No soy futbolero. Alguna vez dije que el problema de los futboleros es que lo obligan a uno a calarse su fútbol en todo sitio, nos guste o no. Normalmente, ese rigor con que la mayoría de las personas demuestran sus fanatismos me molesta un poco, de modo que lo repito: no soy futbolero. Para nada. Digo más, soy poco amante de los deportes televisados o en vivo. Me suenan a perdida de tiempo.
Lo aclaro, porque quien me conozca y me lea, puede perfectamente pensar que enloquecí y que la locura es producto de la Copa América, y en eso a lo mejor tienen un poco de razón. Ayer vi el partido contra Chile, me emocioné muchísimo en ambos goles y casi me quedo ronco cuando, al final de juego, Venezuela saltaba a la cancha en que se había convertido el país entero, para celebrar un triunfo bien merecido. Lógicamente se muy poco de fútbol; mi hermano, que se las sabe todas y es el más deportista de los seres que conozco, estaba conmigo. A él no puedo preguntarle nada de los significados del juego pues ver un juego con él, implica demostrar sabiduría y ahorrar comentarios que no sean, indispensablemente, hurras al equipo, Es decir, hurras a la Vino Tinto.
A punto de empezar el segundo tiempo, me asomé al balcón de mi apartamento. Las calles, normalmente caóticas de la ciudad, estaban desiertas. Pero, en todas las casas y apartamentos vecinos podía escucharse el desarrollo del juego en los televisores encendidos. Pensé por un momento, que TODOS estábamos viendo el juego. Que el juego contra Chile era un asunto de vida o muerte colectiva, que todas las urgencias habían sido postergadas. Entendí entonces lo que nos está pasando y, perdóneseme la cursilería propia de la emoción: empecé a comprender que ese puede ser el pegamento que nos hace tanta falta. Regresé al televisor entusiasmado para ver triunfar mi selección de fútbol y juro que me revolví de gusto. Twitter, ese descubrimiento fantástico que nos tiene locos, reventaba de mensajes llenecitos de esperanza y al final, cuando el triunfo fue una verdad riquísima y el país se llenó de alegría, fuimos uno solo aupando la posibilidad de ser campeones de América.
No se si lo lograremos. Me gustaría muchísimo. Lo que si se, y espero no equivocarme es que hay una sensación de que, por el fútbol, podemos ser capaces de difuminar el rojo hasta convertirlo en el brillante Vino Tinto de nuestra selección.
Habrá que pensar entonces, que Nelson Mandela tenía razón. Que es posible.
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