En el año 2001 yo llevaba una poblada barba, todavía oscura, que junto a lo que en ese tiempo era una
cabellera abundante (identificada en mi
pasaporte como de color castaño) me hacían parecer - rasgos engañadores que uno
tiene - algunas veces, un árabe que ni Mustafá
y algunas otras, un judío recién salido del New
York Fashion District. De esa facha tengo muchas anécdotas, en
su mayoría muy divertidas; como el día que me persiguieron en NY un par de
ortodoxos para "ponerme los Tefilines" y tuve que desprenderme de
ellos en verdadero ataque de grosería; o las miradas de asombro de casi todo el
mundo, cuando revelaba mis verdaderos orígenes, suramericanos hasta la decima
generación ascendente. Ya sabemos que "los gringos son así" les
encanta un estereotipo, una etiqueta y esas monsergas variadas. Lo comprobé en
el aciago despertar del 11 de septiembre. Vivía en Houston, una prima a la que
adoro estaba en New York y Daniel, el compañero irrepetible, en Afganistán o
por ahí cerca. El país estaba sumido en una tristeza infinita, explicada
millones de veces a lo largo de estos años en los que han surgido una
inenarrable cantidad de teorías justificando, en sucesión de disparates, lo que
pasó a la humanidad ese día en que fuimos
menos humanos que de costumbre. Yo estaba muy aturdido. Angustiado por
la suerte de quienes debían estar a mi lado, y no estaban, y preocupado - cada
minuto más - por la suerte que correríamos todos, sobre todo después de haber visto como George
Bush había logrado ponerse a la altura de las circunstancias y lanzar un
discurso notable en el Memorial Service
de la Catedral de Washington con el que abrió las compuertas de la tercera
guerra mundial. Iba a trabajar sin saber a lo que me exponía al salir de casa y
dejaba morir las horas restantes embrutecido, en silencio, frente al televisor,
para volver a ver, una y mil veces, imágenes del horror.
El primer domingo posterior a los ataques, decidí
salir a almorzar, solo, en plan "airearme un poco”. Escogí un restaurantico
muy rico al que acostumbraba ir, llamado
Epicure que quedaba en uno de mis
barrios favoritos de Houston, dentro de un antiguo centro comercial muy grato. Hacía
calor - como siempre - y vestí, a pesar de la fecha, una camisa de lino blanco
muy suelta que bien parecía una chilaba.
No era consciente de mi apariencia mas allá del par de veces que me había
mirado al espejo antes de salir para constatar que todo estaba en su lugar.
Llegué al restaurant, saludé al dueño con amabilidad, pero sin darle tiempo a
que me hiciera conversación porque no quería más una lluvia de lamentos. Cerca
de mi estaban sentadas dos mujeres, tomando una botella de vino tinto y
desgranando detalles de lo ocurrido menos de una semana antes. De pronto noté
que hablaban de mí. No lograba escuchar lo que decían, pero era obvio que hacían
comentarios acerca de mí. Iba por la mitad de mi comida cuando percibí que el
humor de las dos señoras empezaba a enrarecerse, poblando el restaurant del
ambiente triste y como de rabia contenida con que se estaban viviendo esos días.
De pronto, una de las señoras llenó su copa con lo que parecía ser el último
trago de la botella, se levantó de su asiento, caminó resuelta hasta mi mesa,
se detuvo frente a mí y, arrojando la copa sobre mi cara y cuerpo, soltó llena
de ira lo siguiente:
- You...fucking arab go back to your fucking
country....bastard... (Tú...árabe de porquería,
regrésate a tu maldito país, bastardo)
Estupefacto, intente aclararle que yo no era árabe.
El dueño del local acudió rápidamente a mi lado para tratar de aclararles quien
era yo. Un cliente conocido mío intento mediar a mi favor, sin ningún éxito. La
señora estaba fuera de sí, repitiendo sin parar, la línea anterior. La palabra
que más alcanzaba escuchar era "arabic"
o "arab"....y luego go back
to your country. El ataque no se alargó por más de un par de minutos que a mí
me parecieron eternos. Con un gesto de mis manos pedí a mis defensores que se
callaran. Puse un billete sobre la mesa y salí del restaurante, pasando con la
cabeza baja por delante de la mesa en que las dos mujeres terminaban con
satisfacción su botella de vino. Llegué a mi auto, lo encendí y puse camino a
mi casa. Unas cuadras más adelante empecé a llorar el dolor acumulado durante
toda la semana del espanto terrorista. Lloré mucho rato. Lloré en el camino,
seguí llorando al llegar a casa y estuve llorando sin parar hasta que
finalmente me quedé dormido. Cuando desperté un par de horas más tarde, me di
cuenta que había llorado más, por las dos mujeres que me habían atacado, que
por las mas de tres mil víctimas de las Torres Gemelas.
¿Qué me pasó? Entendí el porqué de una guerra que
será muy difícil de ganar, si es que alguna vez se termina. Los occidentales,
aunque tengamos todo el derecho de este mundo a
existir con nuestros valores así sea a sangre y fuego, estamos
enfrentados a una civilización que no conocemos. Occidente, un espacio que –
más que geográfico – debe ser político, contar con una democracia que garantice
libertad de poderes, derechos humanos y sujeción a la norma democrática, está enfrentado a un mundo
que en general no contribuye a ser entendido y por tanto, no facilita la
construcción de una gramática en la cual todos podamos convivir en orden.
En nuestra obstinada carrera hacia la venganza de
nuestros muertos, hemos optado por revolver, en un solo licuado, una raza
compuesta por musulmanes, árabes, sirios, persas, suníes, ibadíes, maronitas,
ismaelitas, drusos, coptos e incluso católicos, entre los que una minoría son yihadistas. No estamos hablando de gente que es árabe / musulmán
y más nada. Aun así, nosotros, los de a pie,
en nuestra rabia - comprensible y justa - hemos decidido emprenderla
contra los árabes. Incluso en este rincón del mundo, donde ya no hay mujeres
altivas ni vino tinto que derramar sobre quienes nos parecen objeto de nuestra
xenofobia facial.
Quizás hayan razones, cada nuevo atentado
terrorista, anoche en Paris por ejemplo, el hombre deja de ser un poco más
humano. No solo porque mata con el pretexto de invocar el nombre de un Dios que,
en realidad, es la esperanza después de la muerte, sino porque nos convertimos
de inmediato en verdugos de nuestra ignorancia yendo en contra de un error
doblemente cometido. El nuestro, al trocar
esta horrible tragedia en una
competencia absurda de muertos de primera o segunda categoría y el de
ellos al cumplir sus amenazas largamente vociferadas.
Lo lamento. Yo sé lo que siente un árabe – musulmán
o no - cuando es ofendido por su cara de
árabe. Se lo que significa ser víctima por equivocación. He estado cerca del
terrorismo y sé lo que causa. Yo rezo por Paris. Yo tengo miedo. Yo no quiero
perder una persona más por estar en el sitio equivocado a la hora equivocada.
Yo no quiero perder la Torre Eiffel, ni el Big Ben, yo no quiero que exista una
hora equivocada o un sitio equivocado, ni en Paris, ni en Caracas, ni en Alepo,
ni en Laos.
Yo rezo por Paris, y rezo también por Venezuela, y
rezo también por el mundo árabe desconocido; ninguno de los tres vale anteponer
un pero. La humanidad tendría que acabar por causas naturales. El odio no es
una de ellas.
Hola mi querido y dilecto AMIGO DE SIEMPRE Y POR SIEMPRE...Soy LA TURCA SALDIVIA, ME RECUERDAS? Sé que sebes recordarme porque vivimos años muy cerca, años juveniles, frescos, alegres, intensos, años en que este tipo de actitudes, de situaciones, no ocurrían...a pesar de que el problema PALESTINO estaba presente, nunca jamás en estas proporciones y dentro de estas manipulaciones...No te voy a contar nada acerca de mi posición frente a los últimos acontecimientos porque tú conoces mi escencia y sabes cómo y quién SOY. Tu escrito me confirma que la manipulación de los hechos, la hipocresía de los políticos, TODOS, de los medios y redes sociales están totalmente podridas...Me has hecho llorar, no de rabia ni nada de eso, simplemente he llorado de IMPOTENCIA frente a lo que se ha convertido EL PLANETA. Te quiero, te amo, desde Siempre y para Siempre !! Tu amiga, LA TURCA!!
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