Era una casa muy angosta, pintada de un brillante color verde
en la que una hilera de habitaciones, alineadas en un pasillo largo de piso de
cemento pulido, daba a un comedor-cocina que a mí siempre me pareció tenebrosamente oscuro. En la mitad de ese
extraño pasillo se alzaba una empinada escalera que conducía a otro piso de
dormitorios y habitaciones, usadas para resolver las necesidades de una casa
armada al amparo de improvisaciones; aun, un poco más arriba, otra escalera
llevaba a una amplia y luminosa azotea, el espacio favorito de quienes hacían
vida en los pisos inferiores. En esa azotea llegaba el sol a raudales, al resto
de la casa la envolvía el frio habitual de la ciudad que era.
Estaba en la calle 17, a pocos metros de Cuatro Piedras, en
los suburbios de lo que todavía no era, formalmente, el centro que es hoy. Poco tiempo antes de ese día, que recuerdo
como si fuera ayer, la casa había sido arrendada por lo que comenzaba a ser la
Fundación Don Bosco: Seis mujeres que no llegaban a los 20 años, decididas a
llevarse todo por delante, para ocuparse de niños necesitados de ayuda. Seis
mujeres que recién habían terminado bachillerato, que habían posiblemente
tonteado con ideas de hábitos religiosos mientras persistían en sus certezas
poniéndolas a caminar. No sé si antes de esa, hubo otra casa. No lo sé, porque
no lo recuerdo. Mi memoria de la Fundación se formaliza una tarde cualquiera de
finales de año cuando, apoyado de cualquier manera en la escalera de esa casa
al lado de mi hermano mayor, lloré mis ojos atendiendo una misa oficiada por el
Padre Colombotto (solo Dios sabe por cual motivo) y entendí, de una vez y para
siempre, que el “sueño” de mi hermana Mayra, era una realidad inapelable. Ella,
a pesar de haber sido criada para princesa de reino sin corona, se salía con la
suya aun teniendo en contra la opinión de casi toda la familia: La Fundación
Don Bosco, una casa montada con precariedades de esas que únicamente resuelve la juventud,
estaba empezando a dar cobijo (nunca tan literalmente) a un pequeño grupo de
niños cuyos hogares sobrepasaban cualquier definición conocida de
disfuncionalidad.
En mi casa familiar, unas calles más abajo, una incomprensible sensación de pérdida empezaba entonces a asociarse al nombre de la niña de la casa. Incomprensible, porque una familia tan católica como la mía, lo menos que podía hacer era celebrar con cohetones la decisión (casi monacal) que La Niña había tomado como decisión de vida. Pero, las cosas no siempre son como deben ser; a veces, el disfuncional es uno.
Esa misa viene a mi memoria con bastante frecuencia, sobre todo porque la vida nos fue enseñando, a los que no apostábamos por ese proyecto, que cuando se suma determinación a objetivos claros, se hace lo que uno quiere hacer, cueste lo que cueste. La historia es larga, tan larga como que ya lleva 30 años siendo la verdad que toca directamente nuestras vidas. Mi mamá, por ejemplo, que dedicó su vida a hacer lo que pudiera por la Fundación, pues sabía que de ese modo lo hacía por su hija y nuestra familia toda, para quienes La Fundación ha sido patio de atrás, presencia constante y sitio en el que echar una mano cuando ha debido echarse.
30 años que se celebraron ayer, como se celebran las cosas en esa casa, con la familiaridad de los festejos en los que todo el mundo pone un poquito de ayuda para hacerlo bien. Con una misa de acción de gracias, porque en esta casa primero vamos a misa y después a lo que venga, o mamá nos “jala las patas” y con una manera muy bonita de recontarnos el cuento. Ayer volvieron a ser reales la buseta Volkswagen, el primer automóvil que llegó a la fundación, aguantó entre talleres todo lo que pudo y reventó de viejita un día cualquiera - para consternación de todos - y ayer, también, fue mucho más real el cuento de los chamos que llegaron con una mano adelante y otra detrás para salir de allí convertidos en abogados, farmacéuticos o comerciantes honrados y la certeza de como una ciudad entera se hizo solidaridad de aldea para ayudar una organización que empezó siendo una casa oscura y desangelada, pasó por seis casas más, de las que mudaban los mismos corotos viejos de siempre para poder dar cabida a más y más niños cada vez y terminó, 30 años más tarde, convertida en una institución emblemática de la educación, el cuidado y la atención al niño que más necesita una sonrisa: el que nació sin tener nada pues, por no tener, ni siquiera tiene el amor de quien lo ha parido.
Han pasado 30 años - se dice en un instante – de aquella casa verde y oscura, queda el recuerdo de una misa a la que sólo asistimos un grupito que no le apostaba al éxito. La Fundación es, hoy día, el sitio que merece ser: una amplia, cómoda y bien cimentada edificación que acoge una casa hogar, un centro de capacitación profesional para adultos, un liceo de educación secundaria y un espacio para todos los que necesitan poner a caminar una iniciativa solidaria.
Desde una pared, Doña Yolanda Salas, Don Germán y Doña Luisa Corredor y Celinita, mi madre, vigilaban el festejo con ganas enormes de salirse del cuadro que inmortaliza su incomparable esfuerzo a favor de ese sueño. Un poco más allá, cuando cantábamos el cumpleaños feliz, todos escuchamos la voz y el apoyo de una ciudad que convirtió la idea en posible. Todo lo demás es historia, una historia de aciertos que bien merece ser contada.
Es una suerte que, por lo menos, haya sido aplaudida. Lo merece, y de pie.
En mi casa familiar, unas calles más abajo, una incomprensible sensación de pérdida empezaba entonces a asociarse al nombre de la niña de la casa. Incomprensible, porque una familia tan católica como la mía, lo menos que podía hacer era celebrar con cohetones la decisión (casi monacal) que La Niña había tomado como decisión de vida. Pero, las cosas no siempre son como deben ser; a veces, el disfuncional es uno.
Esa misa viene a mi memoria con bastante frecuencia, sobre todo porque la vida nos fue enseñando, a los que no apostábamos por ese proyecto, que cuando se suma determinación a objetivos claros, se hace lo que uno quiere hacer, cueste lo que cueste. La historia es larga, tan larga como que ya lleva 30 años siendo la verdad que toca directamente nuestras vidas. Mi mamá, por ejemplo, que dedicó su vida a hacer lo que pudiera por la Fundación, pues sabía que de ese modo lo hacía por su hija y nuestra familia toda, para quienes La Fundación ha sido patio de atrás, presencia constante y sitio en el que echar una mano cuando ha debido echarse.
30 años que se celebraron ayer, como se celebran las cosas en esa casa, con la familiaridad de los festejos en los que todo el mundo pone un poquito de ayuda para hacerlo bien. Con una misa de acción de gracias, porque en esta casa primero vamos a misa y después a lo que venga, o mamá nos “jala las patas” y con una manera muy bonita de recontarnos el cuento. Ayer volvieron a ser reales la buseta Volkswagen, el primer automóvil que llegó a la fundación, aguantó entre talleres todo lo que pudo y reventó de viejita un día cualquiera - para consternación de todos - y ayer, también, fue mucho más real el cuento de los chamos que llegaron con una mano adelante y otra detrás para salir de allí convertidos en abogados, farmacéuticos o comerciantes honrados y la certeza de como una ciudad entera se hizo solidaridad de aldea para ayudar una organización que empezó siendo una casa oscura y desangelada, pasó por seis casas más, de las que mudaban los mismos corotos viejos de siempre para poder dar cabida a más y más niños cada vez y terminó, 30 años más tarde, convertida en una institución emblemática de la educación, el cuidado y la atención al niño que más necesita una sonrisa: el que nació sin tener nada pues, por no tener, ni siquiera tiene el amor de quien lo ha parido.
Han pasado 30 años - se dice en un instante – de aquella casa verde y oscura, queda el recuerdo de una misa a la que sólo asistimos un grupito que no le apostaba al éxito. La Fundación es, hoy día, el sitio que merece ser: una amplia, cómoda y bien cimentada edificación que acoge una casa hogar, un centro de capacitación profesional para adultos, un liceo de educación secundaria y un espacio para todos los que necesitan poner a caminar una iniciativa solidaria.
Desde una pared, Doña Yolanda Salas, Don Germán y Doña Luisa Corredor y Celinita, mi madre, vigilaban el festejo con ganas enormes de salirse del cuadro que inmortaliza su incomparable esfuerzo a favor de ese sueño. Un poco más allá, cuando cantábamos el cumpleaños feliz, todos escuchamos la voz y el apoyo de una ciudad que convirtió la idea en posible. Todo lo demás es historia, una historia de aciertos que bien merece ser contada.
Es una suerte que, por lo menos, haya sido aplaudida. Lo merece, y de pie.
Que historia tan bonita, ejemplos a seguir, lluvia de bendiciones a Mayra y toda su familia, un abrazo...
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