Una de las grandes enseñanzas de mi vida se la debo
a Nora, una mujer de la mala vida a
la que frecuenté, subrepticiamente (lo digo sin pizca de orgullo en homenaje a
mi crianza prejuiciosa y pueblerina) en los años del exilio neoyorquino. La conocí
por pura casualidad, justo la noche en que ella no prestaba sus servicios, compartiendo un trago en un viejo bar de
Manhattan. Colombiana, buenamoza y exitosa, Nora era una puta de alto standing a la que - habiéndole costado
lo suyo alcanzar su estatus - la vida de "refugiada" le carcajeaba de
gozo. La noche que decidimos emborracharnos juntos sin otra intención que
esa, yo me acerqué a ella con la curiosidad morbosa del gocho que nunca ha
pagado por el amor de utilería de las profesionales de la vida y ella a mí, con
la de la puta que intenta que un hombre joven y en bancarrota le alegre un poco
la vida sin necesidad de meterle mano. Por eso, probablemente, fuimos un par de
buenos amigos a los que la cama solo les sirvió para comer sándwiches de
mermelada y queso blanco (que yo hago riquísimos) y ver películas en betamax
(que ella escogía y pagaba con rigor de santa)
Nora tomaba su oficio en serio, definiéndose a sí
misma como "profesional del placer" y aunque tenía reglas
inquebrantables en su ejercicio estaba, más o menos, dispuesta a complacer las más
inimaginables fantasías del hombre, si entre estas y ella había un
buen fajo de dólares. Alegre y dicharachera además, Nora ocultaba muy poco su profesión
pues le gustaba decir que ella podía
haber sido doctora; pero, había decidido ser puta.
De nuestras largas conversaciones obtuve, por
ejemplo, la certeza inquebrantable de que el cuento de la puta triste es
exclusivo de mujeres a quienes la tristeza les viene por otras vías. Nora era
la mejor (y con diferencia no la única) prueba de que el oficio más antiguo del
mundo se ejerce casi siempre con determinación y buen tono, a menos que la pobre tenga la desgracia de nacer y
vivir en uno de esos países donde ser mujer es una maldición perpetuada por el
macho abusador dominante. Ejercer la prostitución es un oficio cuya escogencia
se debe a muchos motivos, la supervivencia entre otros; pero, no a que a la
pobre puta no le quedo más remedio.
El recuerdo de mi amistad con Nora anda asaltándome
desde hace días. Quizás desde que descubrí, en uno de los grupos de whatsapp a que pertenezco, un artículo
(que luego he visto muchas veces en las redes sociales) lamentando
profundamente la suerte de las "oleadas
de mujeres venezolanas obligadas por las
terribles circunstancias" a ejercer la prostitución en Cúcuta y otras
ciudades colombianas. El escrito, de manera bastante tendenciosa por cierto,
narra las desventuras cada vez más frecuentes que sufren, literalmente, las
representantes del hetairado local ahora allende fronteras. ¿Qué tal? A ver, yo no dudo que esa sea una tarea con
dificultades en su ejercicio (prestar servicio al cliente es complicado tanto en
el mostrador de una panadería como en la cama…hay cada loco) pero, estoy seguro
gracias a mi añorada amiga (puta, pero decente) que en estas latitudes nadie se
mete a eso porque no le queda otra
alternativa y - mucho menos - lo hace para enrostrarle a régimen alguno los
horrores a que le somete. Con lo difícil que es la decisión de salir a vender
aspiradoras de puerta en puerta, imaginen lo complicado que ha de ser - vista
nuestra moral judeo cristiana - la decisión de vender el cuerpo (o lo que otros
puedan hacer con él) en estos tiempos sobreinformados. A lo mejor sueno a
troglodita; pero, una vez más, estamos sacando las cosas de quicio.
¿Por qué ese (u otro) artículo con visos de
circulación viral no se ha dedicado a escudriñar
en la vida de los cientos de mujeres venezolanas, graduadas en universidades, que hoy día limpian casas en Barcelona, Toloussse
o Miami o lavan carros bajo el sol abrasador de Houston? ¿Por qué es la
supuesta prostitución forzada de nuestras mujeres, lo qué enciende las mismas
alarmas que hace años encendieron la aparición de jineteras forzadas por el régimen cubano? Me aventuro a una respuesta digna de
Nora: porque las putas son vistas públicamente con horror por los mismos ojos
que en privado las ven con delicia; además venden periódicos, o viralizan artículos,
que en estos tiempos es lo que cuenta.
No niego que el tema tiene mucha tela para cortar;
sin embargo, me atrevo a asegurar (a riesgo de parecer excesivamente
complaciente con la dictadura, culpable de otros muchos horrores) que está equivocado en su enunciado pues,
sencillamente, nadie que sepa lo que eso significa realmente (y en el año 2014
eso lo saben hasta las niñas de preescolar) se mete a puta, en-contra-de-su-voluntad-porque-no-tiene-otra
alternativa-que-llevar-una-vida-de-desgraciados-horrores. ¿No será la
promesa de dinero rápido (y la fama no del todo real de la belleza suprema de
la mujer venezolana) lo que ha allanado el camino del aparentemente muy próspero
nuevo negocio de nuestras congéneres exiliadas?
Definitivamente, la sensatez pecaminosa de Nora me
ha hecho falta en estos días. Seguramente porque, pocas veces en mi vida he
conocido a alguien que respete y disfrute tanto el oficio al que se ha dedicado
con pleno conocimiento de causa y consecuencias; a falta de ella, doy por buena
la certeza de que me sobrepasan en número los que se creen el cuento de los
lamentos de esas putas tristes para esgrimirlo como una razón mas para-seguir-en-la-lucha; entonces, como
hay que respetar, respeto, diría Nora.
Por cierto, la última vez que hablé con ella (Facebook
mediante) mi pana se había dejado de eso; después de dos matrimonios fallidos
con antiguos clientes, comprendió que varón no es gente, se gastó sus ahorros
pagándose una carrera en NYU y, hoy día, se dedica a dar clases de español en
una escuela Montessori. De todo hay en la viña del señor.....
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