Hace algunos años, un músico amigo mío definió la opera como “una cosa rarísima, llena de alaridos, en donde a una señora gorda le entierran un puñal y canta como un ruiseñor”. Es una definición que me encanta y que explica perfectamente por qué soy operático. No crea nadie que me siento feliz por eso. Ser operático implica conductas sospechosas. Somos gente medio rara, llena de resabios, que se disipan sólo con la ayuda de esas terribles tragedias que se cuentan a punta de gritos imposibles, en idiomas que nadie entiende, acompañadas por partituras de insólita belleza. Ni modo, en mi particular relación con la música, mi opción, era ser operático. Tuve además la inmensa suerte de pasar una buena (magnifica) parte de mi vida entre vestuarios rebuscados, paredes de cartón piedra, pelucas de rafia y señoras (gordas, casi siempre) que se convertían en ruiseñores o en cuervos, según fuera la necesidad de la historia. No lo digo mucho porque me da pánico que me crean culto, pero es la verdad: no, no soy culto, soy operático a muerte.
No es sencillo. Ser operático en un país que dejó de tomar la opera en serio, justo cuando empezaba a darnos argumentos para fanatizarnos y convertirnos, tal vez, en Ferreristas y Palacistas, es muy complicado. Hemos tenido que amar la opera a distancia, con el recurso engañistico de discos y videos, aceptando que allá afuera los tiempos cambian, y la tecnología da paso a “propuestas” que en nada se parecen a lo que alguna vez hizo, por ejemplo Zefirelli, con la desafortunada Violeta Valery. Por eso, y por negarme a otras nostalgias, adoré haber estado cerca de Carmen, la producción que La ULA y la Alianza Francesa, pusieron en escena este fin de semana en el Teatro Tulio Febres Cordero de Mérida. Carmen, nada menos. Una de las guatacas de la opera; el papel que convirtió a Ana Maria Kalogeropuolou en LA CALLAS y que ahora nos devuelve a Armando Holzer a Mérida para que nos gocemos una tremenda puesta en escena que, tropezada una y mil veces con absurdos obstáculos, se mantuvo a flote y alcanzó victoriosa la orilla.
Bastaron sólo dos noches para que Temix Albornoz, un bajo de limitadas facultades vocales y extraordinario talento escénico, sedujera la audiencia hasta rendirla, en su estupenda creación del guapo Escamillo; o Gregory Pino, un tenor a quien no le fue fácil mantener su exigente rol deviniera en presencia escénica inolvidable, gracias a un Don José bordado en filigranas. También para que Karen Rodriguez, una soprano merideña a la que habíamos escuchado en contadas ocasiones, nos arrancara lágrimas de emoción en su impecable Micaela o Mairin Rodriguez, a pesar de un horrible vestuario y otras cosas en su contra, se convirtiera por gracia de su voz portentosa, en una Carmen que nos rindió a sus pies de fascinación.
Fue un milagro de personas; allí donde no hubo otro talento que buscar, hubo gente extraordinaria que le puso brillo a un montaje que de otra forma, habría tenido la opacidad de las cosas hechas por quien quiere, pero no puede. Fue tan importante la colaboración de cantores, pintores, obreros, toreros, músicos, utileros, maquilladores, coros (los mejores de Mérida) y bailarines, que conjuraron dos de los peores obstáculos con que puede tropezar una ópera de gran formato: una orquesta tradicionalmente pobretona y un trabajo humano de producción tradicionalmente equivocado. En el caso de la orquesta, Christophe Talmont (director invitado) obró el milagro: La orquesta Sinfónica de Mérida sonó como jamás, ni remotamente, lo ha hecho. En lo segundo, es preferible no abundar. Carmen se estrenó sola, gracias al trabajo de todos los que no estaban llamados para organizar la producción.
Es el teatro. Al final, la mayoría de las veces, a pesar de todos los duendes que se ensañan en su contra, el telón se descorre para mostrarnos lo que verdaderamente vale. Todo lo demás se borra, por suerte, en ese instante perfecto en que nos acordamos que después de lo escuchado, hay que ponerse de pie y gritar BRAVO per il signor, BRAVA per la signora e BRAVI per tutti….
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