Existen algunas verdades cuyo conocimiento está reservado a
eso que llaman la madurez, certezas más bien domésticas de las que solemos
pasar en nuestras edades más jóvenes y que, de puro Perogrullo, permanecen
ignoradas hasta que algún "golpe de la vida" nos sitúa frente a
ellas, removiéndonos toda posibilidad de continuar evitándolas.
Hablo, por desviarme un poco del interminable lo-que-nos-está-pasando de cada día, de
asuntos tan privados (y prestos a equívocos) como las cosas que aprendimos de
nuestras madres, suerte de la mejor herencia posible, que nos moldea el
carácter hasta convertirse en sello de fábrica de aquello que somos.
Ciertamente, madre tan solo hay una, cosa que muchos hijos agradecen y,
ciertamente, esa "una sola" que es la madre de cada quien confiere
cierta exclusividad a la forma de desempeñar el oficio. Mi Mamá, por ejemplo,
habitó sin compañía alguna la nube de
Valencia número 14 toda su vida. Tenida por mujer bondadosa (algunos opinan
que era una santa cosa con la que
estoy de acuerdo) y sumamente divertida, Celinita (que así convertimos su
afrancesado nombre de pila al crecer, para hacer honor a su diminuto cuerpo
físico) era básicamente una mujer que se enteraba de todo tarde y a su modo, aun
tratándose de los intríngulis de ciertas historias alteradoras de la apacible
cotidianidad andina. Un poquitín amiga del chisme, era - por ejemplo - enemiga
de la maledicencia y nunca hizo leña del árbol caído. Estremecida su moralidad
– intransigente - ante la revelación de pecados ajenos, buscaba el centro de
los acontecimientos para impartir, casi siempre con certera justicia, las
justificaciones que hacían llevadero el trance a los involucrados.
Yo me precio, de hecho, de tener un alto sentido de la justicia; haber llegado a esta edad me ha revelado, no sin sorpresa, que esa virtud (una de las pocas que me adornan) la mamé en la teta. Mamá lo tenía; permeado por su estricta moral cristiana (no siempre buena consejera) acostumbraba a no emitir juicios hasta amoldar lo que fuera a su particular visión de las cosas, en la que, hay que decirlo, nadie nunca era enteramente responsable de algún grave error de conducta, porque - decía ella - todos somos humanos. Y así, sin más, despachaba los espinosos asuntos a los que se enfrentaron ella y su vasta legión de amigos, a lo largo de su vida.
En su oportunidad, Mamá me acompañó muy generosamente a enfrentar uno de los dolores más grandes de mi vida: la muerte, por complicaciones derivadas del Sindrome de Inmunodeficiencia Adquirida, del que seguramente fue el mejor amigo que tuve en la vida. En tiempos en los que el estigma de tal enfermedad era más difícil de soportar que la ausencia de tratamientos, Celinita estuvo calladamente a mi lado ayudándome a conseguir medicamentos y otros paliativos con los cuales hacerle llevadero el trance a mi amigo. Al morir él, fue ella mi principal consuelo enhebrando oraciones, misas y tolerancia para darnos a los dolientes un poco de paz. Una anécdota del día en que enterramos a Carlos, permanece imborrable en mi memoria: Acompañado por dos amigas más tan apesadumbradas como yo, miraba con enorme pesar el extraño momento en que su féretro descendía a la tierra; entonces, agotado por el dolor, empecé a llorar ruidosamente de un modo que me era imposible contener. Mamá desde su distancia me miraba adolorida (doblemente: ella quería muchísimo a mi amigo y además, estoy seguro, le dolían muchísimo mis lágrimas) a su lado, una de esas amigas que yo siempre llamé “de peluquería” le dijo algo al oído. Desde mi turbación, pude ver como ella reaccionaba con desagrado, mandando a callar a la señora. Enseguida se alejó de ese sitio y vino a mi encuentro. Yo había comenzado a calmarme. Terminado el acto, caminamos hasta el auto tomados de la mano, ella se mantuvo a prudente distancia, mientras yo me despedía de algunos de los amigos que habían ido a acompañarnos, haciendo planes para un encuentro posterior. Al subirnos al auto, ella dejó que yo encendiera el motor y saliera del cementerio, para comentarme aquello que le había dicho su “amiga” al oído.
Yo me precio, de hecho, de tener un alto sentido de la justicia; haber llegado a esta edad me ha revelado, no sin sorpresa, que esa virtud (una de las pocas que me adornan) la mamé en la teta. Mamá lo tenía; permeado por su estricta moral cristiana (no siempre buena consejera) acostumbraba a no emitir juicios hasta amoldar lo que fuera a su particular visión de las cosas, en la que, hay que decirlo, nadie nunca era enteramente responsable de algún grave error de conducta, porque - decía ella - todos somos humanos. Y así, sin más, despachaba los espinosos asuntos a los que se enfrentaron ella y su vasta legión de amigos, a lo largo de su vida.
En su oportunidad, Mamá me acompañó muy generosamente a enfrentar uno de los dolores más grandes de mi vida: la muerte, por complicaciones derivadas del Sindrome de Inmunodeficiencia Adquirida, del que seguramente fue el mejor amigo que tuve en la vida. En tiempos en los que el estigma de tal enfermedad era más difícil de soportar que la ausencia de tratamientos, Celinita estuvo calladamente a mi lado ayudándome a conseguir medicamentos y otros paliativos con los cuales hacerle llevadero el trance a mi amigo. Al morir él, fue ella mi principal consuelo enhebrando oraciones, misas y tolerancia para darnos a los dolientes un poco de paz. Una anécdota del día en que enterramos a Carlos, permanece imborrable en mi memoria: Acompañado por dos amigas más tan apesadumbradas como yo, miraba con enorme pesar el extraño momento en que su féretro descendía a la tierra; entonces, agotado por el dolor, empecé a llorar ruidosamente de un modo que me era imposible contener. Mamá desde su distancia me miraba adolorida (doblemente: ella quería muchísimo a mi amigo y además, estoy seguro, le dolían muchísimo mis lágrimas) a su lado, una de esas amigas que yo siempre llamé “de peluquería” le dijo algo al oído. Desde mi turbación, pude ver como ella reaccionaba con desagrado, mandando a callar a la señora. Enseguida se alejó de ese sitio y vino a mi encuentro. Yo había comenzado a calmarme. Terminado el acto, caminamos hasta el auto tomados de la mano, ella se mantuvo a prudente distancia, mientras yo me despedía de algunos de los amigos que habían ido a acompañarnos, haciendo planes para un encuentro posterior. Al subirnos al auto, ella dejó que yo encendiera el motor y saliera del cementerio, para comentarme aquello que le había dicho su “amiga” al oído.
-
Imagínese hijo, que menganita me dijo,
cuando usted se puso a llorar, que usted
era el novio de Carlos (no lo reconoció porque a usted nadie lo reconoce por
los años fuera de Mérida) y que seguramente lloraba por encontrarse tan enfermo
como él…
Mi estupor desbordado, solo alcanzó para preguntarle
-
¿Y usted que le dijo?
-
Pues que usted es mi hijo, que usted
no es el novio de nadie y que si usted hubiera sido novio de Carlos, no era
asunto de ella repetir ese comentario tan maluco sobre la enfermedad, que eso
no se hace, que los tiempos no están como para seguir echándole leña al fuego…
Fue una gran sorpresa. Sabía que su corazón generoso era
capaz de mucha comprensión, pero no la imaginaba defendiendo los derechos de
una víctima del temido y mal reputado SIDA.
En los momentos difíciles que siguieron a ese día (muchos más de los que
me habría gustado) en los que Celinita apelaba a su proverbial intransigencia,
para tornar negro el humor familiar, echaba mano de ese recuerdo para entender
que lo suyo era llamar al pan, pan y al
vino, vino; aunque fuera de un modo que nadie más pudiera compartir.
No tengo dudas de que me pongo viejo. Entender estas
enseñanzas y hablar de ellas en público sin preocuparme de lo cursi que pueda
sonar, es cosa de gente grande. Pero, también es cosa de quien quiere entender,
echando mano de cualquier recurso, las cosas que suceden todos los días; lo
dicho: lo-que-nos-está-pasando, en
este país donde cada día hay menos
generosidad y, la tolerancia, como cantaba Yordano (y a mi Mamá le encantaba)
hace rato que se fue de viaje...
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