De verdad, verdad, a mi no me encanta Luis Chataing; es
decir, yo no soy “fan” de Chataing. No veía su programa de televisión (no veo
televisión nacional nunca) no escucho su programa de radio (yo nunca escucho
radio, tampoco) y la verdad es que sus ires y venires me tienen sin
cuidado. Pienso, eso sí, que es un tipo simpático
y entretenido, pero no he tenido mucha ocasión de constatarlo. Creo que una vez, hace siglos, estuve sentado
en una mesa en la que él estaba y me reí muchísimo de la fascinación que
ejercía sobre algunas (y algunos, hay
que decirlo) de mis compañeros de cena; pero,
no logró seducirme. Luis Chataing y yo ni somos amigos, ni somos nada más
porque, para empezar, estoy seguro que a él le interesa poquísimo saber quién
soy yo.
Como he dicho siempre,
la decisión de comprobar los encantos de Chataing o los desencantos de
cualquier otro comunicador “internacionalmente conocido en el exterior
fuera de aquí” es una decisión que le pertenece a mi intimidad más
profunda, del mismo modo en que me
pertenece a mí y nadie más que a mí, irme a la cama con quien se me ponga a
tiro, escuchar o dejar de escuchar un programa radial, ir o no ir a ver un
espectáculo teatral o comer berenjenas al desayuno. Ni opiniones ajenas, ni decisiones ajenas deberían
interponerse porque, entre otras cosas, lo considero un ejercicio de conciencia
y dignidad. Es mi vida. Punto. Por eso, y no por motivos más rebuscados, es
que me parece una atrocidad que cualquier huele
frito, se abrogue el derecho de apagar un canal de televisión, cuya
programación del domingo en la madrugada podía resultarle atractiva a mis
insomnios eventuales, o eliminar de “las ondas hertzianas” la voz de un locutor cualquiera, porque se
puso a decir lo que a ese huele frito
le parecen sandeces. Aborrezco las prohibiciones, creo tener derecho a que me
gusten las corridas de toros y me horrorizo de saber que hay gente que se cree
capaz de expresar con violencia su repudio a algo y tener razón.
Pues bien, existe esa gente y exhibe mi gentilicio; veamos: este sábado pasado debía presentarse en el Colegio de Abogados de Mérida, el espectáculo de Chataing “Por todos los medios” La venta de entradas había ido tan bien, que debió ser habilitado para la presentación, un espacio abierto reservado a eventos deportivos. El auditórium del Colegio de Abogados se le había quedado pequeño a los productores. Eso significa que unas 700 personas, pagaron el precio de una entrada para disfrutar del monólogo de Chataing, porque a ellos les gusta Chataing. A la hora acordada, Luis Chataing llegó al sitio, ubicado en una zona residencial clase media suburbana de Mérida, y se encontró con que un grupete de unas 15 o 20 personas, tan borrachas como intoxicadas por el discurso de odio en que se ha convertido la revolución bolivariana, desde la azotea de una casa vecina la emprendieran contra él hasta lograr que, el espectáculo, por el que un grupo numeroso de personas había pagado, tuviera que ser cancelado. En la afrenta personal al comediante, hubo insultos, amenazas, música a volúmenes impensables, motocicletas y algún que otro muchachón alzado. Contra eso no pudo, ni la cordura de los organizadores, ni la intervención de la policía, ni el enfrentamiento de gente suficientemente molesta como para atreverse. A los 700 espectadores convocados, solo les quedó el recurso de irse a sus casas. A los 20 y pico de malandros de barrio, el de celebrar su hazaña. A los vecinos numerosos del colegio de Abogados, el silencio por respuesta. A la ciudad de Mérida, las redes sociales para contarlo y la pena con ese señor para vivirlo. No hubo noticia en la prensa, no hubo explicación alguna por parte de las autoridades, no hubo mayores lamentos. Pero sobre todo, no hubo castigo para quienes, contraviniendo cualquier norma de convivencia ciudadana, sabotearon la actuación de uno de los más renombrados comunicadores criollos. El espectáculo se canceló, a la gente le devolvieron el dinero pagado por sus entradas y calabazas, calabazas…se quedaron sin Chataing los merideños.
Por supuesto que tengo todo el derecho de este mundo a pensar que esos malandros no estaban puestos ahí por casualidad. Que esos malandros no actuaron por decisión propia, Que alguien les montó esa fiesta para acallar su cobardía y abrirles la machera; sobre todo, tengo el mayor derecho del mundo a creer que esa fiestita - armada desde mediodía en la azotea de una casa vecina al Colegio de Abogados - tiene nombre y apellido en la impunidad rampante de este pueblo. Pasó lo que pasó, muy poca gente lo supo y solo mereció unos minutos de resignados comentarios del agraviado en su programa del lunes, usados además, como una puerta a la esperanza del cambio que vendrá y esas monsergas. Extrañamente, el Colegio de Abogados del Estado Mérida, cuyas instalaciones de algún modo fueron violentadas por los zagaletones, ha mantenido el silencio ese desagradable de quien alquila su casa y lava sus manos ante la tubería que sus inquilinos rompen.
Entonces, si la esperanza de salvarnos pasa obligatoriamente por convivir y no por levantar voces histéricas en contra de una máquina capta huellas que se va a dañar en una semana. ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos si, por ahora, (y tal vez por muchos años) la razón la sigue teniendo el zagaletón de barrio y el miche callejonero? ¿Cómo haremos para que todo lo demás, a los demás, les importe? ¿Gritamos, nos matamos o aceptamos resignados que perdimos el juego?
Pues bien, existe esa gente y exhibe mi gentilicio; veamos: este sábado pasado debía presentarse en el Colegio de Abogados de Mérida, el espectáculo de Chataing “Por todos los medios” La venta de entradas había ido tan bien, que debió ser habilitado para la presentación, un espacio abierto reservado a eventos deportivos. El auditórium del Colegio de Abogados se le había quedado pequeño a los productores. Eso significa que unas 700 personas, pagaron el precio de una entrada para disfrutar del monólogo de Chataing, porque a ellos les gusta Chataing. A la hora acordada, Luis Chataing llegó al sitio, ubicado en una zona residencial clase media suburbana de Mérida, y se encontró con que un grupete de unas 15 o 20 personas, tan borrachas como intoxicadas por el discurso de odio en que se ha convertido la revolución bolivariana, desde la azotea de una casa vecina la emprendieran contra él hasta lograr que, el espectáculo, por el que un grupo numeroso de personas había pagado, tuviera que ser cancelado. En la afrenta personal al comediante, hubo insultos, amenazas, música a volúmenes impensables, motocicletas y algún que otro muchachón alzado. Contra eso no pudo, ni la cordura de los organizadores, ni la intervención de la policía, ni el enfrentamiento de gente suficientemente molesta como para atreverse. A los 700 espectadores convocados, solo les quedó el recurso de irse a sus casas. A los 20 y pico de malandros de barrio, el de celebrar su hazaña. A los vecinos numerosos del colegio de Abogados, el silencio por respuesta. A la ciudad de Mérida, las redes sociales para contarlo y la pena con ese señor para vivirlo. No hubo noticia en la prensa, no hubo explicación alguna por parte de las autoridades, no hubo mayores lamentos. Pero sobre todo, no hubo castigo para quienes, contraviniendo cualquier norma de convivencia ciudadana, sabotearon la actuación de uno de los más renombrados comunicadores criollos. El espectáculo se canceló, a la gente le devolvieron el dinero pagado por sus entradas y calabazas, calabazas…se quedaron sin Chataing los merideños.
Por supuesto que tengo todo el derecho de este mundo a pensar que esos malandros no estaban puestos ahí por casualidad. Que esos malandros no actuaron por decisión propia, Que alguien les montó esa fiesta para acallar su cobardía y abrirles la machera; sobre todo, tengo el mayor derecho del mundo a creer que esa fiestita - armada desde mediodía en la azotea de una casa vecina al Colegio de Abogados - tiene nombre y apellido en la impunidad rampante de este pueblo. Pasó lo que pasó, muy poca gente lo supo y solo mereció unos minutos de resignados comentarios del agraviado en su programa del lunes, usados además, como una puerta a la esperanza del cambio que vendrá y esas monsergas. Extrañamente, el Colegio de Abogados del Estado Mérida, cuyas instalaciones de algún modo fueron violentadas por los zagaletones, ha mantenido el silencio ese desagradable de quien alquila su casa y lava sus manos ante la tubería que sus inquilinos rompen.
Entonces, si la esperanza de salvarnos pasa obligatoriamente por convivir y no por levantar voces histéricas en contra de una máquina capta huellas que se va a dañar en una semana. ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos si, por ahora, (y tal vez por muchos años) la razón la sigue teniendo el zagaletón de barrio y el miche callejonero? ¿Cómo haremos para que todo lo demás, a los demás, les importe? ¿Gritamos, nos matamos o aceptamos resignados que perdimos el juego?
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