Estoy seguro que sueno pesadillesco. Que parezco llenarme de una amargura completamente innecesaria y sonar como un intransigente, enemigo de algo que poco se conoce y para muchos suena a patria. Se perfectamente que, además, estoy reiterándome, lo cual es tan grave como redundar. Pero, es un sentimiento que me asalta y me incomoda muy a menudo de manera inevitable. Lo he escrito tantas veces que necesito disculparme antes de volver a hacerlo: ¿En qué momento, los venezolanos, perdimos por completo la capacidad de vivir bien? ¿Cuando fue que Mérida, por no ir más lejos, se convirtió en esta cosa horrible, casi inhabitable, donde el maltrato es la única cosa de la que podemos ufanarnos?
No, no estoy generalizando sin razones, no estoy exagerando. Estoy tratando de decir cosas que no pueden ser postergadas por mucho tiempo más. Si nos descuidamos, cuando queramos recoger los vidrios, será imposible volver a dejar el suelo limpio.
Alguna vez dije que Mérida se había convertido en una ciudad que solo le gustaba a Valentina Quintero, los hippies y los maracuchos. Ahora creo que ni a ellos. Lo comprobé esta mañana, cuando volví al centro a hacer algunas compras. El resultado de esa incursión, está aquí, en estas líneas desesperadas: Ya está bueno. En esta ciudad no caben más buhoneros, no cabe más suciedad, no caben más automóviles, pero sobre todo, no cabe más violencia. A ver, nadie me asaltó, nadie intentó golpearme o cosa alguna; pero, hay otra violencia, una más erosiva y dolorosa, porque sus efectos devastadores se cuelan de a poco en nuestros inconscientes, hasta dejarnos completamente inválidos de mejores sensaciones. Es el ruido ensordecedor que sale de las tiendas mal montadas y llenas de pacotilla, es el olor nauseabundo de la comida de pésima calidad que venden en todas las esquinas, es el espacio robado a los peatones por vendedores de cualquier porquería; son las paredes cubiertas de papeles que ofrecen desde una pócima mágica hasta un concierto de guitarra clásica, son los indigentes que piden lo que sea para ayudarse a vivir, son las madres indígenas rodeadas de niños harapientos y sucios, que igual te atracan o te ruegan limosna; es la gente que se grita de una esquina a otra, el que toca corneta, el que avanza por la derecha y ocupa tu pedazo de acera. Es la suciedad, el olor a orines rancios, las pintas en las paredes de los pocos edificios hermosos que sobreviven; los millones de discos piratas, los miles de remedios caseros a cualquier precio, los postres inmundos en las esquinas, los puestos de telefonía informal, el cigarro detallado y el tendero que responde un rotundo NO a cualquier cosa que pidas.
Eso es Mérida hoy; eso es lo que algunos optimistas compulsivos llaman el casco histórico de la ciudad. Eso es lo que hay al pie de las más hermosas montañas de nuestra geografía. Eso es lo que habitamos con toda normalidad. Lo que nos parece “calor venezolano”. Lo que aceptamos sin hacer nada por intentar cambiarlo.
¿Qué fue lo que nos pasó?
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