El martes 12 de enero de 2010, 316 mil personas, que como usted y como yo se
encontraban dedicados a sus labores de cada día, encontraron la muerte en la más
grave tragedia que ha azotado Haití en su historia reciente: un terremoto de 7.0°
en la escala de Richter, casi borra del mapa el pequeño país caribeño como para
sumarle una calamidad más a las muchas con las que ya vive su convulsionada
historia.
Al amanecer del día de navidad del año 2004 el
archipiélago de las Islas Simeulue en la costa de Sumatra, soportó un terremoto
de 9.1° en la escala de Richter, desatando un Tsunami que barrió las costas de
Indonesia, Malasia, India, Sri Lanka y Tailandia, afectó lugares tan remotos
como Alaska, movió el planeta un centímetro de su eje y produjo caos en todo el
continente asiático. Murieron o
desaparecieron - que para el caso es lo mismo – 492.866 personas.
El 29 de julio de 1967, mientras los venezolanos
disfrutaban el momento en que una de sus misses
casi se alza con el reinado universal de la belleza (hecho que luego se convirtió
en costumbre) 236 personas morían sepultadas por un sismo de 6.7° en la escala
de Richter, que salió desde el pueblo de Arrecifes en el Litoral Central para
dañar buena parte de las muy sifrinas urbanizaciones del este capitalino. Eran
las 8.02 minutos de la noche de un sábado cuatricentenario.
¿Qué tenían en común Puerto Príncipe, Las Islas
Simeulue y Caracas? Muy poco, nada, para hacer honor a la verdad. Salvo una
cosa: sus habitantes no pudieron ser advertidos a tiempo de las tragedias que
se avecinaban. Nada, ni el intenso calor, ni el ladrar de los perros, ni el
color del firmamento; nada, pudo haber presagiado el sacudón de la tierra que
afectó tan gravemente esas ciudades, así como tampoco pudo haberse anunciado un
hecho similar en ninguna de las ciudades del planeta donde la historia se
divide en antes y después del terremoto. ¿Por qué? Muy simple: aun con toda la
sapiencia y acuciosidad que el hombre ha puesto en ganarle una mano a la muerte
(y vaya que le ha ganado algunas) predecir una tragedia natural de esa magnitud
es imposible. Un terremoto no se puede predecir. Esa es una verdad que no
admite réplicas.
Si tal cosa pudiera hacerse, como se puede con los
huracanes, por ejemplo, la suerte de los habitantes de Caracas, Indonesia y
Puerto Príncipe habría sido muy otra, las personas habrían podido huir a
lugares más seguros y ver desde allí como sus ciudades sucumbían a la mano de
madre natura viviendo para contarlo. Pero,
no fue posible. Esas miles de personas
lo primero que enfrentaron fue la sorpresa. Tal como parece que - salvando las
distancias y con la prudencia del caso - los merideños estamos haciendo
hace casi un mes. Si alguien dudaba que esta ciudad esté literalmente atravesada
por una "falla geográfica"
después de estos días ya debe haberse convencido. Hoy es el primer día desde
hace tres semanas en que a nadie lo sobresalta el trepidar de su mesa de trabajo
o de la cama en que duerme; no porque haya parado de temblar, sino porque los
de las últimas horas han sido movimientos de tan escasa magnitud que son
imperceptibles. Según afirmaciones de quienes con toda seriedad se dedican al
estudio de los sismos (de todo hay en la villa del señor) Mérida es ni más ni
menos, la mamá de las zonas sísmicas de Venezuela: una falla geográfica, la de
Boconó la traspasa de esquina a esquina. No obstante eso, el último terremoto
ocurrió hace más de 100 años; cosa que nos hace creer el mito de que pequeños
temblores sirven para que el planeta "libere energía" evitando un
eructo de proporciones épicas. No, ni eso ni ninguna otra cosa, como no sea la
santa voluntad de Dios - para los que creemos - nos ha puesto a salvo. Si en Mérida
no ha ocurrido una catástrofe es porque no ha ocurrido. Punto.
Ahora bien, ¿podría ocurrir? Sí, claro, como en
cualquier otra parte del mundo. Resulta que al planeta tierra le da por
sacudirse de cuando en cuando y como es tan grande (y tan maltratado el pobre)
uno nunca sabe a cual esquina le da por revolver. Puesto de un modo un poco
menos frívolo, la posibilidad de un "movimiento telúrico de mayor
intensidad, capaz de generar importantes daños" es más probable en Mérida
que en Ciudad Bolívar, por ejemplo, donde se dice que existe la base más sólida
y bien cimentada de la tierra - suerte que tienen algunos - pero, nada indica
que ese "movimiento telúrico" va a suceder mañana viernes a las 3:32
minutos de la tarde y mucho menos que va a suceder en Mérida. Podría ocurrir,
como en efecto reportan que ocurrió, en una zona despoblada entre Perú y
Ecuador sin causar daños.
Es lógico, sin embargo, que las alarmas estén
encendidas. Nadie se siente cómodo ni tranquilo, si por lo menos 5 veces al día,
un ramalazo le indica que la tierra se está moviendo bajo sus pies. Pero, vivir
con la preocupación constante de saber
que sucederá una tragedia, pero no cuando
ni como, me parece de un satanismo
insoportable. Estar medianamente preparados para enfrentar un terremoto,
viviendo en Mérida, es igual a tener la obligación de saber dónde quedan las
salidas de emergencia cuando usted
aborda un avión. Puede caerse y ser usted el único sobreviviente.
Hemos tenido razones para preocuparnos estos días, como no. Sobre todo después que hace algunos días, un sismo de
magnitud 5.1, ocasionó daños materiales comprobables
y cobró la vida de un viajero. Ese
temblor y las subsecuentes réplicas se sintieron con fuerza de insomnio. Quien más,
quien menos, parapetó cerca de la puerta de su casa algo bastante parecido a un
kit de supervivencia (tengo una amiga
que en el suyo ha incluido un set para manicure, porque ella asegura que le
será útil) y tiene más o menos diseñada una vía de escape. Eso está muy bien.
Eso debe hacerse, usted vive en Mérida, por el amor de Dios. La "tormenta sísmica"
de estos últimos días no ha debido ser su excusa para pensar en terremotos. No
obstante, la vida de una ciudad no puede
supeditarse a "saber que algo ocurrirá pero no sabemos cuándo" pues
lo más probable, como siga usted con esa angustia, es que antes muera usted a
causa de un infarto, que tapiado por esa pared que estaba medio torcida y nunca
terminó de arreglar.
Encomiéndese a Dios, olvídese de eso de dormir con
la puerta abierta porque ahí el susto no se lo va a dar la tierra sino el tierruo,
prepare su equipo de supervivencia (no se angustie por el atún en lata, eso lo proveerá
la Cruz Roja Internacional) y estudie muy bien sus rutas de escape. En caso de
emergencia, podrían serle útiles; pero, intente mejor una aproximación
destinista y tan frívola como esta descarga mía de hoy: si lo que a usted le
toca es un final trágico, no habrá pitonisa que se lo evite. No intente
descubrir su hora en las runas vikingas, ni en comunicados apócrifos que FUNVISIS
nunca publicó y usted replicó a mansalva. Deje quieto al Dr. Estévez, él
tampoco sabe cuándo es la cosa. Prepárese, eso es muy bueno, haga su morral de
superviviente, colóquelo al lado de su cama y respire normalmente.
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