Me comporté como yo creo que se comportan los huérfanos. Un día estaba inconsolable, otro día sentía que había hecho lo posible por darles una muerte digna. De muchos modos, los había acompañado y les había dado amor y tanta comodidad como sus enfermedades lo permitieron. Enfrentado al tema funerario, estuve junto a mis hermanos en un triste y socorrido duelo, que se extendió de acuerdo a las tradiciones católicas (y sociales) de esta ciudad nuestra, por dos días de velatorio y sepelio, más nueve de misas y rosarios; terminados los cuales, las visitas se despidieron, las llamadas de amigos se espaciaron y la vida siguió su rumbo. Todos retomamos el trabajo y las diarias ocupaciones. Yo me hice el propósito de visitar sus tumbas tan frecuentemente como podía y por lo demás, vivía; con vagos y muy difusos recuerdos de los días aciagos, con esperanzas de futuro y alegrías habituales.
Mis padres fueron personas “conocidas”. En especial mi madre, quien nos dejó, por toda herencia, un “buen nombre” gigantesco. Yo no me di cuenta de eso hasta que empecé a sentirlo en directo. Llevaba muchos años viviendo en Estados Unidos y no conocía sino a la vieja guardia, los que había dejado de ver cuando eran muchísimo más jóvenes y guapos. Entonces, adopté la extraña costumbre de, antes de decir mi nombre completo, informar que yo era “el hijo de Celina”. Era una especie de santo y seña que abrió más de una puerta, en los días difíciles de los trámites a que la ley obliga a los que quedamos en este valle de lágrimas. Un día, una persona conocida me preguntó si yo no tenía nombre. Dijo exactamente: “¿Y el hijo de Celina, no tiene nombre propio?" Fue un momento muy embarazoso, puesto que yo sabía perfectamente que la señora que me hacia esa pregunta, había frecuentado, como muchas otras, la amistad solidaria y exquisita de mi mamá. Dije mi nombre y terminé la conversación tan rápido como pude.
Llegué a mi casa con la pregunta, que tomé por impertinente en ese momento, dándome vueltas en la cabeza. A los días comprendí que me habían dado una gran lección: Mi madre, a pesar de su buena fama, su generoso corazón, la huella que dejó en muchísima gente que tuvo la suerte de tratarla; formaba parte del rincón indescifrable de los buenos y malos recuerdos; estaba muerta. No era más una cédula de identidad, un nombre que hiciera diligencias, una persona tras la cual escudarme como cuando tenía 12 años. Ese día mi mamá subió al cielo y yo puse los pies sobre la tierra, no sin dolor. Ese día mi duelo empezó a finalizar y comprendí que su memoria era una de las cosas más bonitas y más íntimas que tenía YO. Que era mía y no se convertía en moneda de cambio, ni de broma. Ese día, yo me hice hombre y empecé a vivir mi vida en solitario, a despecho de cualquier circunstancia.
Entonces, los éxitos y los fracasos de mi orfandad, me llenaron de orgullo.
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