Hemos tenido un fin de semana
de celebración, el motivo: Rayita, la compañía más antigua, más sana
y más auténtica que el amor le ha dado a mi vida, festejó por todo lo alto su cumpleaños, (no
voy a decir cuántos, pero alcanzó quite a
milestone) y yo decidí seguir instrucciones para contribuir con el sarao. Nos
quedó buenísima la fiesta el sábado y, como resulta que habíamos tenido visitas
procedentes de ese lejano extranjero en que se ha convertido Caracas, se me
ocurrió la pésima idea de organizar un almuerzo dominguero como para disfrutar
los chismes de la rumba y superar el ratón de la noche tan preciosa.
Escogí AZZURRO, un restaurante a
medio camino entre comedero y trattoria
italiana de reciente data, montado con suficiente buen gusto como para parecer
un lugar estupendo, en el que ya había ido a comer un par de veces anteriores.
En mi mente, fanática del mangiare
italiano, era ni más ni menos un plan perfecto. Fue una pena que a lo que
pensaba mi mente, fanática del mangiare
italiano, no le hicieran eco los encargados de prestar un servicio y cobrar
(muy buenos bolívares devaluados) por ello. La experiencia fue un verdadero
desastre y algo más, como acostumbran decir los merideños.
Azzurro está en el CC La Hechicera. Un pequeño centro comercial que destaca por permitir la convivencia feliz de un restaurante de carnes, con un japonés que alguna vez fue excelente, un español muy famoso (la mejor caldereira de róbalo de la ciudad) otro que cambia de especialidad con frecuencia, porque nunca la pega, y este italiano de nuevo cuño. Es un sitio relativamente pequeño en el que según mi experiencia, hasta ayer, por lo menos, la comida era rica. De lo demás, siempre salía quejándome. Una nueva (última) oportunidad se le da a cualquiera y yo, fanático del mangiare italiano, estaba decidido a coronar la celebración con el mejor plato de pasta de la comarca. Metí la pata.
Fuimos 19 personas. El restaurante estaba avisado desde el día anterior y confirmada nuestra asistencia con un par de llamadas que me hicieron ellos en la mañana para presagiar un gran condumio. Más o menos a la hora pautada (en este país la puntualidad es un defecto, recordémoslo) estuvimos todos allí, listos para pasarla bien. Entonces, como por arte de magia, comenzaron los desencuentros y la tarde que pudo haber sido perfecta, se convirtió en un muestrario de lo peor que tenemos los venezolanos: muy poca capacidad de entender lo poco preparados que estamos para apostar con eficiencia al éxito de un proyecto empresarial, aunque hayamos puesto en él los ahorros de toda la vida. Es muy sencillo, si usted no sabe cómo se maneja un restaurante, tiene dos opciones: se dedica a otra cosa (una venta de repuestos para motos, por ejemplo) o contrata la asesoría de alguien que si sepa pagando por ese servicio. Lo que nos sucedió ayer a nosotros es sencillamente imperdonable.
Nuestro primer deseo, 5 limonadas frappe para los sobrinos, tardó en llegar a la mesa, aproximadamente, una media hora. Ni hablar del resto de las bebidas que nos habríamos tomado encantados (mi hermano tuvo suerte, consiguió que su sangría llegara a su puesto con la brevedad del caso, no sabemos cómo) Transcurridos 45 minutos de habernos sentado en la mesa bien montada que nos habían preparado (aunque con servilletas de papel de la calidad más ramplona) lo único que habíamos conseguido era que un maître mal encarado y poco amable, nos regañara dejando claro que él atendía nuestros pedidos en el orden que ÉL decidiera hacerlo. Cuando finalmente lo hizo, convirtió en desastre el servicio del vino, trastocó las órdenes y desapareció como por encanto, dejándonos en el peor de los limbos (luego supimos que había – oh sentido de la oportunidad – renunciado al cargo y abandonado el oficio en ese momento) y con un ataque de hambre que tornaba los humores en excusa para el crimen. Dos largas horas más tarde, la comida empezó a aparecer muy graneadita - por ejemplo, mi hermana comió sola, víctima de una equivocación propia de aquel orden de naufragio en el que finalmente comimos, porque no tuvimos más alternativa: lo que no estaba muy salado, estaba desabrido y lo que tenía que haber estado al dente, estaba vulgarmente duro; para no mencionar que en esta familia existen alergias alimentarias que fueron debidamente explicadas y profesionalmente ignoradas o que, hacer un T-Bone Steak como Dios manda, requiere los esfuerzos de un cocinero en serio, no de la gente bien intencionada – y poco preparada – que manda en los fogones de Azzurro.
Por cierto en un momento de la desazón, ante los reclamos, una de las meseras, perfecta en aquello de “yo-hago-lo-que-yo-puedo” nos informó - a modo de disculpa - que en el piso de arriba atendían mucha gente; Vaya sorpresa, una media hora después de haber entrado nosotros, vimos llegar a un importante jerarca local de la cosa nostra roja, en compañía de su familia, un montón de camaradas en almuerzo de domingo – que ellos también tiene derecho – a los que sentaron en ese piso de arriba. Me gustaría llamarlo y preguntarle por su experiencia de ayer en AZZURRO, estoy completamente seguro que solo respondería elogios. Ellos fueron atendidos con presteza, la comida de ellos estuvo lista a tiempo, y ellos abandonaron el restaurante cuando nosotros todavía no empezábamos a comer (Me imagino además que a ellos les encantó la comida, no es de rojos tener paladares educados).
Fue una experiencia penosa (que no se repetirá más nunca, por mi parte) condimentada, desafortunadamente, por la sospecha de haber sido objeto del desgraciado apartheid al que nos someten diariamente los camaradas; sin embargo, pienso que los motivos de nuestra desgracia trascienden ese detalle. Sencillamente, los dueños de AZZURRO están botando el dinero en un negocio que no tienen ni idea de cómo se maneja. Lo más grave es que ellos todavía no se dan cuenta del asunto y creen que pueden excusarlo apareciendo en la mesa, cuando no hay nada que hacer, a presentar una disculpa sin argumentos, con la única finalidad de poder traer la abultada factura sin una gota de vergüenza y recibir, además, las gracias por nada que se dan cuando se recibe absolutamente nada.
Azzurro está en el CC La Hechicera. Un pequeño centro comercial que destaca por permitir la convivencia feliz de un restaurante de carnes, con un japonés que alguna vez fue excelente, un español muy famoso (la mejor caldereira de róbalo de la ciudad) otro que cambia de especialidad con frecuencia, porque nunca la pega, y este italiano de nuevo cuño. Es un sitio relativamente pequeño en el que según mi experiencia, hasta ayer, por lo menos, la comida era rica. De lo demás, siempre salía quejándome. Una nueva (última) oportunidad se le da a cualquiera y yo, fanático del mangiare italiano, estaba decidido a coronar la celebración con el mejor plato de pasta de la comarca. Metí la pata.
Fuimos 19 personas. El restaurante estaba avisado desde el día anterior y confirmada nuestra asistencia con un par de llamadas que me hicieron ellos en la mañana para presagiar un gran condumio. Más o menos a la hora pautada (en este país la puntualidad es un defecto, recordémoslo) estuvimos todos allí, listos para pasarla bien. Entonces, como por arte de magia, comenzaron los desencuentros y la tarde que pudo haber sido perfecta, se convirtió en un muestrario de lo peor que tenemos los venezolanos: muy poca capacidad de entender lo poco preparados que estamos para apostar con eficiencia al éxito de un proyecto empresarial, aunque hayamos puesto en él los ahorros de toda la vida. Es muy sencillo, si usted no sabe cómo se maneja un restaurante, tiene dos opciones: se dedica a otra cosa (una venta de repuestos para motos, por ejemplo) o contrata la asesoría de alguien que si sepa pagando por ese servicio. Lo que nos sucedió ayer a nosotros es sencillamente imperdonable.
Nuestro primer deseo, 5 limonadas frappe para los sobrinos, tardó en llegar a la mesa, aproximadamente, una media hora. Ni hablar del resto de las bebidas que nos habríamos tomado encantados (mi hermano tuvo suerte, consiguió que su sangría llegara a su puesto con la brevedad del caso, no sabemos cómo) Transcurridos 45 minutos de habernos sentado en la mesa bien montada que nos habían preparado (aunque con servilletas de papel de la calidad más ramplona) lo único que habíamos conseguido era que un maître mal encarado y poco amable, nos regañara dejando claro que él atendía nuestros pedidos en el orden que ÉL decidiera hacerlo. Cuando finalmente lo hizo, convirtió en desastre el servicio del vino, trastocó las órdenes y desapareció como por encanto, dejándonos en el peor de los limbos (luego supimos que había – oh sentido de la oportunidad – renunciado al cargo y abandonado el oficio en ese momento) y con un ataque de hambre que tornaba los humores en excusa para el crimen. Dos largas horas más tarde, la comida empezó a aparecer muy graneadita - por ejemplo, mi hermana comió sola, víctima de una equivocación propia de aquel orden de naufragio en el que finalmente comimos, porque no tuvimos más alternativa: lo que no estaba muy salado, estaba desabrido y lo que tenía que haber estado al dente, estaba vulgarmente duro; para no mencionar que en esta familia existen alergias alimentarias que fueron debidamente explicadas y profesionalmente ignoradas o que, hacer un T-Bone Steak como Dios manda, requiere los esfuerzos de un cocinero en serio, no de la gente bien intencionada – y poco preparada – que manda en los fogones de Azzurro.
Por cierto en un momento de la desazón, ante los reclamos, una de las meseras, perfecta en aquello de “yo-hago-lo-que-yo-puedo” nos informó - a modo de disculpa - que en el piso de arriba atendían mucha gente; Vaya sorpresa, una media hora después de haber entrado nosotros, vimos llegar a un importante jerarca local de la cosa nostra roja, en compañía de su familia, un montón de camaradas en almuerzo de domingo – que ellos también tiene derecho – a los que sentaron en ese piso de arriba. Me gustaría llamarlo y preguntarle por su experiencia de ayer en AZZURRO, estoy completamente seguro que solo respondería elogios. Ellos fueron atendidos con presteza, la comida de ellos estuvo lista a tiempo, y ellos abandonaron el restaurante cuando nosotros todavía no empezábamos a comer (Me imagino además que a ellos les encantó la comida, no es de rojos tener paladares educados).
Fue una experiencia penosa (que no se repetirá más nunca, por mi parte) condimentada, desafortunadamente, por la sospecha de haber sido objeto del desgraciado apartheid al que nos someten diariamente los camaradas; sin embargo, pienso que los motivos de nuestra desgracia trascienden ese detalle. Sencillamente, los dueños de AZZURRO están botando el dinero en un negocio que no tienen ni idea de cómo se maneja. Lo más grave es que ellos todavía no se dan cuenta del asunto y creen que pueden excusarlo apareciendo en la mesa, cuando no hay nada que hacer, a presentar una disculpa sin argumentos, con la única finalidad de poder traer la abultada factura sin una gota de vergüenza y recibir, además, las gracias por nada que se dan cuando se recibe absolutamente nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario