Dicen que cuando mi abuelo la vio por primera vez, ella estaba sentada en el pollo de la ventana y apenas salía para señorita. Cuentan que ella no sabía bien el por qué de las amabilidades, pero que no se negó a recibirlas. Alguien me ha asegurado que pocas muchachas de entonces tenían su belleza. A mí me bastan las fotos sepias y la buena pose, para saber que es verdad. Pero, claro, mi opinión está sesgada. Yo soy su nieto, yo entré a su cuarto aquel aciago 1 de Junio para cerciorarme de saberla dormida para siempre y entré también a la casa de la calle 19, un día cualquiera de mi infancia lejanísima, para recibir sus mimos, aprender a pegar botones, adorar la buena mesa, la cocina criolla de alto vuelo y grabar en mi memoria el escándalo de una risotada con la que se quitaba de encima los rumores y los problemas.
Mi abuela Josefa cosía togas y birretes en una época en que poco se alquilaban los símbolos de la inteligencia; hacia coloridos y hermosos trajes de noche a las señoras de Cuatro Piedras y elegantes atuendos a las damas de la Avenida Tres Independencia y más de una novia feliz (sus hijas por supuesto) caminaron al altar vistiendo galas en las que ella había puesto toda la belleza que le era posible encontrar. Mi abuela Josefa alternaba los pedales de la Singer, con las paletas de madera con que agitaba el mejor majarete de este mundo y un delicioso postre de naranjas, que se murió con ella. Mi abuela Josefa batía melcocha algún lunes por la tarde, en la cocina de su casa o en una piedra cualquiera. Mi abuela Josefa tenía un rejo torcido que dejó caer alguna vez sobre las costillas de sus nietos. Mi abuela Josefa daba abrazos grandes y gordos, servía meriendas, hacia disfraces y no le abría la puerta a ninguna mujer un lunes a primera hora de la mañana, probablemente porque, en el fondo de su alma generosa, desconfiaba de todas las mujeres que no fueran su entrañable Ramona Meza. Mi abuela Josefa tenía el genio atravesado y altanero, de quien no tiene cosa alguna de la que arrepentirse en esta vida y estaba segura que la suya no era vida de mujer casada.
Pero, mi abuela Josefa tuvo un talento mayor que empecé a descubrir con mis primeras canas. Mi abuela Josefa llenó de razones la maternidad con la que eternizó una familia de la que se cuentan, por los momentos, 2 hijos que sobreviven a los 4 que nacieron, 18 nietos, 24 bisnietos y 1 tataranieto, que no pueden renunciar a esa manera enrevesada de vivir que hemos convertido en adjetivo, ni a los sabores insuperables que nos han ido poblando una memoria mas genética que real: Los que no heredaron sus gracias de costurera, se aplican en los fogones, pero han sido incapaces de repetir su majarete.
Mi abuela Josefa, parada en la puerta del patio, escondida para sorprenderme a la llegada de la escuela, relatándome historias de cada pedazo de esta Mérida que se sabía de memoria, es mi ancla a tierra. A tierra o a familia, que en la forma Mogollón de ser familia, es lo más parecido a pertenecer a algo donde la vida, dura, se hace cómoda, porque está llena de eso que trajo Josefa Antonia a este mundo, cuando llegó hace un siglo.
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