Es el responsable de abrir cada una de sus cuatro panaderías;
lo hace en un recorrido escalonado que comienza a las seis en punto de la
mañana, todas las mañanas. Una por una, las panaderías de Pau reciben su
personal bendición al amanecer de cada día, con
media hora de diferencia; a las
8, la última de las “tiendas” como él prefiere llamarlas, empieza a despachar
los desayunos de una clientela
perfectamente estudiada, integrada en su mayoría por jubilados, abuelos
solitarios que se levantan tarde y caminan lento hasta el pequeño centro
comercial, como para enderezar un poco los huesos entumecidos por la noche de
escaso sueño que les dejó esperar hasta
las tantas la conexión con Skype para saludar el nieto desperdigado en el
mundo.
- - Allí la mayoría son viejitos,
bueno…no tanto como ancianos, aunque de esos también hay, pero tú sabes,
señoras mayores, simpáticas, que siempre tienen cuentos divertidos de sus
descubrimientos tecnológicos y nunca están apuradas. Por eso, la de ahí es la
ultima que abre, así además no me meto en
problemas con el condominio del centro - cuenta en un español impecable al que traiciona el acento catalán
de la conversación casera.
Es a esa hora, y en
ese lugar, donde verdaderamente comienza
la jornada de este empresario del pan, como le gusta llamarse, que dice no
haber amasado nunca una canilla.
- - No, de verdad que no, nunca me ha
tocado amasar, ni preparar el producto. Tengo buenos maestros panaderos que se
dedican a eso y aunque me ves todo lleno de harina todo el día, la verdad es
que eso me pasa porque la cocina de la panadería es muy escandalosa y yo allí
si tengo que meterme muchas veces, pero…amasar, lo que se dice amasar, nunca
Quienes lo conocen más, dicen que lo único que ha amasado en
su vida es un montón grosero de dinero, que lo ha hecho con pocos escrúpulos y
que le da igual su procedencia; aunque nadie ha podido jamás demostrar que esté
en malos pasos, su imagen se perjudicó
muchísimo durante el lejano paro petrolero, días en que se dedicó a seguir
trabajando diariamente, a pesar de las
voces y los hechos que le pedían detenerse. Dice no ser simpatizante del
régimen, tampoco de la oposición. Nunca ha votado, aunque podría hacerlo ya
que tiene cédula y pasaporte venezolano
y esquiva graciosamente el tema político cada vez que alguien intenta ponerlo
en su mesa. Parte de su trabajo diario es tomar café con los vecinos que acuden
a su negocio, hay días en que poco más puede hacer; a él, el más exitoso empresario panadero de
la ciudad, la crisis lo tiene loco. Los bachaqueros también.
Otto, gastó los ahorros de su vida en sus dos únicas pertenencias:
un pedazo de tierra en Estanques en el que cultiva lo que puede cultivar, sobre
todo maíz y café y una pequeña panadería de barrio para asegurar el sustento de
sus dos hijos adolescentes. Trabaja de sol a sol. Es el rey de su urbanización,
vende fiado a los vecinos, hace favores, brinda avances de efectivo e intenta surtir
sus vacios mostradores con “lo que se
consiga en el camino”. Un día tiene pan tovareño a precios de Rolex, otro,
paledonias en unos formatos más bien raros, todos los días, unas pocas – milagrosas - palmeritas
tostadas y algunas canillas encaletadas, para sus mejores clientes; es decir, para sus mejores vecinos. Lo demás
es lo que Dios provea. Pocas veces una sonrisa ha sido tan amable, ha estado
tan dispuesta a servir. Otto trae café de su finca para vender a buen precio y,
si algún día la señora Magdalena no viene a la panadería a buscar sus dos
canillas, él le toca la puerta con más interés en su bienestar que en los pocos bolívares que
Doña Magdalena puede pagar por su pan de cada día.
Hace poco me invitó un refresco. Había mantenido la panadería
abierta hasta las seis de la tarde, en un gesto inusual y yo entré a comprar
paledonias para el desayuno del fin de semana.
- - Pues sí, la harina está apareciendo
graneadita, por lo menos puedo hacer canillas para ustedes y a veces hasta
alcanza para otras cosas, pero el problema es que lo demás está muy difícil.
Ahorita desapareció el azúcar, eso no se consigue y está muy escasa la
mantequilla….no, lo que provoca es cerrar, chamo.
- - ¿Y si la cosa está tan mal con el
pan, por qué hay tanta gente vendiendo
pan en la calle, entonces?
- - Porque ese es el negocio de ahora. El
último que inventaron
- - ¿Bachaqueo de pan?
- - Si, pana…Bachaqueo de pan exactamente.
No sé quien anda distribuyendo canillas para que las bachaqueen en la calle.
Claro, no ves que nosotros en la panadería no podemos venderlo en lo que cuesta,
entonces habrán panaderos que buscan ganancias de otra forma…
Lo que cuesta, según la Gaceta Oficial 40.234 de agosto 2015
es siete bolívares. Ese es el precio al que la panadería tendría que vender cada
canilla, un precio al que - por cierto - nadie le hace caso, siempre que no
exceda demasiado el parámetro, dentro de la panadería. En la calle, una
canilla- de muy buena calidad - puede
llegar a costar hasta 260 bs y hay gente que lo paga. La regulación solo cuenta
para la canilla y el pan francés (que en la mayoría de las panaderías son
pequeños bollitos de harina, dorados y abombados con aire, literalmente) todo
lo que no es tal, puede venderse a precio
libre; pero, no hay con que hacerlo. Para nosotros, adictos al pan dulce
de toda la vida, la nueva tragedia es que un pancito azucarado recién salido
del horno no se consigue, ni por la muerte de un grande.
El negocio del momento, recalca Otto - casi con pruebas en la
mano - es sacar pan, el mismo pan que
debería venderse en las panaderías y ponerlo en venta en incontables puestos de
venta de pan callejeros, que empiezan a
fundirse con el paisaje de la ciudad, engrosando una buhonería (de productos
legales o no) que anuló la necesidad de supermercados o tiendas, a la vista de
todos, sin excepción. El pan que en la panadería no pueden despachar dentro de
una bolsa, porque “las bolsas no se
consiguen” en la calle lo sirven - envuelto
en perfectas bolsas de plástico transparente a las que lo único que les falta
es una etiqueta con tu nombre - remata Otto mascullando la rabia que le
produce el cuento.
Pau asegura que de su panadería no sale una sola canilla para
la calle, que apenas si logra darse abasto con la producción escasa de sus bien
pertrechadas tiendas, últimamente transmutadas en suerte de bodegones de
exquisiteces caras, que la gente compra porque no le queda más nada que
comprar. Ambos, de todos modos, coinciden en afirmar que es verdad. Cuentan los
precios insólitos de un saco de harina y los aun peores de un saco de azúcar y
justifican el elevado precio del pan (un pan de sándwich mediano cuesta en
promedio 2.000 bs) No obstante, se sienten incapaces de ponerle nombre a los
responsables de proveerle pan a quienes
lo bachaquean en la calle. Es Pau, el que aventura una hipótesis,
- - De donde va a salir pues, de donde
sale todo, de la sinvergüencería.
Y uno se queda pensando que hace rato, mucho rato, fue Dios quien
dejó de darnos el pan nuestro de cada día.
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