Tengo amigos que dicen que vine al mundo sin el sentido de la música. No estoy de acuerdo completamente con esa afirmación, pero, de algún modo la entiendo. No escucho música. Jamás tengo un radio encendido y, en mi casa, el “equipo de sonido” se toca para limpiarse. Si alguna vez me apetece escuchar alguna cosa, (de entre la corta lista de sonidos que prefiero) me siento a eso y no hago nada más. Me consuela pensar que el desinterés que otros perciben, constituye, para mí, una señal segura de aprecio. La música no es un telón de fondo en mi vida, es parte fundamental de mis ratos de ocio. No la uso, la disfruto.
Por increíble que parezca, he creado rutinas asociadas a la música. En la soledad de mi automóvil, por ejemplo, me dedico por entero a escuchar música. Poco a poco, he descubierto que, ese ejercicio, me sirve para acercarme a lo que llaman “la herencia musical de los pueblos”, tan a propósito y conveniente en estos días de patriotismo exaltado. Entre otras cosas, esa rutina me ha permitido notar que, en mi nivel más personal, Ali Primera y su canto resentido, me parece desolador y pesadillesco; pero, venezolano.
También que, a pesar de ser un amante de la música académica (que me da hasta vergüenza decirlo, no sea que me tomen por culto) escuchar Canchunchu Florido en la voz majestuosa de Gualberto Ibarreto (cuando era bueno para eso) me arranca lágrimas de emoción y, Trigales, es una canción por la que me cortaría las venas. Tengo teorías muy particulares que elevan a Lila Morillo al olimpo de los Dioses y siento que el Indio Figueredo no tiene nada que envidiarle a Mozart. Entiendo la venezolanidad desde ciertos acordes musicales, pero defiendo su vastedad al hacerlo. Mirla Castellanos es tan música venezolana como Los Amigos Invisibles y Sortilegio, esa maravilla que compuso el desconocido Hildebrando Rodríguez, es tan criolla y tan valiosa, como la Cantata de Antonio Estévez o Los Martirios de Colon, de Federico Ruiz.
Es lo que somos, todos los días. Es lo que deberíamos exaltar cada vez que nos provoque exaltar algo nuestro. No sólo en una fecha patria dirigida por El Guasón. Si sentimos tanto orgullo de las orquestas que, como arroz picado, se ha inventado José Antonio Abreu y pensamos en Dudamel como en el Muhammad Ali de la música autóctona, ¿cómo es que el máximo escenario criollo en que podríamos escucharlos, cada vez que nos provoque, está convertido en púlpito de evangelizadores onanistas?
No, no me creo la emoción desbordada del concierto de anoche en la plaza Diego Ibarra y ojo, no pongo en duda su belleza. Fue magnifico. Pero, también fue rebuscado, grandilocuente e inapropiado. Habría preferido escucharlo, por decisión propia, un domingo cualquiera a las 11 de la mañana en mi Teresa Carreño, pagando un modesto precio por el ticket de platea. Sin discursos, sin galas, sin fervor patriótico y sin charreteras. Sobre todo, sin charreteras.
Cuando escuches, paladees e interpretes por ejemplo a Zapatos de mi conciencia de Alí primera, dejarás de hablar pendejadas...
ResponderEliminarComparto totalmente tu opinión Juan Carlos. Gracias por tu reflexión.
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