Si ha habido, en los últimos tiempos, un acto de heroísmo que
me haya parecido innecesario (y no estoy queriendo decir que, a mí, las cosas
que hacen los demás tengan que parecerme algo) la entrega de Leopoldo López a
las huestes revolucionarias es el primer escogido. No voy a salir de bocón a
decir cosas rebuscadas sobre el ejercicio de la justicia en estos años subidos
de tono, ni a hacer análisis sobre el comportamiento de los “jueces” de la
revolución porque, básicamente, a mi no me gusta llover sobre mojado, que
dicen. Me basta con pensar que ese señor, Leopoldo López, tiene un par de hijos
chiquitos y una esposa de lo más bonita y enamorada, como para salir de
frasquitero a regalarle su libertad a los que se la tenían jurada, tanto por
ser López Mendoza (cosa que no se perdona nowadays)
como por ser un muchacho frentón que dice lo que le provoca, sobre todo si lo
que le provoca es cantarle las cuarenta, muy bien cantadas, al régimen.
Soy de los que piensa, y me perdonan, que Leopoldo López
estaba muchísimo mejor en la clandestinidad o incluso en un exilio
relativamente doloroso (estemos claros: un hombre como él pasará penurias
emocionales; pero, plata para apartamentos y comida - gracias al trabajo duro y
honesto de sus antepasados - hay bastante) En la clandestinidad, López habría
tenido permanente habilidad para avivar la resistencia y organizar acciones con
un poco más de libertad de acción (por inaudito que suene mezclar clandestinidad
con libertad) En el exilio habría tenido, además, la posibilidad de echarle
leña al fuego de la mala fama creciente que el desgobierno venezolano adquiere
con el paso de las horas. Preso, Leopoldo López está preso, y aunque es
probable que su conciencia siga respirando en libertad, los numerosos
opositores que lo siguen sin desmayo, no son telepatas. Hombres con su nivel de
compromiso hacen más falta en la calle, aunque sea de un modo en el que no
podamos verlos. Si alguna vez le pasó por la cabeza que a él no se atreverían a
hacerle lo mismo que a Simonovis, entonces es una necedad seguirlo, pues no
tiene la menor idea de lo que sus enemigos son capaces de hacer y la máxima
fundamental de un buen guerrero es conocer a su enemigo mejor que a sí
mismo. De todos modos, y con independencia
de lo que acabo de escribir, la gran arbitrariedad de la que es víctima, solo
está sirviendo hasta ahora para demostrar que la “justicia” roja es una cosa incomprensible que, del mismo
modo como mete en la cárcel a gente decente (Leopoldo López lo es, sin un átomo
de duda) otorga libertad plena a una buena cantidad de delincuentes verdaderos todos los días.
Esa lectura, simplista en su básico significado, está empezando a evidenciar lo que quizás sea el legado más concreto del difunto: en un 86%, los venezolanos creen que lo mejor que se puede hacer es empezar a cobrar afrentas con vara propia. Es decir, hemos llegado al anunciado apocalipsis del ojo por ojo, que hace rato nos dejó tuertos. O ciegos. Sin que el señor Eljuri, tan comedido que suele ser, atine siquiera a una aproximación explicativa, los resultados de la última medición, de la opinión que la justicia le merece a los venezolanos - si yo fuera él - me dejarían sin palabras: toda la negatividad de la que a diario somos víctimas, expresa un 80 y pico por ciento de rechazo, tanto a la forma como al fondo, de todo lo que sucede en la esquina de Pajaritos y mas allá; peor aún: más de un 85% considera que es perfectamente normal, que digo yo normal; es lo correcto juzgar, castigar y pasar factura, de acuerdo a lo que cada quien piense que se merece el autor de la fechoría que le haya tocado. Dicho de otra forma: para un abrumador 87% de venezolanos (lógico suponer que de TODAS las tendencias político-partidistas) los tribunales, los jueces, los escribientes, las balanzas de cobre y los palacios de justicia, igual podrían acoger burdeles temáticos.
Leopoldo López, María de Loudes Afiuni, Christian Holdack, Teodoro Petkoff y Marco Coello, entre muchos otros, son una pequeñísima muestra de la justificación de tales resultados. Eliecer Otaiza, El Gordo Bayón y Adriana López, también.
Esa lectura, simplista en su básico significado, está empezando a evidenciar lo que quizás sea el legado más concreto del difunto: en un 86%, los venezolanos creen que lo mejor que se puede hacer es empezar a cobrar afrentas con vara propia. Es decir, hemos llegado al anunciado apocalipsis del ojo por ojo, que hace rato nos dejó tuertos. O ciegos. Sin que el señor Eljuri, tan comedido que suele ser, atine siquiera a una aproximación explicativa, los resultados de la última medición, de la opinión que la justicia le merece a los venezolanos - si yo fuera él - me dejarían sin palabras: toda la negatividad de la que a diario somos víctimas, expresa un 80 y pico por ciento de rechazo, tanto a la forma como al fondo, de todo lo que sucede en la esquina de Pajaritos y mas allá; peor aún: más de un 85% considera que es perfectamente normal, que digo yo normal; es lo correcto juzgar, castigar y pasar factura, de acuerdo a lo que cada quien piense que se merece el autor de la fechoría que le haya tocado. Dicho de otra forma: para un abrumador 87% de venezolanos (lógico suponer que de TODAS las tendencias político-partidistas) los tribunales, los jueces, los escribientes, las balanzas de cobre y los palacios de justicia, igual podrían acoger burdeles temáticos.
Leopoldo López, María de Loudes Afiuni, Christian Holdack, Teodoro Petkoff y Marco Coello, entre muchos otros, son una pequeñísima muestra de la justificación de tales resultados. Eliecer Otaiza, El Gordo Bayón y Adriana López, también.
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