Tres molestas emergencias médicas se han ocupado, en los
últimos meses, de ponerme a dar carreras echándome a perder planes más
entretenidos. Un par de intoxicaciones alimentarias y una “metida de pata” que
me obligó a celebrar navidad enyesado, se cuentan entre mis trofeos médicos del
2013. No está mal, a mi edad, algunos amigos ya cuentan, por ejemplo, con un
infarto. No voy a dedicarme al cuento
detallado de mis padeceres (aunque me muera de ganas) porque mi mamá decía que
hay cosas que le suceden a uno de las que no está bien hablar en sociedad; así
que los dejo en titulares. Permítanme, mejor, el gusto de hablar sobre las
horas padecidas con una botella de suero enchufada a mi antebrazo y lo que he
descubierto en su transcurso:
¿A qué se debe que este humilde servidor haya tenido que
enterarse, con todo lujo de detalles, de los padecimientos de mis compañeros de
emergencia? (mucho más estropeados que yo, de paso sea dicho) ¿no cabe suponer
qué eso es privado? La primera vez,
mientras un par de bien intencionadas doctoras de guardia intentaban descubrir
si la urticaria que cubría cada milímetro de mi cuerpo enrojecido, se debía a
los camarones del almuerzo o a un antibiótico auto medicado que es otra
historia (ganaron los camarones, para mi desgracia) dos médicos internistas
entraron al cubículo en que me encontraba
y, sin tomarse la molestia de saludarme por lo menos, empezaron a discutir el
penoso estado de salud de un joven recién ingresado al que identificaron por
nombre y apellido quien, para su infortunio, presentaba una fea
complicación de su recién adquirido Virus de Inmunodeficiencia Humana. Los
doctores se debatían entre hospitalizarlo en esa clínica – una de las
prestigiosas – o mandarlo al Hospital Universitario para que, con toda
celeridad, ingresara al programa de antirretrovirales en una conversación, al
pie de mi camilla, que no omitió detalles.
La segunda vez, atontado por la voraz deshidratación que me produjo una sopa de cebolla en mal estado, viví la historia de Fulanito de Tal contada por dos cardiólogos desparpajados, seguros de que el pobre hombre, ingresado un poco después que yo y en otra sala, no pasaba la noche. Desde mi cama vi las radiografías, entendí perfectamente lo que es un derrame pleural – la más suave de las dolencias que mantenían al pobre señor entre la vida y la muerte – y conocí de primera mano el historial de dolencias cardio pulmonares que lo habían arrastrado hasta una emergencia que amenazaba con convertirse en extremaunción.
La tercera vez, mientras mi querido traumatólogo de toda la vida llegaba para ponerme yeso en mi tobillo (cosa que tomo un buen par de horas largas) me enteré, sin moverme de mi camilla de emergencias, que la señora Mengana de cual posiblemente pasó navidad desolada ante el diagnostico de un cáncer de riñón y que el señor Perencejo suele tener esas crisis de no-se-que cosa-que-a-mi-me-sonó-muy-feo porque le encanta excederse con los gin tonic (eso último lo dijeron los doctores entre risas, asegurándose unos a otros que sólo toma gin tonic como si fuera agua). Las tres veces en la misma clínica, en el mismo cubículo y ante la mirada más bien rutinaria de Yelitza, una enfermera que ya casi es mi mejor amiga.
Pensaba que se trataba de una característica de esta clínica en particular, cuando me tocó acompañar a un amigo al Hospital Universitario para resolver algunos asuntos de eso que llaman “Salud Pública”. Pues bien, entré con él a una oficina del hospital que dobla funciones como consultorio y, mientras una enfermera de uñas navideñas intentaba resolver con enorme esfuerzo la tontería que mi amigo necesitaba, dos doctoras (a una la conozco, es médico graduada) discutían divertidísimas el embarazo ectópico de alguien cuyo nombre y apellido salió a relucir dos veces ante mis oídos.
Por pura cosa de decencia, ¿no habrá un cuartico privado en que los médicos puedan reunirse a ver radiografías, revisar resultados de exámenes, comparar opiniones y hasta formular diagnósticos, sin que se entere nadie más que ellos mismos? Pregunto yo, por no dejar, ¿y si alguno de esos enfermos es mi prima y no le da su real gana que yo me entere que contrajo VIH, por ejemplo, o tuvo un embarazo ectópico? Quizás me preocupo en vano y lo que sucede realmente es que me cuesta mucho entender, desde mi cerebro desadaptado que, en realidad, como somos un pueblo de gente tan amigable le estamos haciendo un favor a Doña Mengana cuando publicamos a los cuatro vientos que acaban de diagnosticarle un cáncer de riñón; de modo que, no hay problema, mi amplio prontuario de hipocondriaco con argumentos, porque no está a salvo de médicos deslenguados, será, a la postre, la tarjeta de presentación de alguna gesta que logre convencerme de haber perdido el tiempo guardando con celo excesivo los vaivenes de mi salud: el día que me dé el infarto, primero se va a enterar mi antipática vecina del piso 5, pues ese mismo día la señora descubrirá que ya no está en edad de comer camarones.
Cuanto trabajo pudo haberse ahorrado Hipócrates, digo yo.
La segunda vez, atontado por la voraz deshidratación que me produjo una sopa de cebolla en mal estado, viví la historia de Fulanito de Tal contada por dos cardiólogos desparpajados, seguros de que el pobre hombre, ingresado un poco después que yo y en otra sala, no pasaba la noche. Desde mi cama vi las radiografías, entendí perfectamente lo que es un derrame pleural – la más suave de las dolencias que mantenían al pobre señor entre la vida y la muerte – y conocí de primera mano el historial de dolencias cardio pulmonares que lo habían arrastrado hasta una emergencia que amenazaba con convertirse en extremaunción.
La tercera vez, mientras mi querido traumatólogo de toda la vida llegaba para ponerme yeso en mi tobillo (cosa que tomo un buen par de horas largas) me enteré, sin moverme de mi camilla de emergencias, que la señora Mengana de cual posiblemente pasó navidad desolada ante el diagnostico de un cáncer de riñón y que el señor Perencejo suele tener esas crisis de no-se-que cosa-que-a-mi-me-sonó-muy-feo porque le encanta excederse con los gin tonic (eso último lo dijeron los doctores entre risas, asegurándose unos a otros que sólo toma gin tonic como si fuera agua). Las tres veces en la misma clínica, en el mismo cubículo y ante la mirada más bien rutinaria de Yelitza, una enfermera que ya casi es mi mejor amiga.
Pensaba que se trataba de una característica de esta clínica en particular, cuando me tocó acompañar a un amigo al Hospital Universitario para resolver algunos asuntos de eso que llaman “Salud Pública”. Pues bien, entré con él a una oficina del hospital que dobla funciones como consultorio y, mientras una enfermera de uñas navideñas intentaba resolver con enorme esfuerzo la tontería que mi amigo necesitaba, dos doctoras (a una la conozco, es médico graduada) discutían divertidísimas el embarazo ectópico de alguien cuyo nombre y apellido salió a relucir dos veces ante mis oídos.
Por pura cosa de decencia, ¿no habrá un cuartico privado en que los médicos puedan reunirse a ver radiografías, revisar resultados de exámenes, comparar opiniones y hasta formular diagnósticos, sin que se entere nadie más que ellos mismos? Pregunto yo, por no dejar, ¿y si alguno de esos enfermos es mi prima y no le da su real gana que yo me entere que contrajo VIH, por ejemplo, o tuvo un embarazo ectópico? Quizás me preocupo en vano y lo que sucede realmente es que me cuesta mucho entender, desde mi cerebro desadaptado que, en realidad, como somos un pueblo de gente tan amigable le estamos haciendo un favor a Doña Mengana cuando publicamos a los cuatro vientos que acaban de diagnosticarle un cáncer de riñón; de modo que, no hay problema, mi amplio prontuario de hipocondriaco con argumentos, porque no está a salvo de médicos deslenguados, será, a la postre, la tarjeta de presentación de alguna gesta que logre convencerme de haber perdido el tiempo guardando con celo excesivo los vaivenes de mi salud: el día que me dé el infarto, primero se va a enterar mi antipática vecina del piso 5, pues ese mismo día la señora descubrirá que ya no está en edad de comer camarones.
Cuanto trabajo pudo haberse ahorrado Hipócrates, digo yo.
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