Hace unos tres días alguien montó en
Facebook un video patrocinado por Campofrio - una marca española de alimentos - una cuña de
esas apropiadísimas para la navidad, en la que Chu Lampreave, con el auxilio de
un buen lote de famosos actores y actrices españoles hacen toda una apología
sobre las dificultades “emocionales” (si es que se pueden llamar así) de mudarse de país. El video, de excelente
factura, dice, palabras más palabras menos (apelando a recursos dramáticos muy
efectivos) que aunque usted se vaya a vivir al desierto de Atacama, usted lleva
consigo sus arepas, su gaita y su guachafita, sea lo que sea que usted vaya a
hacer allí. Hasta ahí, todo muy bonito.
Resulta que el video estaba
originalmente publicado en La Patilla (véalo en este link) y a mí se me ocurrió la genial idea
de comentarlo y por supuesto, me cayeron encima. Sin piedad.
Mi comentario respondía a un buen numero de otros comentarios en los que abundaban expresiones tales como “yo amo a mi país”, “orgulloso de haber nacido aquí” “yo llevo el tricolor en el alma” y cosas de esas - por docenas - que usualmente sacan lo peor de mi: mis sentimientos de expatriado eterno. Vamos a hablar con claridad y pido mil perdones. Yo no puedo entender, ni siquiera en Navidad, el peso gigantesco de eso que llaman Patria y que posiblemente sea la palabra que más daño ha hecho a lo poco que nos quedaba de decencia y que, prostituida y agotada como muy pocas, pesa en todos nuestros actos manteniéndonos atados a una cosa imposible de comprender, resumible en una lamentable sucesión de errores con resultados desafortunadamente tenidos y reconocidos. Dije en La Patilla, y quiero repetirlo aquí que tengo más espacio, que toda esa sensiblería patriotera me parece una tontería y que posiblemente nada pesaba más en la vida de las personas que mantenerse amarrado a una “forma de ser” porque uno nació con esa “forma de ser”. Como si el desorden y la viveza criolla fuera algo de lo que tenemos que enorgullecernos pues es una seña de identidad grabada en nuestro ADN “venezolanista”. Peor aún, como si irrespetar a los demás (un deporte nacional muy arraigado) fuera un recurso venezolano de exportación y una razón de orgullo criollo. Lo lamento mucho, pero esa no me parece una razón para quedarse padeciendo un país que ni es patria ni es nada, porque nos ha hecho el daño irreparable de convertirnos en ovejas de un rebaño que disfruta su descarrío.
Alguien, entre las muchas respuestas (buenas y malas) que recibió mi comentario, quiso rápidamente comparar (para mal) mi sensación de patria con lo que sienten “sus amigos Palestinos” (materia en la que no pienso engancharme) y otros, varios, decidieron por milésima vez pedirme, en mayúsculas, que me vaya de SU país, valiéndose de nostalgias más que de argumentos. Pues bien, no soy nostálgico. A mí, el Alma Llanera no me conmueve ni en Guasdalito, ni en Helsinki y la única vez en mi vida que he hecho una fotografía de la bandera venezolana ondeando en un edificio extranjero, lo hice en New York para que no se me olvidara la millonaria ubicación de nuestro consulado. He vivido afuera y adentro y en ambas oportunidades he vivido bien. He aprendido a respetar las leyes de los países que han acogido mi “extranjeramiento” y siempre me he sentido protegido por ellas, cosa que desafortunadamente no puedo decir de las leyes patrias, pues creo que no existen o mejor dicho, son lo que son. He tenido la suerte de vivir en lugares donde el tiempo y el espacio de los demás vale oro y en las ocasiones en que no he comprendido por qué, por ejemplo, uno no puede conducir su automóvil a más de 35 millas por hora, he terminado por pensar que hay cosas que son así y punto. Jamás he sentido nostalgia de nada. Yo quiero a mis amigos y ellos están regados por el mundo, quiero a mi familia y ellos están donde quieren estar y pocas cosas más me conmueven, esas, han ido conmigo cada vez que he decidido montar rancho allende los mares. No me eriza el vello un juego de la vino tinto porque no me gusta el futbol y hoy día, en todas partes del mundo se puede comprar Cocosette.
Sin embargo, voto en cada elección a la que me convocan aunque sepa que eso no tiene sentido. Defiendo el poco espacio que le queda a la democracia porque creo en eso, voy a las reuniones del condominio de mi edificio, aunque sé que nunca convenceré a ciertos vecinos insoportables de que uno puede vivir mejor, respeto las señales de tráfico, aunque sé que mi vida corre peligro cada vez que me detengo en una luz roja después de las siete de la noche y algunas veces, veo la Sierra Nevada desde mi ventana y me parece una visión de gloria.
¿Puede uno hacerse extranjero? Claro que sí, yo defiendo esa tesis. A nadie que se plantee hacerlo le diré jamás que lo piense dos veces; no defiendo la tesis de la estampida total aunque sé que para muchos, mas tarde o más temprano, no habrá otra alternativa. Respeto profundamente al que quiere permanecer aquí para ayudarnos a arrimar el hombro a los que lo estamos arrimando para construir una vida mejor, pero también respeto profundamente al que cuelga la toalla y compra un boleto de avión. Total, cada vez que a uno le provoca comerse una arepa en cualquier lugar del mundo, va a un supermercado, compra HARINA PAN sin hacer cola y la cocina.
Mi comentario respondía a un buen numero de otros comentarios en los que abundaban expresiones tales como “yo amo a mi país”, “orgulloso de haber nacido aquí” “yo llevo el tricolor en el alma” y cosas de esas - por docenas - que usualmente sacan lo peor de mi: mis sentimientos de expatriado eterno. Vamos a hablar con claridad y pido mil perdones. Yo no puedo entender, ni siquiera en Navidad, el peso gigantesco de eso que llaman Patria y que posiblemente sea la palabra que más daño ha hecho a lo poco que nos quedaba de decencia y que, prostituida y agotada como muy pocas, pesa en todos nuestros actos manteniéndonos atados a una cosa imposible de comprender, resumible en una lamentable sucesión de errores con resultados desafortunadamente tenidos y reconocidos. Dije en La Patilla, y quiero repetirlo aquí que tengo más espacio, que toda esa sensiblería patriotera me parece una tontería y que posiblemente nada pesaba más en la vida de las personas que mantenerse amarrado a una “forma de ser” porque uno nació con esa “forma de ser”. Como si el desorden y la viveza criolla fuera algo de lo que tenemos que enorgullecernos pues es una seña de identidad grabada en nuestro ADN “venezolanista”. Peor aún, como si irrespetar a los demás (un deporte nacional muy arraigado) fuera un recurso venezolano de exportación y una razón de orgullo criollo. Lo lamento mucho, pero esa no me parece una razón para quedarse padeciendo un país que ni es patria ni es nada, porque nos ha hecho el daño irreparable de convertirnos en ovejas de un rebaño que disfruta su descarrío.
Alguien, entre las muchas respuestas (buenas y malas) que recibió mi comentario, quiso rápidamente comparar (para mal) mi sensación de patria con lo que sienten “sus amigos Palestinos” (materia en la que no pienso engancharme) y otros, varios, decidieron por milésima vez pedirme, en mayúsculas, que me vaya de SU país, valiéndose de nostalgias más que de argumentos. Pues bien, no soy nostálgico. A mí, el Alma Llanera no me conmueve ni en Guasdalito, ni en Helsinki y la única vez en mi vida que he hecho una fotografía de la bandera venezolana ondeando en un edificio extranjero, lo hice en New York para que no se me olvidara la millonaria ubicación de nuestro consulado. He vivido afuera y adentro y en ambas oportunidades he vivido bien. He aprendido a respetar las leyes de los países que han acogido mi “extranjeramiento” y siempre me he sentido protegido por ellas, cosa que desafortunadamente no puedo decir de las leyes patrias, pues creo que no existen o mejor dicho, son lo que son. He tenido la suerte de vivir en lugares donde el tiempo y el espacio de los demás vale oro y en las ocasiones en que no he comprendido por qué, por ejemplo, uno no puede conducir su automóvil a más de 35 millas por hora, he terminado por pensar que hay cosas que son así y punto. Jamás he sentido nostalgia de nada. Yo quiero a mis amigos y ellos están regados por el mundo, quiero a mi familia y ellos están donde quieren estar y pocas cosas más me conmueven, esas, han ido conmigo cada vez que he decidido montar rancho allende los mares. No me eriza el vello un juego de la vino tinto porque no me gusta el futbol y hoy día, en todas partes del mundo se puede comprar Cocosette.
Sin embargo, voto en cada elección a la que me convocan aunque sepa que eso no tiene sentido. Defiendo el poco espacio que le queda a la democracia porque creo en eso, voy a las reuniones del condominio de mi edificio, aunque sé que nunca convenceré a ciertos vecinos insoportables de que uno puede vivir mejor, respeto las señales de tráfico, aunque sé que mi vida corre peligro cada vez que me detengo en una luz roja después de las siete de la noche y algunas veces, veo la Sierra Nevada desde mi ventana y me parece una visión de gloria.
¿Puede uno hacerse extranjero? Claro que sí, yo defiendo esa tesis. A nadie que se plantee hacerlo le diré jamás que lo piense dos veces; no defiendo la tesis de la estampida total aunque sé que para muchos, mas tarde o más temprano, no habrá otra alternativa. Respeto profundamente al que quiere permanecer aquí para ayudarnos a arrimar el hombro a los que lo estamos arrimando para construir una vida mejor, pero también respeto profundamente al que cuelga la toalla y compra un boleto de avión. Total, cada vez que a uno le provoca comerse una arepa en cualquier lugar del mundo, va a un supermercado, compra HARINA PAN sin hacer cola y la cocina.
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