Todos lo saben, en Mérida llueve. Llueve casi todo el tiempo. Llueve torrencialmente, además. No es una “brisita” que cae por un rato. Es una rutina a la que, si no nos hemos acostumbrado, es por obtusos. Amanece un día de espléndido sol, salimos creyendo que es hora de guardar los paraguas y en el momento menos pensado, el cielo se descuaderna en un aguacero de pronóstico. Diario.
No me gusta mojarme con la lluvia. Es uno de mis mayores cochoflos, no tolero la lluvia si ando a la intemperie; ergo, salgo muy poco, sobre todo por las noches, hora favorita de aguacero. Prefiero quedarme encerrado en casa viendo partirse el cielo. Anoche, sin embargo, hice una de las excepciones que justifican la regla, y salí como a las 9 y media de la noche, en un receso que me dio el palo de agua. Era importantísimo que fuera a casa de un amigo a entregarle ciertos documentos, además, me había quedado sin cigarrillos y aunque estoy en plena cruzada de voy-a-dejar-de-fumar, aun no puedo dormir sabiendo que en mi mesa de noche no hay cigarrillos. Nada, que me tocó incursión nocturna por las calles de una ciudad completamente abandonada por el afecto de quienes deberían amarla porque la habitan.
Pasear por Mérida, de noche, es algo que todos deberíamos hacer de cuando en cuando. Hacerlo, eso si, con los ojos abiertos y el corazón preparado. Ir a las avenidas del centro, estacionar (con grave riesgo) en alguna de las calles cercanas a la Plaza Bolívar y caminar un poco, con cuidado y en grupo, que la cosa no está para exponer la vida. Yo lo hice anoche (todo menos la caminata, me da verdadero pánico) y me pareció desolador; eso que tenía esta ciudad que la convertía en “bonita” se lo llevó el agua que baja caudalosa por avenidas estrechas y sin desagües. El centro de mi ciudad, es la sucia guarida de niños que deberían estar en la escuela, pero, que de noche, salen de sus madrigueras a sitiarnos, con su maldad menor de 14 años despertando entre los restos de una economía informal que nos ahoga formalmente. Están por todas partes, menoscaban espacio a otros seres de una noche que ellos controlan y, de dejarlo, dejarían a cualquier despistado con lo puesto.
Son ellos y el palo de agua; el que limpia el pavimento y nada más. Hay otra suciedad que a veces se antoja irremediable y no se lava con agua: la vida perdida de niños que deberían haber tenido padres que los cuidaran y estado que los protegiera. Tal vez, de haber sucedido, Mérida seguiría siendo la Ciudad de los Caballeros. O, por lo menos, fuera bonita.
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