Cuando nació yo comprendí que es verdad que uno es capaz de
dar su vida por alguien, literalmente. No es una exageración (y espero no
encontrarme nunca en el trance de comprobármelo) es una verdad, robusta y
grande, de esas verdades que nuestros mayores comparaban con un templo, tal vez
para que, de paso tuvieran la irrefutabilidad de lo sagrado. Si Andrea, mi
sobrina mayor, necesitara mi vida para vivir la suya, yo no lo dudaría.
Tiene 20 años y todo
lo que eso significa cuando se tienen 20 años y se ha heredado sin fallas el
carácter impetuoso e impaciente de una familia
que acostumbra tropezar muchas veces con la misma piedra y quitarse las
angustias de la vida con un gesto altanero y una carcajada. Andrea no nos
perdió pisada; por eso, es la niña de nuestros ojos.
A estas horas, mientras escribo estas tonterías, Andrea está en Maiquetía esperando un avión que la pondrá, por un largo periodo de tiempo - tal vez para siempre - ya no tan al alcance de nuestros abrazos. Una más de los que ha decidido buscarse en otra parte una vida que, aquí, por más que lo hayamos intentado, no se parece a nada.
Dos años bregando un cupo en una universidad decente, un novio al que nosotros queríamos tanto como ella y resultó ni más menos el patán criollo, algunos teléfonos robados a punta de descuido o de navajas (que para el caso es lo mismo) un par de sustos en la playa y un secuestro exprés en toda regla "con-unas-armas-enormes-tío" en el regreso de una fiesta en Tucacas, convirtieron la paz de esta familia en un sin vivir viviendo. Saberla en la calle, de rumba, empezó a ser una sucesión de noches tan preocupadas como preocupantes, en las que el teléfono era mejor aliado que la más dulce de las almohadas.
Fui yo el que comenzó entonces con la propuesta del irse demasiado. Al principio, la niña no quería ni oír hablar de eso. Asustada al pensar en el despecho de la ausencia, Andrea temblaba de temor cada vez que yo le proponía alejarse de su padre, seguramente la roca sobre la que ella ha cimentado su vida. Hasta que la evidencia derribó sus temores: una corta - y en apariencia anodina - entrevista en una Universidad de prestigio, en la que nadie le preguntó si tenía plata para pagarla, la convirtió, en menos de tres horas, en estudiante internacional de Odontología. Una proeza que en este pueblo universitario no había sido posible lograr ni con ayuda del infalible San Cayetano.
Ayer celebramos su fiesta de despedida. Hoy, después de ajustar en su dedo índice la última joya de nuestra estirpe, los viejos de esta casa nos encontramos con el corazón como capilla sin santo. Dentro de un rato, alguien avisará que la niña ha llegado feliz a enfrentarse a su destino. Para todos la vida sigue. Para ella la vida empieza. Por fin.
Atrás habrá quedado la insoportable frivolidad de la adolescencia complicada, las distancias de los días en que su tío padrino era demasiado mayor para entender su lenguaje, los seis grados de separación que la acercan a cosas mías de esta vida y otras nimiedades que ahora se antojan un chiste del camino. Ya no habrá Basílica de la Inmaculada que la reciba blanca y radiante, ni Aula Magna de la muy ilustre para imponerle medallas de familia. Los domingos almorzaremos a tiempo porque no habrá que esperar que esté lista, ni me aturdirá su tono de voz en algún "pórtate bien y respeta carajita..." Las vacaciones empezarán a tener desvíos que hasta hace poco eran innecesarios o habrá encuentros de aeropuerto para darle una vuelta a la chama.
No estaré al alcance de su mano por si una necesidad de su impaciencia requiriera nuestra ayuda y quizás no tenga argumentos para tenerle ojeriza al próximo novio cachaco. Una convicción, no obstante, arropa la tristeza: no habrá arraigo, ni nostalgia, ni ganas de abrazarla fuerte que nos haga traerla de vuelta. Todo se vale, cuando el futuro está en juego; así como yo dejé a Celinita enjugando lagrimas en un aeropuerto hace más de 20 años, Andrea, aun cuando me ha dejado desgajado en llantos, me ha enseñado en su despedida una valiosa certeza: no importa cuánto amor tengas para dar a los que vienen, si no encontraste la forma de darles un país que los retenga a tu lado.
Andrea será feliz, los Liendo Mogollón siempre conseguimos serlo, a pesar de todo. Está en sus genes. Pero la felicidad de Andrea será un cuento que me han contado y no una vida que vi. Supongo que eso tendré que agradecérselo a los golpes que corren, en los tiempos que corren.
Que Dios te lleve con bien, mi niña...
A estas horas, mientras escribo estas tonterías, Andrea está en Maiquetía esperando un avión que la pondrá, por un largo periodo de tiempo - tal vez para siempre - ya no tan al alcance de nuestros abrazos. Una más de los que ha decidido buscarse en otra parte una vida que, aquí, por más que lo hayamos intentado, no se parece a nada.
Dos años bregando un cupo en una universidad decente, un novio al que nosotros queríamos tanto como ella y resultó ni más menos el patán criollo, algunos teléfonos robados a punta de descuido o de navajas (que para el caso es lo mismo) un par de sustos en la playa y un secuestro exprés en toda regla "con-unas-armas-enormes-tío" en el regreso de una fiesta en Tucacas, convirtieron la paz de esta familia en un sin vivir viviendo. Saberla en la calle, de rumba, empezó a ser una sucesión de noches tan preocupadas como preocupantes, en las que el teléfono era mejor aliado que la más dulce de las almohadas.
Fui yo el que comenzó entonces con la propuesta del irse demasiado. Al principio, la niña no quería ni oír hablar de eso. Asustada al pensar en el despecho de la ausencia, Andrea temblaba de temor cada vez que yo le proponía alejarse de su padre, seguramente la roca sobre la que ella ha cimentado su vida. Hasta que la evidencia derribó sus temores: una corta - y en apariencia anodina - entrevista en una Universidad de prestigio, en la que nadie le preguntó si tenía plata para pagarla, la convirtió, en menos de tres horas, en estudiante internacional de Odontología. Una proeza que en este pueblo universitario no había sido posible lograr ni con ayuda del infalible San Cayetano.
Ayer celebramos su fiesta de despedida. Hoy, después de ajustar en su dedo índice la última joya de nuestra estirpe, los viejos de esta casa nos encontramos con el corazón como capilla sin santo. Dentro de un rato, alguien avisará que la niña ha llegado feliz a enfrentarse a su destino. Para todos la vida sigue. Para ella la vida empieza. Por fin.
Atrás habrá quedado la insoportable frivolidad de la adolescencia complicada, las distancias de los días en que su tío padrino era demasiado mayor para entender su lenguaje, los seis grados de separación que la acercan a cosas mías de esta vida y otras nimiedades que ahora se antojan un chiste del camino. Ya no habrá Basílica de la Inmaculada que la reciba blanca y radiante, ni Aula Magna de la muy ilustre para imponerle medallas de familia. Los domingos almorzaremos a tiempo porque no habrá que esperar que esté lista, ni me aturdirá su tono de voz en algún "pórtate bien y respeta carajita..." Las vacaciones empezarán a tener desvíos que hasta hace poco eran innecesarios o habrá encuentros de aeropuerto para darle una vuelta a la chama.
No estaré al alcance de su mano por si una necesidad de su impaciencia requiriera nuestra ayuda y quizás no tenga argumentos para tenerle ojeriza al próximo novio cachaco. Una convicción, no obstante, arropa la tristeza: no habrá arraigo, ni nostalgia, ni ganas de abrazarla fuerte que nos haga traerla de vuelta. Todo se vale, cuando el futuro está en juego; así como yo dejé a Celinita enjugando lagrimas en un aeropuerto hace más de 20 años, Andrea, aun cuando me ha dejado desgajado en llantos, me ha enseñado en su despedida una valiosa certeza: no importa cuánto amor tengas para dar a los que vienen, si no encontraste la forma de darles un país que los retenga a tu lado.
Andrea será feliz, los Liendo Mogollón siempre conseguimos serlo, a pesar de todo. Está en sus genes. Pero la felicidad de Andrea será un cuento que me han contado y no una vida que vi. Supongo que eso tendré que agradecérselo a los golpes que corren, en los tiempos que corren.
Que Dios te lleve con bien, mi niña...
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