Para darle cierta
"normalidad" a la vida de estos días imposibles de entender, hemos
decidido movilizarnos en grupo para atravesar la ciudad entera, hasta alcanzar
los predios de nuestra escuela. Aquel a quien todavía le resulta fácil sacar su
auto, llega en él hasta algún punto del camino que nos resulte equidistante a
algunos de nosotros y - muy tempranito - nos vamos, en cambote, a trabajar.
Otro tanto hemos hecho con los horarios de clase: reducidos a la mitad, cada
profesor dispone de un rato para avanzar, a trancas y barrancas, en el
contenido que debe intentar enseñar a sus alumnos. En realidad, la mayoría de
nosotros gastamos ese rato indagando cómo va la vida de los muchachos en medio
del desaguisado, sin lograr conclusiones que trasciendan la cotorra del receso.
A mediodía, o un poco después, emprendemos un camino de regreso que más bien
parece un vía crucis, bajo el inclemente sol de la sierra.
Es la vida entre barricadas. Cada día que pasa, lo mas inconveniente de esa
experiencia, inédita hasta hace 34 días, se hace más y más palpable: estamos
acostumbrándonos a vivir entre escombros desplazados al medio de las avenidas
más residenciales de Mérida, convertidos ahora en trincheras que más sirven de
protección que de protesta. Saltamos alambres de púas, miramos el suelo con
atención en busca de "miguelitos" que evitar e intercambiamos
partes diarios de guerra. Algunas zonas, convertidas en áreas de conflicto no han sido visitadas nunca más. La normalidad
de media ciudad conmocionada nos permite, sin embargo, asistir, no sin asombro,
a la otra media ciudad en la cual no sucede nada.
La pregunta, que ya me he hecho millones de veces en otras descargas, termina
por instalarse en cada conversación: ¿A dónde va a parar esto? Una respuesta, que
me niego a aceptar sin réplica, escapa con un dejo, no muy amable, de
resignación: a nada. Muy poca gente, que no sea la que cuida, defiende o
mantiene encendida la trinchera, realmente cree que la posibilidad de un cambio
está a la vuelta de la esquina. Por suerte, muy poca gente – igualmente - se atreve a aplaudir (públicamente al menos)
los atropellos del día a día; pero, eso quizás se deba a cierto optimismo
difícil de entender del todo. Solo ellos, los defensores de un régimen
dictatorial que, según rumores, ha echado mano de ingentes sumas de dinero para
mantener lealtades, se atreven a enfrentar las barricadas tratando de
destruirlas a sangre y fuego. Literalmente.
Día a día, el ruido de los morteros anuncia batalla en algún punto de esta
larga geografía. Mi barrio, protegido o por la mano de Dios, o por vecinos de
los que nadie puede sentirse orgulloso en los tiempos actuales, ha sufrido casi
nada. Contaminación sónica, poco más. Otros barrios de amigos muy queridos, han
tenido largas noches de zozobra lacrimógena y disparos a mansalva. El régimen,
dispuesto a acabar con cualquier voz disonante que ponga en entredicho - incluso en la clandestinidad del tinajero y la
conversa familiar - la gestión de "gobierno" no ha escatimado
esfuerzos para demostrar su talante camorrero. Día a día, muchachos que
"estaban allí" encapuchados o no, van a parar – mas secuestrados que
detenidos - a algún lugar convertido en
celda. Día a día, muchachos que "estaban allí" interrumpen su
cotidianidad para atender heridas de mayor o menor gravedad, casi siempre
causadas por los perdigones o las balas de los colectivos armados; entonces, la solidaridad expresada en el
buen hacer de los vecinos, reivindica la esperanza: centros de atención medica
surgidos al amparo del terror que causa el Hospital Universitario (tenido por
reducto final de todas las perversidades Tupas) o espacios para un rápido tentempié,
preparado con la precariedad de nuestros anaqueles vacíos, dan fe de la buena
fe de iguales horrorizados por el ensañamiento. Todo lo demás es silencio y
rarezas. El ambiente general de esta universidad que tiene una ciudad adentro,
según el decir de Picón Salas, tiene mucho de lúgubre y mucho de mala sorpresa.
Nuestros estudiantes ya no meten el ruido del botellón, porque ni hay botellas
ni hay ánimos. Algún viernes más que otro, las licorerías del lado
"sano" de Mérida, han sido business
as usual, pero, no es la norma. Las redes sociales, convertidas en cable a
tierra, mantienen a todo el mundo con la información a la mano y el alma en un
hilo. Nada es verdad, nada es mentira; ningún rumor termina de hacerse realidad
tal como lo contaron. La mayoría de las veces nos quedamos dormidos, esperando
el ataque que cambiará para siempre lo que somos y/o la revelación de la verdad
guardada que hará lo mismo. Ningún camino conduce a Roma.
Entre tanto, los días se amontonan con una pesada sensación de rutina incompleta,
el gimnasio ha sido sustituido parciamente por el supermercado en que no hay
nada y la iglesia ha devenido confesionario de soledades asustadas. Un poco más
allá de la barricada, una ciudad insiste en ponerle normalidad a la vida, sin
mucho éxito.
¿A dónde va a parar esto? La pregunta que cierra y abre todas las
conversaciones se estrella con la sin respuesta. Algunos nos atrevemos a
pergeñar tímidamente soluciones honrosas al tema espinoso de la trinchera.
Soluciones que nos permitan seguir en pie, sin la frustración horrorosa de
creer que claudicamos. Soluciones que nos permitan poner a buen resguardo el
futuro, convertido en un yo-no-se-que-va-a-pasar-con-mi-vida-cuando-caiga-la-trinchera.
Soluciones que permitan ensayar un atisbo básico de ciudadanía. Es una pena que
todas esas soluciones se den de frente con la necesidad de astucia política y
cabeza fría que, en los tiempos que corren, no existen, ni en la barricada, ni
en ese sitio al que uno podría acudir a exigir respeto.
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