En mis ya lejanos tiempos de pavo, una de las descargas más fuertes de adrenalina a la que uno
podía someterse, la provocaba ir a comprar perico
en Simón Rodríguez o en Sarria que, si mal no recuerdo eran, un poquito, la misma cosa.
El operativo era más o menos así: uno estaba en su casa o en la casa de
algún pana, con muchas ganas de rumba
hasta amanecer, unas botellas de cualquier cosa (éramos poco selectivos, pero
siempre nos la arreglábamos para que cualquier
cosa fuera whisky porque, la moda
esa de los vinos específicos para “maridarlos” con rumba de fin de semana, no
había llegado a nuestros cabellos, abundantes y oscuros) era entonces cuando
alguno de nosotros inventaba, decretaba más bien, que la única vaina que hacía falta, era un par de pitillos (o una bolsita, según la multitud exigiera) para redondear la noche.
Decretada la emergencia, lo primero que alguien más hacía, era llamar por teléfono
al jibaro de guardia que - más o menos – era como llamar a la Farmacia Tibisay
de toda la vida (pre Locatel
desprovista) para pedirle que despachara sin dilación la mercancía, que se
pagaba, eso si no ha cambiado, en apego a la más estricta de las vacas. Algunas veces, el jibaro no tenia ruedas o el gobierno (la policía de entonces) estaba demasiado pilas como
para que el pana se expusiera a semejante
bandera. Entonces, porque la juventud es así de atrevida (eso tampoco ha
cambiado) dos o tres de los más duros del grupo, se ofrecían para correr la
aventura de llegarse hasta donde un pana
que vende bien resuelto. Normalmente, el que ofrecía ir hasta allá
(allá quedaba, siempre, en uno de los estacionamientos de Simón Rodríguez), era el que
quería deslumbrar a algún miembro en particular de la audiencia, sin bastarle lucir
cuerpazo y buenamozura, a quien se le sumaba el asomao con pinta de bien portado, que aprovechaba para darse su
bañito de malandraje empotrándose en el puesto de atrás del carro para contribuir
con el éxito de la negociación. Llegaba uno al estacionamiento, nadie se bajaba
del carro, un pana con muy mala pinta;
pero pana, se acercaba a
la ventanilla (¿cómo hacían ellos para saber que el carro de uno era “cliente”?
nunca lo entendí) y en la oscuridad
absoluta, mascullaba unas palabritas, (mercancía y costo, mercadeo puro, pues) se
hacían gestos de esos de boca que todo venezolano entiende desde que el mundo
es mundo, unos billetes cambiaban de mano prodigiosamente y “algo” caía en las
manos de alguien de adentro del carro como por arte de magia y sigilo, al tiempo que uno salía pirado
de ese sitio de mala muerte, antes de que un mal viento reventara el negocio
(cosa que rara vez sucedía, por lo demás)
Había alguna oportunidad en que a uno lo tumbaban, es decir, algún chamo principiante
en el negocio, agarraba el dinero y pegaba veloz carrera en dirección
contraria. Uno entonces entendía que - a uno - lo habían tumbado.
Imposible revirar. No podía uno ir, por ejemplo, a la comisaria de Pinto
Salinas a decir “no vale, es que yo
estaba comprando perico en el estacionamiento de Simón Rodríguez y vino un tipo
y agarro la plata y se dio pire” porque, bueno, uno no hace tales “denuncias”
(ni ninguna otra, por cierto). Sucedía, eso sí, que a los clientes regulares,
el jefe, un señor muy decente que se dedicaba a mantener sano el terreno y
atender la clientela con aquella manía caraqueña de la satisfacción
garantizada, se ocupaba del tumbador
con presteza. En más de una ocasión, fui
testigo de la paliza que se llevó el carajito
de turno por estar dándoselas de gracioso y, en más de una oportunidad, mi
compra tuvo la recompensa adicional de medio pitillo (de alka seltzer picado,
todo hay que decirlo) en retribución por haber tenido la decencia de no sacar
un arma de la guantera para cobrarnos el tumbe. Los estacionamientos de Sarria
o de Simón Rodríguez (y supongo que los del 23 de enero o Pinto Salinas) eran
lugares muy honorables a los que, si bien nos daba terror entrar de noche o a
cualquier hora, entrábamos de todos modos, porque a) la necesidad tiene cara de hambre y b) para
un buen gusto, un buen susto. Nosotros sabíamos, además, muy en el fondo, que los “proveedores” no
iban a espantar a la muy abundante clientela “del este” a punta de portarse mal
con ellos. Cierto es que alguna vez alguien
se confundió y le metió un tiro a quien no debía, o que más de uno, demasiado trabado como para darse cuenta de lo que
hacía, no le fue nada bien por escuchar y seguir cantos de sirena; pero, no era
frecuente. Comprar perico en Simón
Rodríguez en los lejanos 80´s era, repito, un ejercicio de adrenalina pura. Mal
hecho, está bien, lo admito. Pero hasta divertido y fácil.
Bien. Esta mañana me robaron la batería de mi
automóvil. Salí a trabajar como siempre a las 7 de la mañana y el arranque (al
que acabo de gastarle unos reales) no dio de sí. Sorprendido, abrí el capó para
encontrarme el pobre Tempra sin batería. Tenía que irme a trabajar y no podía
dedicarme a intentar la compra de una batería nueva en ese momento. Hice
algunas primeras gestiones; pero, me fui a una reunión de la escuela en la que
conté mi percance. Alguien termino dándome una pista, alguien más me dio un
número telefónico y alguien más hizo la llamada de rigor. A las 5 de la tarde,
mi automóvil estrenó batería nueva; a pesar que, la única casa distribuidora de
baterías nuevas en Mérida, lleva más de
tres meses técnicamente cerrada.
Supongo que no necesito explicar que obtener una batería nueva, marca Duncan, con 9 meses de garantía, comprada a tres veces su valor nominal es – exactamente - la inspiración que necesité para recordar mis días de dañado, desaparecidos, no sin cicatrices, hace más de 25 años. La diferencia es que en esta oportunidad tuve que cuidarme muy bien de un tumbe. Estoy completamente seguro que no habría habido satisfacción en caso de uno…
Supongo que no necesito explicar que obtener una batería nueva, marca Duncan, con 9 meses de garantía, comprada a tres veces su valor nominal es – exactamente - la inspiración que necesité para recordar mis días de dañado, desaparecidos, no sin cicatrices, hace más de 25 años. La diferencia es que en esta oportunidad tuve que cuidarme muy bien de un tumbe. Estoy completamente seguro que no habría habido satisfacción en caso de uno…
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