Hace algunos meses, Francisco se graduó de Lic. en Administración
de Empresas en un acto académico de la Universidad de los Andes al que un
anecdotario bastante extenso se ocupó de grabar para siempre en su memoria. No
solo fue el primer - y probablemente
único - día en que vistió toga y birrete, sino que fue el día en que vio a su
abuela salir de la finca paramera, vestirse de domingo y llorar de emoción,
mientras en la antesala del Aula Magna un grupo numeroso de compañeros –
algunos conocidos suyos – ponían en riesgo su vida exigiendo presupuesto justo
para la Universidad. Francisco supo, en el momento de la segunda foto al lado
de la abuela tan contenta que, el título, de servirle para algo, le serviría
para tomar con firmeza las riendas del negocio. Que nunca, o por lo menos no
ahora en este país de huelgas de hambre, iba a significarle empleo fijo bien
remunerado ni beneficios de otro tipo.
Un par de años antes, en las prisas de estudiante
desprovisto, juntó sus pocos ahorros a los de dos compañeros de rumba para
emprender una venta de artículos deportivos. Lo hicieron como recurso de ayuda
y por fanatismo, los tres practican cuanta actividad física anda suelta por
el mundo y conocen hasta la más remota fibra con la que, en cada rincón del
planeta, se fabrican las chucherías propias del que no puede vivir sin recorrer
varios kilómetros demoliendo sus piernas en bicicletas de montaña. Se pusieron en ello con la energía que solo
la juventud ostenta: en menos de tres meses habían abierto una tienda tan bien
surtida como bonita, en el local comercial que uno de ellos pudo conseguir, a
buen precio, en uno de los centros comerciales más “in” de la ciudad. Según
todo lo que le habían enseñado en la facultad, si las cosas seguían como habían
comenzado, en cosa de dos o tres años podría empezar a disfrutar el producto
del esfuerzo. Francisco, un obsesivo amigo de las cosas que se hacen como “se
deben hacer” se dedicó al lado menos atractivo del negocio: el de poner orden. Asumió
la contratación del escaso personal, el conteo exhaustivo de los churupos, la
actualización de inventarios y la búsqueda incansable de proveedores con quienes
discutir un buen trato. Descubrió, por ejemplo, que por razones de
distribución, los productos PUMA pueden venderse a buen precio (una gran suerte,
gracias a la demanda que el buen posicionamiento de marca le asegura al
minorista) que no vale la pena competir con el buhonero que llena el mercado de
“memorabilia” vino tinto, que algunos productos importados no pueden
conseguirse (merced a todos los obstáculos creados desde el gobierno) a otro
precio que no sea el que fije el fluctuante mercado paralelo de divisas y que,
sumado, el “cupo CADIVI” de los tres socios, apenas alcanza para mercancía puntual
y perentoria, objeto de descuentos especiales y una que otra rebatiña. Aun así,
a Francisco y sus amigos la suerte no hacía más que sonreírles.
Hace un par de semanas, más o menos, Francisco abrió la tienda como acostumbraba desde que, título en mano, decidió dedicarle al negocio todas las horas de su tiempo útil; se ocupó de arreglar un poco la vidriera en la que algo desconocido le estorbaba el ojo desde varios días antes, revisó y puso a punto el sistema de máquinas de video instalado para descubrir, sin éxito, el autor de los pequeños hurtos de los últimos días y, música mediante, se dispuso a seleccionar mercancía para las ofertas del fin de semana (un recurso de mercadeo que estaba dándoles excelentes resultados) entonces, un poco antes de las 3 de la tarde, el centro comercial se convirtió en un pandemónium: la muy temida inspección, al mando de soldados y funcionarios trajeados de rojo, estaba tocándole los talones.
Francisco corrió a los archivos, en minutos se aseguró de tener toda la documentación en regla y esperó su turno con la calma de quien sabe ha hecho todo en el orden más estricto. Apenas tuvo tiempo de levantar la cabeza del mostrador, cuando una funcionaria le exigió, antes de responderle las buenas tardes de su educación andina, colocar en la vidriera un panfleto anunciando un descuento “en toda la mercancía, del 70%” Francisco se atrevió a preguntar por qué, la funcionaria se atrevió a responder que por orden del presidente o es que el no leía la prensa. Francisco se atrevió a ripostar que en su caso, un 70% de descuento era la ruina; la funcionaria respondió, arqueando las cejas, que ella estaba ahí para cumplir órdenes y que su orden era impedir ganancias superiores al 30%. Francisco apeló a la calculadora y trató de explicarle el error matemático de creer que, 70% de descuento, es igual a ganancias del 30%. La funcionaria montó en cólera y llamó a los uniformados. Ellos entraron, amenazaron a Francisco con la cárcel y abrieron, de par en par, las puertas de la tienda, anunciando un descuento del 70% en toda la mercancía.
Francisco y sus socios, llegados de otras ocupaciones en cuestión de minutos, apenas tuvieron tiempo de ponerse de acuerdo antes que la turba entrara: uno de los tres, Rómulo, fue el designado para hacer el anuncio
Hace un par de semanas, más o menos, Francisco abrió la tienda como acostumbraba desde que, título en mano, decidió dedicarle al negocio todas las horas de su tiempo útil; se ocupó de arreglar un poco la vidriera en la que algo desconocido le estorbaba el ojo desde varios días antes, revisó y puso a punto el sistema de máquinas de video instalado para descubrir, sin éxito, el autor de los pequeños hurtos de los últimos días y, música mediante, se dispuso a seleccionar mercancía para las ofertas del fin de semana (un recurso de mercadeo que estaba dándoles excelentes resultados) entonces, un poco antes de las 3 de la tarde, el centro comercial se convirtió en un pandemónium: la muy temida inspección, al mando de soldados y funcionarios trajeados de rojo, estaba tocándole los talones.
Francisco corrió a los archivos, en minutos se aseguró de tener toda la documentación en regla y esperó su turno con la calma de quien sabe ha hecho todo en el orden más estricto. Apenas tuvo tiempo de levantar la cabeza del mostrador, cuando una funcionaria le exigió, antes de responderle las buenas tardes de su educación andina, colocar en la vidriera un panfleto anunciando un descuento “en toda la mercancía, del 70%” Francisco se atrevió a preguntar por qué, la funcionaria se atrevió a responder que por orden del presidente o es que el no leía la prensa. Francisco se atrevió a ripostar que en su caso, un 70% de descuento era la ruina; la funcionaria respondió, arqueando las cejas, que ella estaba ahí para cumplir órdenes y que su orden era impedir ganancias superiores al 30%. Francisco apeló a la calculadora y trató de explicarle el error matemático de creer que, 70% de descuento, es igual a ganancias del 30%. La funcionaria montó en cólera y llamó a los uniformados. Ellos entraron, amenazaron a Francisco con la cárcel y abrieron, de par en par, las puertas de la tienda, anunciando un descuento del 70% en toda la mercancía.
Francisco y sus socios, llegados de otras ocupaciones en cuestión de minutos, apenas tuvieron tiempo de ponerse de acuerdo antes que la turba entrara: uno de los tres, Rómulo, fue el designado para hacer el anuncio
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No es un descuento especial, es un regalo, llévense
todo lo que quieran, no lo paguen
Se lo dijo a la cámara de video. En
minutos, la turba que acompañaba a los inspectores, los inspectores mismos y su
guardia pretoriana, estaban registrando su codicia en las cintas de video. No
quedo ni un par de zapatos completo. Ni una simple camiseta. Ni un bolso, ni
una gorra de muestra en los anaqueles. El video, que Francisco logró rescatar,
muestra como la gente está llenando grandes bolsas con la mercancía apetecible;
como soldados e inspectores sostienen el saco en que otros soldados e
inspectores arrojan, sin mirar, productos PUMA y de otras marcas.
Francisco y sus socios lograron salir ilesos de la turba. Las carpetas que con tanto celo llevaba desde el principio no tuvieron la misma suerte; en la salida, le pareció ver que se confundían con la mercancía y las bolsas.
Los tres socios y algún buen acompañante, apenas tuvieron ánimos para recoger la poca ropa que le cupo en una maleta a cada uno. Francisco, antes de llamar a la abuela para inventarle una excusa, tuvo el buen reflejo de abonar el importe de tres meses de alquiler del local comercial. Unas horas más tarde, atravesaban la frontera de Colombia.
Desde entonces, Francisco se niega a ser él quien se sienta derrotado. Sabe lo que tiene y eso le basta. Entre tanto, ha decidido explorar mercados, consciente de que su suerte ha viajado con ellos desde esta tierra. Ayer hablamos, lo llamé para saludarlo y me contó emocionado que en un mes, si Dios quiere, estará abriendo su primera tienda, pequeñita, en Medellín, que extraña mucho a la abuela y la finca paramera; pero...
Francisco y sus socios lograron salir ilesos de la turba. Las carpetas que con tanto celo llevaba desde el principio no tuvieron la misma suerte; en la salida, le pareció ver que se confundían con la mercancía y las bolsas.
Los tres socios y algún buen acompañante, apenas tuvieron ánimos para recoger la poca ropa que le cupo en una maleta a cada uno. Francisco, antes de llamar a la abuela para inventarle una excusa, tuvo el buen reflejo de abonar el importe de tres meses de alquiler del local comercial. Unas horas más tarde, atravesaban la frontera de Colombia.
Desde entonces, Francisco se niega a ser él quien se sienta derrotado. Sabe lo que tiene y eso le basta. Entre tanto, ha decidido explorar mercados, consciente de que su suerte ha viajado con ellos desde esta tierra. Ayer hablamos, lo llamé para saludarlo y me contó emocionado que en un mes, si Dios quiere, estará abriendo su primera tienda, pequeñita, en Medellín, que extraña mucho a la abuela y la finca paramera; pero...
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Es que aquí se vive mucho mejor que
en cualquier parte, hermano…
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