Hace mucho tiempo que Adalberto se dedicó a poner su talento a trabajar y dejó de quejarse. Pinta y vende muy bien, escribe y colabora con proyectos culturales exitosos que le proporcionan dos ventajas envidiables: viaja cada vez que quiere, al destino que le provoca y trabaja en el extranjero, cobrando jugosos sueldos en divisas. Adalberto, como otras personas que conocí, es para los estándares tradicionales, un hombre rico; para los estándares cubanos, un hombre MUY RICO.
Simpático, como mucha gente de aquí y presto para conversar, nos invita a cenar en su casa, donde vive con su esposa y su suegra en plan familiar feliz. Ha venido algunas veces a Venezuela, donde yo lo conocí cuando hacia asesorías para el MACSI y desde entonces mantenemos una relación muy cordial. A pesar de que veo con un poco de preocupación que, para mantener su estatus, tiene que echarle alguna flor al régimen de vez en cuando, siempre he pensado que maneja inteligencias superiores que le permiten decir también lo contrario, sin causarse ningún mal.
Mi primera gran sorpresa, es que mi amigo Adalberto vive en su propia burbuja, aun cuando nada de lo exterior le es ajeno. Como bien me explicó alguna vez, él vive de su trabajo, no necesita robarle nada a nadie y no le gusta ni un poquito que el suyo sea un caso extraordinariamente raro. Su casa, puesta con todas las comodidades que uno desea, tiene todo tipo de chucherías tecnológicas, redes de vigilancia, muy buenos muebles, televisores de pantalla plana y antena parabólica, maderas finas y un sinfín de detalles que hablan de una forma de vida absolutamente distinta a la que he visto hasta ahora en las casas visitadas. Su conversación es la segunda sorpresa; una vez más, alguien me demuestra que la solución no está fuera de Cuba, sino en arriesgarse a construir otra Cuba y entender otra manera de vivir. Entonces lo ametrallo a preguntas sobre ese porvenir que parece esquivo.
Armados de un par de cervezas cubanas, (que no me gustan mucho) y muchas ganas de decirnos cosas, descubro en la visita que, tanto como otros, él no desea que nadie muera, pero sabe que tiene que suceder para que se respiren aires frescos; no cree que realmente Raul gobierne, pero le preocupa que en algún momento rompa con las tendencias más o menos modernizadoras de algunos y dé marcha atrás y, cree que para el momento en que ÉL ya no esté más entre nosotros, los únicos que se pondrán histéricos viven en Miami. Contrario a lo que pienso yo, mi amigo me convence para esperar cambios y me pregunta por Venezuela. Le digo, sin vergüenza alguna, que aquí tenemos tres graves problemas de convivencia: La violencia, la polarización y los cubanos.
Me escucha y asiente. Ellos también creen que nuestro gobierno excede su intromisión en los asuntos de ellos. Entonces lo reduce todo a una sola frase contundente:
- Es que si en la oficina del carnet de identidad, a mi me atiende un funcionario venezolano, yo creo que me moriría de rabia…
Entonces supe que me había comprendido…
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