Hasta hace poco y a pesar de cargar con 83 años a sus
espaldas, más un diagnóstico de Parkinson anunciado hace un poco mas de 10, mi
tía Helena era una mujer admirable. Dueña de esa cosa indestructible de las
mujeres andinas que yo suelo confundir con la inquebrantable fe de los buenos
católicos, pero va mucho mas allá; Tía Helena es una mujer generosa, pizpireta,
divertida y esencialmente buena. Creo que es ajena a toda maledicencia y recibe
los golpes de la vida con la fortaleza impensable en una mujer que no levanta
más de metro y medio del piso.
A pesar de que la vida
nos ha llevado por caminos más o menos diferentes, siento un profundo y
verdadero afecto por la tía que siempre ha abierto las puertas de su hermosa
casa para la cena de navidad en familia; además, sus manzanas asadas en
gelatina son probablemente el postre que ocupa un buen pedazo de mis memorias
gastronómicas de infancia. La quiero mucho, pues, y sé que afortunadamente, eso
es reciproco. De modo que me esfuerzo (menos de lo que ese cariño aconseja)
para verla de cuando en cuando.
Ayer fue uno de esos días. Aprovechando el muy proletario feriado del 1 de mayo me animé a pasar un rato con la tía de quien, además, he sabido, acusa variados achaques; caídas mas bien, producidas por cables desconectados en su cerebro, aun muy lúcido, aunque incapaz de ciertos controles debido al Parkinson. Tenía tal vez un par de meses que no la veía, de ahí el gran impacto que me produjo entrar a su habitación y encontrarme entre las sabanas de una cama impecable, a una desconocida anciana, maltratada no tanto por los estragos de la enfermedad, que no son pocos, sino por la profunda depresión que lleva instalada en la vida, quien siempre fue una mujer optimista.
Después de los saludos, los afectuosos cumplidos y esa cosa social difícil de superar hasta en familia cuando te encuentras ante el lecho de enfermo de alguien a quien te gustaría levantar de allí a toda prisa; aceptada en la retina la primera desazón, hicimos algo de conversación. Sentado al pie de su cama, buscando en su mirada una razón para el pesar lastimero en que se ha convertido su voz, le pregunté con mi mayor interés
Ayer fue uno de esos días. Aprovechando el muy proletario feriado del 1 de mayo me animé a pasar un rato con la tía de quien, además, he sabido, acusa variados achaques; caídas mas bien, producidas por cables desconectados en su cerebro, aun muy lúcido, aunque incapaz de ciertos controles debido al Parkinson. Tenía tal vez un par de meses que no la veía, de ahí el gran impacto que me produjo entrar a su habitación y encontrarme entre las sabanas de una cama impecable, a una desconocida anciana, maltratada no tanto por los estragos de la enfermedad, que no son pocos, sino por la profunda depresión que lleva instalada en la vida, quien siempre fue una mujer optimista.
Después de los saludos, los afectuosos cumplidos y esa cosa social difícil de superar hasta en familia cuando te encuentras ante el lecho de enfermo de alguien a quien te gustaría levantar de allí a toda prisa; aceptada en la retina la primera desazón, hicimos algo de conversación. Sentado al pie de su cama, buscando en su mirada una razón para el pesar lastimero en que se ha convertido su voz, le pregunté con mi mayor interés
-
¿Cómo está tía? ¿Qué le ocurre?
Ella me miró con los
ojos más sinceros que le he visto en años y respondió enunciando cada palabra
como si fuera una sentencia inapelable:
-
Ya me ve hijo...cansada, lo que
ocurre hijo, es que yo me cansé de vivir...
La habitación en
penumbras debe haber absorbido el estupor de mis ojos en el silencio que siguió
a esa declaración dolorosa. Pero, no se tragó su voz apesadumbrada:
-
Hace como dos años, me dijo, la doctora Suarez me mandó a tomar una pastillita nueva. Usted me
pregunta, hijo y yo la verdad, es que no
se bien para qué es. Pero yo creo que esa pastilla y el favor de mi Papa Juan
Pablo II me tenían levantada, animada, yo puedo jurar que hasta me había
controlado mucho lo del temblor en el cuerpo; pero, hijo...hace como seis meses
que conseguir la pastilla se ha convertido en una odisea tan terrible...
Tragándose lágrimas
que a mí me sonaron mas a frustración y rabia que a compasión, mi tía me narró,
con todo detalle, el duro trajín por el que mis primos tienen que pasar cada
vez que se hace necesaria una nueva dosis de un medicamento que en su
prescripción, indica estrictamente no debe ser interrumpido. Ese trajín, a esta
buena señora se le hace doblemente difícil, porque en fechas más recientes ha
implicado "molestar" los buenos oficios de allegados, amigos y/o
cualquiera que pueda conocer a alguien que conozca una forma de obtener el
medicamento. En otras palabras, a sus 83 años tía Helena que ha sido siempre
incapaz de perturbar la vida de nadie con solicitudes de ningún tipo, porque
siempre se las ha arreglado muy bien para bastarse a sí misma, está en la
dolorosa situación de "mendigar" (tía dixit) una medicina
indispensable para su bienestar, que ella está dispuesta, además, a pagar al
precio que se la pongan....
-
Ahora figúrese usted hijo, como hace
la gente que ni siquiera puede darse el lujo de pagarla…
Esa pregunta de mi
tía, que en varias versiones se la he escuchado a muchísima gente, rebotó sin
respuesta en las cortinas cerradas de su habitación de enferma.
El silencio me venció. Yo no tenía la medicina salvadora en la mano ni manera alguna de materializarla; me le acerqué y le di el mismo beso en la frente que incontables veces di a mi mamá cuando enfrentamos juntos la mala hora.
Tía Helena sonrió, volteó a verme y soltó la última estocada
El silencio me venció. Yo no tenía la medicina salvadora en la mano ni manera alguna de materializarla; me le acerqué y le di el mismo beso en la frente que incontables veces di a mi mamá cuando enfrentamos juntos la mala hora.
Tía Helena sonrió, volteó a verme y soltó la última estocada
-
Como va uno a querer vivir así,
mijo...si ya uno no puede ni darse el lujo de enfermarse...
Entonces cerró los
ojos y dio por terminada la visita.
Mis primos me contaron luego las llamadas a todas las farmacias, los mensajes por redes sociales, el precio - varias veces multiplicado - que han abonado por un par de cajitas y los viajes a Cúcuta de ir y venir a toda velocidad, para comprar (a tres o cuatro veces su precio de referencia) algunas cajas del salvador remedio. La tía está consciente de todas esas complicaciones, de modo que ellos están casi seguro que ese es el único motivo por el que mi tía esta tan decaída, el único motivo por el que probablemente se niegue, en serio, a seguir viviendo.
Yo los abracé en la puerta enrejada de una casa convertida en fortaleza inexpugnable, caminé hasta mi automóvil, entré, subí los vidrios y me dejé aniquilar, de incertidumbres, de perezas, de mala vida, de frustraciones.
De no saber si llegará el día en que nadie decida tirar la toalla porque le impiden dar la pelea.
Mis primos me contaron luego las llamadas a todas las farmacias, los mensajes por redes sociales, el precio - varias veces multiplicado - que han abonado por un par de cajitas y los viajes a Cúcuta de ir y venir a toda velocidad, para comprar (a tres o cuatro veces su precio de referencia) algunas cajas del salvador remedio. La tía está consciente de todas esas complicaciones, de modo que ellos están casi seguro que ese es el único motivo por el que mi tía esta tan decaída, el único motivo por el que probablemente se niegue, en serio, a seguir viviendo.
Yo los abracé en la puerta enrejada de una casa convertida en fortaleza inexpugnable, caminé hasta mi automóvil, entré, subí los vidrios y me dejé aniquilar, de incertidumbres, de perezas, de mala vida, de frustraciones.
De no saber si llegará el día en que nadie decida tirar la toalla porque le impiden dar la pelea.
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