
El procedimiento es siempre el mismo: faltando pocos días para el inicio de un periodo vacacional, (es decir, a cada rato, pues nuestra Universidad casi pasa el 50% del año en vacaciones) cuatro matoncitos de barrio se tiran para la calle, queman unos cauchos al frente de FACES, interrumpen el tráfico en una de las dos únicas avenidas importantes de Mérida y suben al núcleo de La Hechicera. Allí, queman otros cauchos, pegan cuatro griticos, intentan – a veces con éxito – quemar algún vehiculo que pase por la avenida y arman buen alboroto. Entre tanto, otra ala de la misma banda de delincuentes lanza algunas piedras en la Facultad de Medicina y más abajo, pasa lo mismo en Farmacia.
Listo. 12, o cuando mucho, 24 horas después, las clases se suspenden hasta después de finalizado el ciclo vacacional y las luchas encarnizadas, cuyo objetivo nadie sabe cual fue, se suspenden como por arte de magia.
No importa si la trifulca era en protesta por el asesinato vil y despiadado de 7 serpientes coralinas en las sierras de Uzbekistán o por la tala de 42 hectáreas de frailejón en el páramo de La Negra. Lo que realmente importa es que – por pura casualidad – estas revueltas, que paralizan la ciudad que vive dentro de una universidad, suceden SIEMPRE, a pocos días del inicio de las vacaciones y, siempre, logran una suspensión de clases que empieza a ser parte de las tradiciones perversas de la comunidad universitaria. Basta que una piedra estalle alguna ventana del recinto universitario, para que el Consejo Universitario olvide que ellos alguna vez fueron parte de eso que se llamó la Casa que vence las sombras y ordene la suspensión inmediata de actividades. Cada vez, por cierto, con mas perjuicio para el calendario académico, recortado cada año lectivo en mas del 27%.
Esa es la forma como los merideños, que dicho sea de paso, les encanta eso de los disturbios y las capuchas; construyen el país del futuro. Ese es el aporte que el movimiento estudiantil produce desde Mérida al futuro de la patria. Ese es el ejemplo que los merideños recibimos de nuestras máximas autoridades universitarias: Al primer gritico, a la primera piedra, cerremos la casa y que apague la luz el último que salga.
Cada dos meses, esta ciudad la entregamos un poco más a las capuchas y todos creen que es por salvaguardar nuestra seguridad. Nadie se da cuenta que es mucho más simple que eso: en el Consejo Universitario, también hay gente que quiere vacaciones. O que, sencillamente, no tiene cojones. Estoy convencido que el día que la Guardia Nacional detenga los disturbios y atrape a los “estudiantes” protagonistas, y un tribunal de justicia los ponga a temperar por varios años en una de nuestras cárceles, empezaran los tales disturbios a decaer. A pesar de mi mismo, cada vez más, pienso que a esos delincuentes que impunemente convierten esta ciudad en un caos, lo que les falta es ejército. Es posible que la ciudad entonces se incendie por los cuatro costados de verdad, verdad. Pero a lo mejor, ese sea el precio que tengamos que pagar por haber permitido, con nuestra cobardía, tanta vagabundería.
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