
Mi Tía Aída era una santa mujer. Recta, inflexible, dueña de una fe inquebrantable, era la disciplina y la solidaridad a prueba de ataques nucleares. Mi Tía Aída tosía y miraba por el rabo del ojo, y yo, desde la imprudente zalamería de los doce años, amaba los domingos en su casa de La Ramos de Lora y los almuerzos que se prolongaban en conversaciones que mi madre se ocupaba de hacer divertidas a punta de payasadas.
Mi Tía Aída tenía ideas muy particulares sobre la educación de los hijos, y eso incluía la mayoría de las veces, sus cinco muchachos y una prole larga de sobrinos que sentían por ella una mezcla perfecta de reverencia y amor. Mi Tía Aída cantaba. Con una voz bien educada de contralto, formaba junto a mi madre y la buenaza de Doña Esperanza, un trío de lo más conspicuo, que amenizaba misas en todas las iglesias de Mérida. Privilegiaban las bodas. En el órgano, Don Pedro Rangel dirigía las voces perfectamente acopladas de tres señoras piadosas, que exhibían un repertorio de cánticos religiosos digno de San Pedro y la Capilla Sixtina. Mi mamá, soprano exquisita, coronaba esas ceremonias arrancando lagrimas a los novios con su interpretación de un Ave Maria de Shubert, que había sido especialmente adaptada para su voz y su manía de cantarla de espaldas al público para calmar los nervios.
Pero no solo cantaba en la iglesia; en realidad, Tía Aída, cantaba o tarareaba canciones a toda hora y en cualquier lugar. Canciones tristonas debo decirlo; viejos boleros o tangos puestos de moda por Libertad Lamarque y alguna vez, alguna canción de navidad fuera de tiempo. Cantaba, decía mi mamá, para no darle espacio al dolor que siempre la acompañó después que las aguas del Río Caroní se tragaron al único hombre que amó. Tal vez esa costumbre de cantar a destiempo y sin permiso, sea la razón por la que decidió un día, procurar para los muchachos algún tipo de educación musical. Lo dicho, ella tenia ideas particulares sobre la educación de los hijos, que incluían convertir su casa en una extensión de la escuela, con pizarrones, tizas y pentagramas adecuados para hijos que habían heredado su talento musical y sobrinos a quienes la escala de solfeo no les entraba ni con palmeta. Yo, entre ellos.
No hay manera. Yo nací con un zapato en cada oído. A pesar de la voz extraordinaria de mi madre y lo mucho que me le parezco, en materia musical soy un desastre de desafinaciones y escaso talento. Sólo que tardé algunos años en admitirlo y algunos más en aprender a entender la vergüenza de mi voz que es, por toda definición, poca, pero desagradable. Era mi mamá la que suplicaba un poco de coherencia melódica cuando me atrevía a probar suerte en el tema y fue Tía Aída la que resolvió, en apego a sus particulares ideas sobre la educación de los hijos, convencerme de explorar algún otro talento oculto.
Sucedió mientras preparábamos un concierto de navidad en la escuela donde cursaba 6to grado. Tía Aída, con exactitud de general, dirigía el coro, formado en su totalidad por niños que cantaban tan bonito como se lo permitía su edad. A la cabeza, mi primo Edgardo desgranaba tonos y melodías con envidiable naturalidad y los demás hacían lo mejor que podían para que, Noche de Paz, no sonara a nada distinto a Paz y Estrella de Belén. Hasta que yo abría la boca. Creo que incluso los ángeles buenos, se escondían de pena. Yo, sin embargo, insistía en pegar lecos tras la carpeta negra, para desconsuelo de la Tía que buscaba formulas para salvar su coro y proteger mi auto estima. Debe haber sido alguna epifanía nocturna; un día, antes de empezar uno de los últimos ensayos, me llamó aparte. Con su tono dulce que no admitía réplicas, me propuso una solución salvadora: yo seguía en el coro, participaba en el concierto, pero tenía prohibido cantar. Es decir, cantar de verdad, verdad. Tía Aída, me ordenó mover los labios sin pronunciar sonido alguno. También me situó en una esquina, en lo más alto de la tarima, tal vez para poder vigilarme por el rabo del ojo, y asegurarse de que yo no sería capaz de desatender sus órdenes.
Llegado el día del Concierto de Navidad, hechos un manojo de nervios, el grupo de adolescentes tomó sus lugares en la tarima, mientras mi madre al borde de un colapso nervioso, veía como mi insistencia de participar en cuanto acto cultural se inventara, estaba a punto de llenarme de oprobios hasta el fin de mis días.
No pasó nada. Nadie me abucheó. Yo no canté, pero eso sólo lo sabíamos mi Tía Aída y yo. Para todos los demás, mis labios moviéndose en perfecta sincronía con el resto del coro, hicieron posible que la Estrella de Belén brillara para todos en esa noche memorable de Navidad.
Claro que en secreto odié para siempre la voz maravillosa de mi primo Edgardo, pero entendí que, en efecto, la música no era lo mío. Me convertí en muchas cosas más y terminé como teatrero, siempre tras bambalinas. En secreto, mil veces, he soñado que 50 mil personas aplauden de pie mi interpretación de Noche De Paz, en el momento en que Libertad Lamarque me entrega un Grammy. Sólo que Tía Aída nunca supo de eso. Murió sin contarle a nadie que me había obligado a “doblar” un concierto de Navidad, y sin saber que, por eso, respeto extraordinariamente la música, aunque no tenga idea de arpegios ni semi-corcheas.
Primo: Gracias por tenernos siempre presentes y por el cariño que hemos compartido toda la vida. Describes a mamá con una realidad perfecta y aunque siento que te hizo analizar tus pocos dotes de cantante te permitió mostrar las otras habilidades artísticas (y muy buenas) que tienes.
ResponderEliminarGracias por este escrito, por todo los momentos gratos y tristes que hemos compartido. Seguimos siendo una gran familia.
Un abrazo
Hola Juan..!! si el canto no fué tu talento, cada día demuestras que tu fotografica memoria y tu acompasada escritura, suenan siempre a melodía bonita, melodía vivida..., esa melodía que solo se recuerda cuando una nota de tu pluma vibra en nuestros corazones..., un abrazo fuerte..!!
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