Mi tocayo y amigo de reciente data, Juan Carlos, tiene dos
pasiones perfectamente definidas en su vida: adversar el gobierno y "entrenar". De la primera,
todo el mundo sabe bastante bien de que se trata. De la segunda, algunos
sedentarios como yo, todavía tenemos dudas. El día que le pregunté, Juan Carlos
me respondió que entrenar significa
más o menos, toda aquella actividad física que mantiene sus 162 cms. de
humanidad en estupenda forma. Yo lo entendí como entendía las clases de
educación física que aborrecía en mis años lasallistas y ahora, cada vez que
Juan me dice que está entrenando, me abstengo de invitarlo, por ejemplo, a
almorzar.
Hace unos tres años, Juan Carlos compró su primer
apartamento. El dinero, ganado a punta de trabajo, sudor y logros, le alcanzó
para un apartamento de dos habitaciones, construido en los años 80 en la
Avenida Las Américas. Justo al frente de la hoy emblemática Urb. El Campito; en
medio de la candela, pues.
Por teléfono, (no hemos podido vernos con la frecuencia que nos gusta) mi tocayo ha ido contándome las vicisitudes de su poco privilegiado enclave, agravadas desde que, hace unas tres o cuatro semanas, le acomodaron una barricada casi en la puerta de su edificio y otra un poco más abajo, sitiándolo dentro de su casa sin otra alternativa. Juan, un comerciante dueño de mucho talento para la sobrevivencia, se las arregla como puede para que su trabajo no se hunda junto al país y se mantiene calladito frente a una trinchera que él ni adversa ni defiende, pero no le gusta.
Juan Carlos es uno de los hombres menos valientes que yo conozco a la hora de enfrentarse a cosas como las armas, por ejemplo. Siempre recordaré con asombro la palidez de su rostro cuando, a poco de conocernos, quise hacerle un chiste pesado de malandrerías y asuntos por el estilo. Casi lo mato. No obstante, ha hecho un acopio de fuerzas para soportar con estoicismo los numerosos ataques de que ha sido víctima su vecindario; además, ha gastado una cantidad importante de dinero comprando medicinas para donarle a la "clínica" que los vecinos instalaron para atender los numerosos heridos de la refriega y, casi a diario entrega, guilladito, un par de docenas de pasteles o algunos litros de jugo a los defensores de sus guarimbas. Poco más hace. Juan Carlos no va a marchas, no participa en cadenas humanas, no pasa tardes enteras pintando pancartas y desde el día que le conté que yo había sido atacado en el centro de Mérida por dos supuestos Tupamaros, enfurecidos porque yo llevaba en la muñeca un brazalete tricolor de Capriles, escondió en el fondo de un baúl con llave cualquier símbolo físico de resistencia. Él se las ha arreglado para todo desde su apartamento sitiado y a todo ha accedido con la resignación de quien comprende que esa es su parte de sacrificio. Menos a dejar de entrenar, Juan está dispuesto a lo que sea para ver caer este régimen que detesta.
Ayer, de regreso del gimnasio, una muchacha que comparte con él pasillo y poco más del edificio en que viven y, sin ninguna duda, los mismos sueños de libertad, lo insultó en el ascensor. Presa de un ataque de patrioterismo exultante, la chica (así les dicen aquí) montó en cólera al verlo entrar al edificio con esa cara de gusto que se le pone al pobre cada vez que regresa de entrenar. Por su boca (la de la chica) salieron mil y una recriminaciones a la actitud indiferente que decidió endilgarle. Lo acusó de permanecer impasible, mientras al país lo masacran y, palabras más, palabras menos, lo convirtió en cómplice del genocidio. Juan Carlos, horrorizado por la andanada de insultos, bajó del ascensor en un piso que no le correspondía (me jura que no volverá a usarlo si tiene que compartirlo con La Pasionaria) y terminó el camino andando. Poco después, me llamó para contármelo. Estaba triste, tanto que me animé a atravesar barricadas para darle un poco de consuelo y compañía. En el relato del incidente, mi tocayo recalcó varias veces la gran ayuda que él cree haberle prestado a los rebeldes y que a mí me consta…
Por teléfono, (no hemos podido vernos con la frecuencia que nos gusta) mi tocayo ha ido contándome las vicisitudes de su poco privilegiado enclave, agravadas desde que, hace unas tres o cuatro semanas, le acomodaron una barricada casi en la puerta de su edificio y otra un poco más abajo, sitiándolo dentro de su casa sin otra alternativa. Juan, un comerciante dueño de mucho talento para la sobrevivencia, se las arregla como puede para que su trabajo no se hunda junto al país y se mantiene calladito frente a una trinchera que él ni adversa ni defiende, pero no le gusta.
Juan Carlos es uno de los hombres menos valientes que yo conozco a la hora de enfrentarse a cosas como las armas, por ejemplo. Siempre recordaré con asombro la palidez de su rostro cuando, a poco de conocernos, quise hacerle un chiste pesado de malandrerías y asuntos por el estilo. Casi lo mato. No obstante, ha hecho un acopio de fuerzas para soportar con estoicismo los numerosos ataques de que ha sido víctima su vecindario; además, ha gastado una cantidad importante de dinero comprando medicinas para donarle a la "clínica" que los vecinos instalaron para atender los numerosos heridos de la refriega y, casi a diario entrega, guilladito, un par de docenas de pasteles o algunos litros de jugo a los defensores de sus guarimbas. Poco más hace. Juan Carlos no va a marchas, no participa en cadenas humanas, no pasa tardes enteras pintando pancartas y desde el día que le conté que yo había sido atacado en el centro de Mérida por dos supuestos Tupamaros, enfurecidos porque yo llevaba en la muñeca un brazalete tricolor de Capriles, escondió en el fondo de un baúl con llave cualquier símbolo físico de resistencia. Él se las ha arreglado para todo desde su apartamento sitiado y a todo ha accedido con la resignación de quien comprende que esa es su parte de sacrificio. Menos a dejar de entrenar, Juan está dispuesto a lo que sea para ver caer este régimen que detesta.
Ayer, de regreso del gimnasio, una muchacha que comparte con él pasillo y poco más del edificio en que viven y, sin ninguna duda, los mismos sueños de libertad, lo insultó en el ascensor. Presa de un ataque de patrioterismo exultante, la chica (así les dicen aquí) montó en cólera al verlo entrar al edificio con esa cara de gusto que se le pone al pobre cada vez que regresa de entrenar. Por su boca (la de la chica) salieron mil y una recriminaciones a la actitud indiferente que decidió endilgarle. Lo acusó de permanecer impasible, mientras al país lo masacran y, palabras más, palabras menos, lo convirtió en cómplice del genocidio. Juan Carlos, horrorizado por la andanada de insultos, bajó del ascensor en un piso que no le correspondía (me jura que no volverá a usarlo si tiene que compartirlo con La Pasionaria) y terminó el camino andando. Poco después, me llamó para contármelo. Estaba triste, tanto que me animé a atravesar barricadas para darle un poco de consuelo y compañía. En el relato del incidente, mi tocayo recalcó varias veces la gran ayuda que él cree haberle prestado a los rebeldes y que a mí me consta…
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Sólo que yo necesito entrenar todos
los días, tú lo sabes, o entreno o me vuelvo loco… ¿cuál es el problema de
eso? Yo no puedo participar de otras
cosas, yo no me muevo así, obligado, a fuerza de gritos e intransigencia…a mi
me da miedo, chamo….!!!
Juan Carlos y sus razones, sin embargo, no parecen
suficientes para el que cree que el diploma de Venezolano, sólo tienen derecho a
exhibirlo los que, desafortunadamente, tienen un perdigonazo o algo peor con
que enmarcarlo, o para quienes creen que para todos es obligación
impostergable sepultar los miedos y la cobardía legitima de cada uno, para
convertirse en objetivo de las mirillas de los soldados de la patria.
O para aquellos que consideran un axioma, que Libertad se escribe con sangre
O para aquellos que consideran un axioma, que Libertad se escribe con sangre
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