a festejarlos. Fue una ocasión discreta, no hubo palletes (ella vistió una discreta versión de la manta goajira que tanto la favorece en estos días de amor a la patria, pero se cuidó de que fuera blanca, pese a la costumbre televisiva) ni musculosos cargadores de palio y, probablemente, no hubo el rating de aquel lejano regreso a las pantallas de RCTV. A las afueras de ese canal de televisión, no había público ansioso de diva. Estaban en sus rutinas, salvando el día, consiguiendo alimentos, evidenciando el dolor de ya no ser. Lila discretamente celebró con guiños y morisquetas el botox que no le permite mayores aspavientos, apagó las velas de una torta tricolor - con ocho estrellas - y un adorno sospechosamente idéntico a la cúpula del Congreso de la Republica; pero, demostró que todavía, mal que nos pese, la esperanza está viva, Lila Morillo, señores, todavía está buena.
La carrera de Lila Morillo había empezado unos veinte años antes, de la mano de Mario Suarez. Eran los primeros años de la democracia y Venezuela, a pesar del esplendor Pérezjimenista, no pasaba de ser un espacio de ruralidades extensas en las que el recato y buen hacer se medían en metros de percal y música criolla. Lila Morillo, una linda mujer maracucha, casi goajira, pobre de toda solemnidad y muy digna, irrumpía con fuerza mostrando con cierto decoro, carnes turgentes de blancura imposible y una cancioncita que forma parte del sound track de dos o más generaciones: “una piedra tiré al cocotero…tero tero….” En fila, un buen grupo de prohombres de la generación triunfadora del 58 se alistaban para tirarle, ellos, piedras a su cocotero. A algunos les fue mejor que a otros, Venezuela empezó su andadura. Rómulo Betancourt perseguía comunistas, Mario Suarez convertía en estrella todo lo que tocaba. Lila estaba allí, lista para la partida.
El ejercicio bastante inédito de republicanidad se iba improvisando a medida que partidos y lideres establecían acuerdos de convivencia, de lo más bien intencionados, permitiéndole a algunos comenzar a crear un cierto aire de cónchale vale, que no dejaba dudas a la hora de pensar en lo chévere que estaba esto. Lila Morillo se abría paso entre un grupo más bien pequeño de cantantes y cada cierto tiempo se anotaba un éxito. Las demás iban y venían, se arropaban con ropajes de dignidad, escondían sus vidas privadas, intentaban incluso europeizarse un poco. Lila al contrario, hacia públicos hasta sus dolores de muela. El pueblo, el mismo soberano que siempre decide todo lo que nos pasa, empezó a rendirse a sus encantos. El resto, debatiéndose entre aceptar como suyo el cocotero, los trajes de costurera (siempre muy ceñidos a un cuerpo de curvas inauditas) y el lagrimeo constante de sus múltiples calamidades, pasaba de considerarla un monumento a lo peor de nosotros a un engendro de venezolanidad absoluta. Leoni y Doña Menca exaltaban el terruño. Lila competía con éxito en el rescate de la tradición musical del patio. Caldera y Doña Alicia en sus primeros intentos por darnos un poco de lo mantuano que tenían las artes interpretativas del arpa clásica de la Señora Pietri Montemayor de Caldera Rodríguez (sus guantes blancos y sus carteras de asa) dieron oportunidad a señoras más conspicuas. Lila fue relegada por primera vez a la rockola, que sea como se entienda, es éxito u ostracismo. Pero es vida.
Llegó la familia, las telenovelas de Inés Rodena y Delia Fiallo. Apareció el apellido Cisneros y los negocios no del todo claros del policía de Miraflores, Carlos Andrés Pérez, nuestro primer presidente con nombre de pila, cubrió de chistes la majestad de la Primera Dama, una diminuta señora de la más gocha estirpe a quien La Casona convirtió en Emperatriz. Lila, feliz con el Puma, se mudó para El Cafetal y mostró la quinta “Nosotros” en las revistas del corazón. Nada más y nada menos: El Cafetal, paradero y destino de la clase media emergente que aplaudía los desmanes forjados en Punto Fijo y cantaba a coro un Gracias a ti, incomprensible. Venezuela se internacionalizó, la capital se llenó de brillos sauditas y Miami se convirtió en nuestro patio de atrás. Lila y su prole, hacían reportajes (muy bien pagados) para enseñar sus propiedades en Miami (ella aseguraba que comían “cow with coconut”) y exhibir sus hombreras, sus canutillos y sus primeros retoques. Éramos felices todos, pero Lila la que más. Se había impuesto a toda calamidad y estaba nadando en la cresta de una ola en la que viajaban también sus desdichas, sus soledades y una burbuja impensable que nos reventó a todos en la cara. Un día cualquiera se apagó La Jaula de Oro, dejaron de sonar sus afinadas canciones de despecho. Manuel Alejandro cesó de permitirle reediciones de los éxitos de la Jurado y se hizo día el 4 de febrero de 1992. Lila Morillo, se decía, convalecía en clínicas extranjeras de sospechosas dolencias. Venezuela intentaba comprender lo que se venía encima. Algunos, El Puma entre otros, abandonaron el barco. Lila, calló su voz de acordes perfectos para entregarse a Dios. Venezuela, estaba (lo dijo varias veces) pagando penitencia. Ella, tenía a Dios de su lado y si Dios está conmigo, quien contra mí, cantaba en su conversación.
Hace un par de semanas cumplió 74 años. Un programa de esa televisión un tanto marginal en que se ha convertido el entertainment local la invitó a festejarlos. Fue una ocasión discreta, no hubo palletes (ella vistió una discreta versión de la manta goajira que tanto la favorece en estos días de amor a la patria, pero se cuidó de que fuera blanca, pese a la costumbre televisiva) ni musculosos cargadores de palio y, probablemente, no hubo el rating de aquel lejano regreso a las pantallas de RCTV. A las afueras de ese canal de televisión, no había público ansioso de diva. Estaban en sus rutinas, salvando el día, consiguiendo alimentos, evidenciando el dolor de ya no ser. Lila discretamente celebró con guiños y morisquetas el botox que no le permite mayores aspavientos, apagó las velas de una torta tricolor - con ocho estrellas - y un adorno sospechosamente idéntico a la cúpula del Congreso de la Republica; pero, demostró que todavía, mal que nos pese, la esperanza está viva, Lila Morillo, señores, todavía está buena.
Que sabroso leer estas cosas amigo! gracias!
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