Parados al pie de la gran escalera mecánica, esperábamos a Elías
que bajara de la sala Ríos Reyna para irnos todos a almorzar en uno de esos
brillantes mediodías caraqueños que son lo único con lo que no han podido
acabar. Elías estaba arriba, en alguna de sus manías, los demás matábamos el
tiempo. De pronto, la escalera echó a andar y en el medio, sin compañía ninguna,
recrecidos sus escasos 148 centímetros de estatura por ese halito de
intocabilidad que acompañaba su histórico mal talante, Elías Pérez Borjas
comenzó a descender en dirección nuestra. Todos nos quedamos mirando la
escalera sin decir una palabra. Pasados unos minutos, Elías aterrizó junto a nosotros, fue Vicente
Nebreda quien viéndolo fijamente, rompió el silencio, espetandole en ese tono suyo que, mas que hablar, mascullaba:
-
Elías, tú no eres una emperatriz, tu
eres el director del Teatro Teresa Carreño, pero no eres una emperatriz….
A pesar de lo políticamente incorrecto, una gran carcajada
colectiva celebró la chocarrería de Vicente mientras caminábamos a cumplir con
el plan del mediodía. Terminado el almuerzo, cada uno regresó a sus labores. El
chisme de la ocurrencia de Vicente rápidamente corrió de oficina en oficina; a
media tarde, cuando bajamos al cafetín a merendar, tantas versiones como
empleados habían hecho del trabajo una fiesta.
Una que, por cierto, no interrumpió ni por un segundo las ocupaciones
numerosas de cada uno de los que teníamos la suerte de estar allí, para estar,
como dijera Cabrujas.
Es parte del anecdotario, interminable, que hacen inolvidables los buenos días de los años felices; días en los que trabajar significaba una risa y en los que la más pequeña de las cosas, si involucraba al Teatro o se hacía con el mayor empeño o se hacía, pagando las consecuencias de desairar las instrucciones de aquel diminuto personaje a quien, ni la grandeza de Vicente Nebreda, pudo quitarle el talante de emperatriz Prusiana. El Teresa, para muchos, la trinchera del país posible. Del país que nosotros jurábamos realizable, aquel al que los maestros nos enseñaron a verle el futuro y tenérselo calibrado. Elías, Vicente, Isaac, Miriam, José Ignacio, Belén, nombres que - probablemente - como dijo una vez Elías, “ya entraron en los libros de historia” y que para nosotros eran tan cercanos como Adam, Cheo, Iraima, Edwin, Luisa, Gunilla, Mireya, Luis o Isabel. Parte de la familia – tal vez - gente que uno ve todos los días para aprender algo cada vez más importante y olvidado: el problema siempre empieza cuando no se le pone a las cosas el mayor esfuerzo. Nosotros tuvimos la suerte de tatuarlo a fuego en nuestras mentes. Tal vez habría sido mejor no hacerlo. Si es verdad que Elías no era una emperatriz (y además era uno de los hombres más antipáticos que ha parido la tierra) no menos verdad fue que su generosidad a la hora de formar sus relevos no tuvo límites. Si es verdad que Isaac no era el centro del universo (murió sin aceptarlo, por cierto) no menos verdad es que al adoptarnos nos entregó con amor indiscutible la fórmula del bien hacer las cosas de la cultura, que por poquito que se le ponga obra es - de muchos modos - el bien hacer las cosas del país.
No hay nada que hable más alto y duro de la vejez a la que estamos acercándonos como la nostalgia. Ya no es tan importante hablar corrido, cosa que hacíamos con maestría en esos años, ahora lo que cuenta es de lo que se habla. Recordar esos años con nostalgia triste no es bueno. Ninguno de los de entonces seguimos siendo los mismos, dijo el poeta; pero, ninguno de los de entonces habría apostado ni en su peor pesadilla que nuestro Teresa iba a convertirse en eso que es hoy. Ninguno de los de entonces supo verlo venir, porque ninguno de los de entonces tuvo la suerte, buena o mala según se mire, de tener la bola de cristal de las infalibilidades. Ninguno asumió que empezaríamos a hablarnos con más frecuencia en las funerarias, que en las noches de estreno y ninguno se preparó para aceptar de buena gana que, así como a nosotros se nos caía el cabello y se nos arrugaba el rostro, a los maestros se les acababa la vida al mismo tiempo que al país se le acabaría la memoria. Una vez más, por ejemplo, el domingo pasado nos tocó cruzarnos mensajes de desoladora tristeza para despedir a nuestra queridísima Belén Lobo, la mamá de la danza de este país. Antes hemos ido despidiendo con idéntico pesar a los que la han antecedido. Y con el mismo estupor: el de ver como sus muertes significan nada en un país de oficialidades huecas y el de pensar, sin decirlo, que cada pala de tierra que cae sobre sus cuerpos está cayendo irremediablemente sobre la memoria de un país que hoy llora, como el tango, la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.
El dolor de haberse convertido en despropósito. A ellos, a los maestros, es a quienes se les irrespeta cuando se aplaude la memoria de un fantasma convertida en pirouette en las manos – nada más y nada menos - del cuerpo de ballet que llenó de gloria a Venezuela, poniendo en puntas de arabesco la música de Antonio Lauro. No, el país que yo llevo en mi memoria no es el que le pone lycras a un militar para contar sus atropellos, ni el que aplaude la música sinfónica que avanza destruyendo lo que gente de verdad había creado dejando su piel en ello. Un fantasma convertido en Cabriolé sobre el escenario que él mismo arrebató a quienes una vez convirtieron sus cuerpos en elegantes corcheas, solo sirve para agregarle desvergüenza al cinismo. Para ninguna otra cosa.
Es parte del anecdotario, interminable, que hacen inolvidables los buenos días de los años felices; días en los que trabajar significaba una risa y en los que la más pequeña de las cosas, si involucraba al Teatro o se hacía con el mayor empeño o se hacía, pagando las consecuencias de desairar las instrucciones de aquel diminuto personaje a quien, ni la grandeza de Vicente Nebreda, pudo quitarle el talante de emperatriz Prusiana. El Teresa, para muchos, la trinchera del país posible. Del país que nosotros jurábamos realizable, aquel al que los maestros nos enseñaron a verle el futuro y tenérselo calibrado. Elías, Vicente, Isaac, Miriam, José Ignacio, Belén, nombres que - probablemente - como dijo una vez Elías, “ya entraron en los libros de historia” y que para nosotros eran tan cercanos como Adam, Cheo, Iraima, Edwin, Luisa, Gunilla, Mireya, Luis o Isabel. Parte de la familia – tal vez - gente que uno ve todos los días para aprender algo cada vez más importante y olvidado: el problema siempre empieza cuando no se le pone a las cosas el mayor esfuerzo. Nosotros tuvimos la suerte de tatuarlo a fuego en nuestras mentes. Tal vez habría sido mejor no hacerlo. Si es verdad que Elías no era una emperatriz (y además era uno de los hombres más antipáticos que ha parido la tierra) no menos verdad fue que su generosidad a la hora de formar sus relevos no tuvo límites. Si es verdad que Isaac no era el centro del universo (murió sin aceptarlo, por cierto) no menos verdad es que al adoptarnos nos entregó con amor indiscutible la fórmula del bien hacer las cosas de la cultura, que por poquito que se le ponga obra es - de muchos modos - el bien hacer las cosas del país.
No hay nada que hable más alto y duro de la vejez a la que estamos acercándonos como la nostalgia. Ya no es tan importante hablar corrido, cosa que hacíamos con maestría en esos años, ahora lo que cuenta es de lo que se habla. Recordar esos años con nostalgia triste no es bueno. Ninguno de los de entonces seguimos siendo los mismos, dijo el poeta; pero, ninguno de los de entonces habría apostado ni en su peor pesadilla que nuestro Teresa iba a convertirse en eso que es hoy. Ninguno de los de entonces supo verlo venir, porque ninguno de los de entonces tuvo la suerte, buena o mala según se mire, de tener la bola de cristal de las infalibilidades. Ninguno asumió que empezaríamos a hablarnos con más frecuencia en las funerarias, que en las noches de estreno y ninguno se preparó para aceptar de buena gana que, así como a nosotros se nos caía el cabello y se nos arrugaba el rostro, a los maestros se les acababa la vida al mismo tiempo que al país se le acabaría la memoria. Una vez más, por ejemplo, el domingo pasado nos tocó cruzarnos mensajes de desoladora tristeza para despedir a nuestra queridísima Belén Lobo, la mamá de la danza de este país. Antes hemos ido despidiendo con idéntico pesar a los que la han antecedido. Y con el mismo estupor: el de ver como sus muertes significan nada en un país de oficialidades huecas y el de pensar, sin decirlo, que cada pala de tierra que cae sobre sus cuerpos está cayendo irremediablemente sobre la memoria de un país que hoy llora, como el tango, la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.
El dolor de haberse convertido en despropósito. A ellos, a los maestros, es a quienes se les irrespeta cuando se aplaude la memoria de un fantasma convertida en pirouette en las manos – nada más y nada menos - del cuerpo de ballet que llenó de gloria a Venezuela, poniendo en puntas de arabesco la música de Antonio Lauro. No, el país que yo llevo en mi memoria no es el que le pone lycras a un militar para contar sus atropellos, ni el que aplaude la música sinfónica que avanza destruyendo lo que gente de verdad había creado dejando su piel en ello. Un fantasma convertido en Cabriolé sobre el escenario que él mismo arrebató a quienes una vez convirtieron sus cuerpos en elegantes corcheas, solo sirve para agregarle desvergüenza al cinismo. Para ninguna otra cosa.
Excelente
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